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27/10/19

La escalera de la risa


Buscando un libro el viernes, encontré otro (felizmente) fuera de su sitio, un librito que llevaba años sin ponerle los ojos encima y tanto había disfrutado hace la tira:

De la serie Cine, 
dirigida por Joaquín Jordá.

Recuerdo muy bien leer, mientras lo ojeaba (y hojeaba) en un kiosco de las Ramblas de Barcelona, donde lo compré durante el carnaval de 1978, aquellas líneas encantadas de Lorca en El paseo de Buster Keaton:
Buster Keaton cruza inefable los juncos y el campillo de centeno. El paisaje se achica entre las ruedas de la máquina. La bicicleta tiene una sola dimensión. Puede entrar en los libros y tenderse en el horno del pan. La bicicleta de Buster Keaton no tiene sillín de caramelo y los pedales de azúcar, como quisieran los hombres malos. Es una bicicleta como todas, pero la única empapada de inocencia. Adán y Eva correrían asustados, si vieran un vaso lleno de agua, y acariciarían, en cambio, la bicicleta de Keaton.

En este librito prodigioso (editado por Jos Oliver y José Luis Guarner) encontré uno de los primeros artículos que leí de Rohmer, Una geometría de la comicidad, y un texto espléndido, Sobre el cine cómico y especialmente sobre Buster Keaton, de Judith Érèbe (de quien, aún hoy, sólo sé que se carteaba con Cocteau), publicado en 1927 y del que ahora os entresaco algún que otro párrafo:
Keaton llega a lo absoluto por simplificación. Interpreta sin mayúsculas. (...) Intensidad de emoción despojada de todo exceso, mirada por la que sólo pasan chispas de electricidad. La tensión interior constante. (...) Poesía que se desprende de su acción, gracia angulosa del gesto. 
Tristeza; no es la palabra exacta, ni tampoco desolación. Haría falta que comprendiese melancolía, angustia, timidez, muchos otros matices todavía. ¿No está ansiosa esta mirada por todas las incógnitas que encierra la vida? Bajo estas apariencias bufas, ¿no se disimulan posibilidades de sufrimientos demasiado grandes, no se disfrazan de resignación el pudor del alma, la emotividad? (...) Los límites voluntarios entre los que encierra y canaliza esta sensibilidad la refuerzan todavía.
(...) Todos los elementos constitutivos de su personalidad pueden definirse, clasificarse, etiquetarse, pero no lo que los anima: el aliento, el alma. Aquí, como en todo lo bello y misterioso, es así porque sí.

De los remedios con que nos automedicamos para levantarnos la paletilla, pocos tan eficaces como Buster Keaton. Pero el viernes nos regalamos una sesión continua de las suyas por pura gula, un apetito desordenado (como decía el catecismo en el apartado pecados capitales) que nos despertó el librito dichoso (en el mejor y más pecaminoso de los sentidos, sobra decir): empezamos con una obra maestra sublime, The Navigator (1924), y abrochamos con dos joyitas como Hard Luck (1921) y One Week (1929), dos maravillas por cortos que sean: cifran ya el genio absoluto del cineasta.


Sobre el primero de los cortos escribe Judith Érèbe:
Hard Luck nos parece una de las mejores películas de Keaton. Consideren la escena en que, cansado de la vida, trata de hacerse atropellar, luego de colgarse, y sobre todo la sorprendente manera en que se emborracha creyendo envenenarse. ¡Qué precisión y qué suavidad de toque!

Durante mucho tiempo la película estuvo perdida y ya no se conserva la resolución del prodigioso gag final: Buster Keaton acaba de saber que la chica de su vida está casada, así que sube a lo más alto del trampolín para realizar un clavado, pero cae fuera de la piscina y perfora la tierra con un agujero muy profundo; en un intertítulo se lee: Años después..., y entonces aparece nuestro héroe... con una esposa china y dos dos hijos, niño y niña.


En The Navigator la maestría de Keaton cobra visos milagrosos, desplegando una coreografía en la puesta en escena digna del más excelso de los geómetras, donde lo cómico, no sólo linda con la tragedia (como siempre en la gran comedia, como siempre en el universo del cineasta) sino que transfigura el navío en un territorio fantástico, en dominio de los fantasmas, como la secuencia que rompe en esas puertas que se abren simultáneamente, atenazando de puro miedo al protagonista, y nosotros pasándolo pipa. Según el cineasta, The Navigator fue su mayor taquillazo.


Creo que hay pocas cosas más difíciles con las palabras que dar una idea (visible) de una escena de Buster Keaton. Con una del gran Chaplin aún se puede, pero con una de Keaton... Cómo dar una idea (sensible) de la escena de Candilejas donde nos morimos de risa viendo cómo a Keaton, sentado al piano, se le escurren las partituras del atril (quizá el más bello tributo que Chaplin le haya rendido a su colega).


James Agee abría su magnífico ensayo, La gran era de la comedia (publicado en 1945 y recogido en sus Escritos sobre cine) con estas líneas:
En el lenguaje de los guionistas de comedia, las risas se clasifican según cuatro grados: la risita disimulada, la carcajada, la risa a mandíbula batiente y el morirse de risa. La risita disimulada sólo es una risita. La carcajada es una risita disimulada que se da a la fuga. Cualquiera que se haya reído alguna vez a mandíbula batiente sabe de qué le hablo. El morirse de risa, como muy bien indica, mata a risas. El gag ideal, que está construido e interpretado a la perfección, hace que su víctima ascienda por los peldaños de la risa en una gradación cruelmente controlada hasta el eslabón superior, y se dedica entonces a sacudir la escalera en todos los sentidos, a hacerla temblar, oscilar y menearse hasta que el espectador ruega clemencia. Luego, tras un tiempo para la recuperación lo más breve posible, el interfecto notará de nuevo el titileo malicioso del azote del cómico y ascenderá una nueva escalera.

El teorema de la comedia se demuestra con la escalera de la risa y el geómetra supremo era (es) Buster Keaton. Podemos discutir si alguno (Chaplin, sin ir más lejos) llegó a ser tan sublime (creo que sí, de otra forma, claro), pero no hay nadie que haya llegado más alto en la escalera endiablada de la risa. Voy a dejar (es un decir) que sea el propio Agee (gracias, gracias, gracias) quien describa una de las secuencias más gozosas (que ya es decir) de The Navigator:
Creyéndose [Buster Keaton] el único pasajero de un barco a la deriva, tira un cigarrillo encendido al suelo. Lo encuentra la chica [Betsy O'Brien/Kathryn McGuire]. Ella grita y él la oye. Cada uno de ellos empieza a circular con paso decidido a lo largo de la inmensa y vacía cubierta a estribor, y la chica, y luego Keaton, tuercen la esquina en el momento justo para que no se vean entre sí. La próxima vez que les vemos avanzan ya a pasitos presurosos; van al mismo sitio, pero tampoco se encuentran. A la siguiente ocasión van como alma que lleva el diablo. Pero tampoco se cruzan. Luego la cámara se retira hasta un punto más elevado en la popa, se apoya el mentón en la mano y se dispone a observar la intrincada superestructura del barco mientras sus protagonistas vagan, se deslizan, aparecen y desaparecen, suben y bajan por los distintos niveles de la embarcación, y siempre les falta el canto de un duro para que consigan dar el uno con la otra y todo ello gracias a un compás fascinante de maniobras muy bien cronometradas. La secuencia no recurre a ningún gag suplementario para conseguir ser divertida y la risa se va manteniendo constante, como en un incremento regular y gozoso de pasárselo bien. Cuando Keaton ha agotado ya las posibilidades que le ofrecía esa hábil modificación de las persecuciones cinematográficas, se ingenia una magnífica estratagema para que los dos personajes se encuentren: la chica, exhausta, se sienta a recuperar el aliento sobre un tablón que los obreros han dejado dispuesto sobre dos caballetes. Keaton se detiene también en el puente superior, igual de agotado y perplejo. Lo que sigue ocurre en un lapso de tiempo de apenas algunos segundos: la corriente de aire de un ventilador aspira desde atrás la chistera de seda que Keaton intenta desesperadamente sujetar sobre su cabeza, va reculando hasta la bocana de aireación, salta hacia atrás como una carpa y cae al interior de agujero. A continuación, la cámara busca a la chica. Cae un sombrero de copa del techo y se deposita sobre el tablón junto a ella. Antes de que haya tenido tiempo de mostrar su asombro, cae también el propietario del sombrero con la cabeza entre las rodillas, aplasta el sombrero, rompe el tablón con el coxis y acaba en el suelo, donde se amontona, contra la chica, y viceversa, reunidos al fin los protagonistas. 

Hace cuatro meses vimos en Santiago con Lilian y nuestro hijo The Cameraman (1928) con música en vivo de un pianista amigo suyo, Pablo Seoane (y de otro músico que no recuerdo), y todo ese tiempo, por lo menos, llevaba adeudando unas palabras (con lo difíciles que son) sobre Buster Keaton, así que tengo que agradecerle a un librito encontrado sin querer el impulso definitivo.


En realidad no es que me costara palabrear a Buster Keaton, por difícil que sea aludir sin menoscabo a la belleza luminosa de su cine donde se hilvana el humor y la melancolía, es que sólo nombrarlo me recuerda cuánto echo de menos al maestro, tanto disfrutamos evocando momentos de sus películas y abriéndoles pasajes con el universo de Kafka. Tanto como duele la ausencia del amigo. Tanto como el último peldaño de la escalera de la risa, adonde sólo podemos subir de la mano de Buster Keaton, ¿verdad, maestro?

25/12/16

¡Ay de nosotros!


Después de más de un año sin cartas a Milena, Kafka le escribe a finales de marzo de 1922 una de las últimas, una carta sobre las cartas, sobre las relaciones por correspondencia.


Copio unas líneas (en una traducción de Carmen Gauger):
La fácil posibilidad de escribir cartas tiene que haber traído al mundo -visto sólo teóricamente- un horrible trastorno de las almas. Es, en efecto, una relación con espectros, y no sólo con el espectro del destinatario, sino también con el propio espectro, que se le va formando a uno, sin darse cuenta, en la carta que escribe o incluso en una serie de cartas, en la que una carta confirma la otra y puede invocarla como testigo. ¡A quién se le habrá ocurrido pensar que la gente podría relacionarse por correspondencia! Se puede pensar en una persona lejana y se puede tocar a una persona cercana, todo lo demás supera las fuerzas humanas. Pero escribir cartas significa desnudarse delante de los espectros, cosa que ellos esperan ansiosos. Los besos escritos no llegan a su destino sino que los espectros se los beben por el camino. Con una alimentación tan sustanciosa se multiplican enormemente. La humanidad lo percibe y lucha contra ello; para eliminar en lo posible lo espectral entre los hombres, y lograr el contacto natural, la paz de las almas, ha inventado el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano, pero ya no hay ayuda posible, son manifiestamente inventos hechos ya en el despeñadero; la parte contraria es mucho más serena y fuerte, ha inventado, después del correo, el telégrafo, el teléfono, la telegrafía sin hilos. Los fantasmas no morirán de hambre, pero nosotros nos iremos a pique.
Hay que ver la creatividad de la parte contraria: emails, facebook, wasaps, twits...

Los fantasmas se están poniendo las botas.

¡Ay de nosotros!

30/10/16

¡El bicho no, por favor!


Mientras veía El hijo de Saúl (2015), la admirable y sobrecogedora película de László Nemes recordé una carta de Kafka. El filme representa un viaje al corazón del infierno de Auschwitz durante unos días de octubre de 1944. Un trabajo sobre el fuera de campo, vislumbrando lo inimaginable. Sobre el sentido del lugar de un no-lugar, aflorando la desaparición en la puesta en escena. El horror de una brega atroz y extenuante.


Claro, también recordé Imágenes a pesar de todo, de Didi-Huberman, porque el filme de Nemes pone en escena la captura de esas fotografías arrebatadas a Auschwitz.



(A modo de prólogo de El hijo de Saúl puede verse Türelemel cortometraje de Nemes estrenado ocho años antes. Vale la pena.)


En  octubre de 1915 se publica por primera vez La metamorfosis en la revista alemana Die Weissen Blätter. (A estas alturas me cuesta usar el título -al parecer, más ajustado- que figura en las ediciones más recientes en castellano, La transformación.) A Kafka debió sorprenderle ver impreso el relato porque la revista no le había avisado de la publicación y con un ejemplar recibió también el anuncio de la intención de publicarlo en forma de libro, en la editorial de Kurt Wolff en Leipzig.



Kafka empezó a preocuparse recelando que alguien ilustrara la cubierta de su libro sin consultarle. Y así se lo manifestó por carta a los editores (respeto el título usado en la cita):
Me escribieron ustedes últimamente que Ottomar Starke realizará la ilustración para la cubierta de La transformación. Ahora bien, por lo que conozco de este artista a través de Napoleón [obra de Carl Sternheim publicada en el volumen 19 de la misma colección en la  que  aparecería La transformación], me ha sobrevenido una pequeña alarma, probablemente más que innecesaria. Resulta que se me ha ocurrido, dado que Starke será realmente el ilustrador, que quizá esté en su deseo querer dibujar el mismísimo insecto. ¡Esto  no  por  favor! No quisiera reducir su poder de influencia, sino solo exponer un deseo, debido a mi evidente mejor conocimiento de la historia. El insecto mismo no debe ser dibujado. Ni tan solo debe ser mostrado de lejos… Si yo mismo pudiera proponer algún tema para la ilustración, escogería temas como: los padres y el gerente ante la puerta cerrada, o, mejor todavía: los padres y la hermana en la habitación fuertemente iluminada, mientras la puerta hacia el sombrío cuarto contiguo se encuentra entreabierta.
Cubierta de la 1ª edición 
de La metamorfosis en 1916 
por Kurt Wolff con la ilustración 
de Ottomar Starke.

La preocupación de Kafka estaba plenamente justificada si pensamos que La metamorfosis gestiona la desaparición de Gregor Samsa, a través del arduo trabajo del propio protagonista, pongamos por caso esas cuatro horas que invierte en ocultarse a ojos de su hermana, para ahorrarle su visión. Luego, la hermana le pide a la madre que la ayude a mover un mueble en el cuarto de Gregor, y la tranquiliza:
Ven, entra, que no se le ve.
¡Hay que ver la fervorosa porfía por consumar el fuera de campo que despliega La metamorfosis

23/4/16

When Are You Going to Finish Don Quixote?


¿Cuándo vas a terminar Don Quijote? Así acabó por titular Welles su filme inacabado por excelencia quince años después de rodar las primeras pruebas en el Bois de Boulogne en París, con Akim Tamiroff, su amigo y actor favorito en el papel de Sancho Panza, y con Mischa Auer en el de don Quijote; venía de rodar con ellos Mr. Arkadin (1955). Dos años después -apartado del montaje de Sed de malempieza el verdadero rodaje de su Don Quijote a finales de julio de 1957 en México, durante cuatro o cinco semanas de aquel verano, yendo y viniendo a Hollywood para visionar el montaje de Sed de mal o a Baton Rouge en Louisiana para rodar El largo y cálido verano, de Martin Ritt (una adaptación de El villorrio de Faulkner), un dinero que le venía de perlas para financiar una película que -imaginó entonces- podía llevar por subtítulo (como le escribió a Jonas Mekas en noviembre de ese mismo año) "Variaciones sobre un tema de Cervantes", ya con Francisco Reiguera, un actor español exiliado en México, como don Quijote.


Lo acontecido en el curso de 1957 deviene una miniatura del proceso que ocupará a Welles hasta el final de su vida en 1985. Un verdadero work in progress, su Don Quijote. Sin guión, aunque en una carta a Akim Tamiroff, mientras está rodando El largo y cálido verano, le agradece las sugerencias y le asegura:
Tenemos un guión completo sobre el papel y sin embargo queda espacio para introducir mejoras. Antes de que quede libre lo tendré muy revisado y a punto, con un detallado plan de rodaje.
Nadie vio nunca ese guión completo, pero sí páginas con escenas sueltas. Tampoco un detallado plan de rodaje, pero sí páginas con requerimientos sobre diferentes aspectos de la producción (localizaciones, logística, atrezo, figuración, vestuario...). Y desde luego nunca hubo un presupuesto: Welles financiaba Don Quijote de su propio bolsillo. Vale la pena mencionar algunas de esas operaciones financieras. Se hace pagar su trabajo en Las raíces del cielo (1958), de John Huston, con una  moviola de segunda mano, así podrá trabajar (en casa) en el montaje (donde colaborarán sucesivos montadores: en México, Alberto Valenzuela; en Italia, Renzo Lucidi y su hijo Mauricio; en Madrid, Peter Parasheles; y de vuelta en Italia, Mauro Bonnani).


En agosto de 1959, puede traer a Reiguera y Tamiroff a Italia para rodar en los alrededores de Roma nuevas escenas de Don Quijote, gracias a que lo contrataron para hacer el papel de Saúl en David y Goliat (1960), de Ferdinando Baldi y Richard Pottier, en la que puede dirigirse a sí mismo de 5 de la tarde a 2 de la madrugada, mientras de 6 de la mañana a 4 de la tarde trabaja con Reiguera y Tamiroff, como en México -como siempre en esta película- con un equipo muy reducido, un rodaje más parecido al de una home movie que a otra cosa, y como en David y Goliat le pagan por día trabajado, alarga hasta donde puede las jornadas de rodaje, ganando tiempo para la película de su vida.


Y en 1961 le llega como caído del cielo El proceso (1962), una adaptación de la obra de Kafka que escribe y dirige (e interpreta un papel secundario), un trabajo que le permitirá ir saldando las deudas que genera Don Quijote. Y así sigue rodando escenas a salto de mata, hasta que las muertes de Francisco Reiguera en 1969 y de Akim Tamiroff tres años después lo dejaron huérfano de nuevas imágenes de sus protagonistas (aunque sin dejar de pensar en incluir nuevos pasajes sin su presencia, y hasta poco antes de morir el propio cineasta continuaba faenando en la copia de trabajo de Don Quijote, grabando una nueva narración over, por ejemplo). Nada describe mejor el placer que le deparaba rodar con Reiguera y Tamiroff, que la descripción del propio Weles (del rodaje en México) en una celebre entrevista de André Bazin publicada en Cahiers du cinéma en 1958:
Cada mañana, los actores, el equipo técnico y yo nos encontrábamos delante del hotel, salíamos e inventábamos el filme en la calle, como Mack Sennett [una biografía de Mack Sennett era uno de los pocos libros de cine que Welles tenía en su biblioteca]. Por eso es apasionante, porque es una verdadera improvisación: la historia, los pequeños incidentes, todo es improvisado.

Esa pasión por rodar y montar esta película -más que ninguna otra- fue su gloria y en cierta manera su gozosa perdición. En 1960, Welles decía en una entrevista que su Don Quijote estaba prácticamente terminado y que se trataba de una película experimental. (Home movie, ensayo fílmico, cine experimental: por lo que sabemos, podemos conjeturar que el Don Quijote de Welles cobija, transita y conjuga cada una esas derivas, y más; hay diez películas diferentes en este filme, dirá el cineasta en 1982, más o menos como novelas en el Quijote de Cervantes.)


En 1961, hablaba de llegar a tiempo para estrenarla en el Festival de Venecia. Más adelante confesaba que le había pasado lo mismo que a Cervantes, que empezó escribiendo una novela corta -otra de sus novelas ejemplares- y acabó poseído por los personajes. Y al final ya se enconaba con quien le preguntaba cuándo iba a terminar Don Quijote: la pagaba de su bolsillo y tenía todo el derecho a acabarla cómo y cuándo quisiera. Más que una película inacabada, una película inacabable. La película de nunca acabar. Más que ninguna otra, la película que lo retrata como cineasta, el espejo en el que podía (quería) reconocerse, la clave de su poética.


De esas escenas que Welles escribió para su Don Quijote, dos cobraron visos de leyenda. La del baile de máscaras y la del cine. En una carta a Tamiroff -fechada el 5 de abril de 1961- le cuenta la escena de un baile donde los asistentes van disfrazados de personajes de la literatura universal (el propio cineasta aparecía disfrazado también), cada uno con unas líneas de diálogo que los caracterizaba, y por supuesto, Don Quijote y Sancho, los únicos que no iban disfrazados. Había pensado rodar la escena en una sala del viejo palacio Gangi (de Lampedusa), donde poco después Visconti filmaba el baile de El gatopardo, pero Welles no pudo reunir el dinero suficiente para afrontar los gastos. La escena del baile de máscaras nunca se rodó. El 14 de julio de 1959, cuando vive en Fregene (al sur de Roma), el cineasta redacta una lista de localizaciones con sus requerimientos para el operador, entre ellas...
9. SALA DE CINE PROVINCIANA. En todas la ciudades por las que pasemos hay que ver el cine, pues debe tener el máximo de personalidad... Habría que buscar una sala de cine pequeña, la menos moderna del mundo... y lo más latina... (lo menos parecido a las salas de hoy que pueda encontrarse). Quizá nunca demos con ella, pero hay que buscarla y hacer fotos de todas las posibilidades... (Sólo necesitamos el exterior).
Dos años antes había escrito la escena del interior:
SALA DE CINE
(Esto es una continuación de la secuencia de La búsqueda. Si cabe podríamos decir que se la puede considerar más muda, al menos, en el sentido de que no irá acompañada de diálogo ni de narración. Durará unos seis minutos, pero aquí sólo damos una breve sinopsis).
Dando traspiés por la sala a oscuras, SANCHO se cruza con MISS GUMP, la institutriz de DULCIE, que sale. Es evidente que MISS GUMP sobrelleva mal el calor reinante. Abanicándose nerviosamente, va hacia la calle en busca de aire fresco.
Sin embargo, DULCIE se queda en su butaca, chupando un pirulí y mirando a la pantalla.
(No vemos la pantalla. Vemos el haz de luz y el movimiento en los rostros de los espectadores. Sí que oímos la banda sonora. Está claro que se trata de un espantoso film de época).
SANCHO, escudriñando en la oscuridad mientras busca a DON QUIJOTE, cae sobre un grupo de espectadores, que le repelen violentamente.
SANCHO recorre el patio de butacas en busca de su señor... DON QUIJOTE está allí, pero SANCHO no le ve. Acaba buscando una butaca del pasillo lateral, pasmado de asombro por las maravillas de la pantalla.
SANCHO molesta mucho y parte del público, indignado, le obliga a sentarse. Ocupa justamente el lugar que MISS GUMP ha dejado vacante junto a DULCIE.
Es su primer encuentro...
La niña y el achaparrado escudero cambian breves y amistosas miradas; luego, DULCIE vuelve a mirar a la pantalla. SANCHO sigue su movimiento y pronto queda totalmente embebido...
DULCIE le da un pirulí... Ambos chupan sus caramelos y devoran la película con los ojos...
Por sus rostros seguimos el desarrollo del film...
Hay ocasionales irrupciones de diálogo pomposo y enfático, diálogo de estilo histórico (grandilocuencia con acento americano), pero el pequeño altavoz de este pequeño cine provinciano emite más alta la música que las palabras... (música de persecución, Corazones y flores..., Peligro nos acercamos al número diecinueve..., todo el archivo de música de fondo...).
En las caras de DULCIE y de SANCHO se reflejan todas estas emociones: felicidad, aprehensión, sobresalto, melancolía y dicha...
Las cosas empiezan a ponerse al rojo vivo... Se prepara una batalla encarnizada... Los chicos del gallinero silban y aplauden... DULCIE y SANCHO, asombrados, están muy juntos... Si SANCHO está dominado por su primera experiencia como espectador cinematográfico, el efecto sobre DON QUIJOTE es realmente tremendo...
Ahora, cuando la acción de la película se acerca a su climax de violencia, el caballero se pone en pie de un salto.
SANCHO le ve, se levanta presuroso y va hacia él..., pero es demasiado tarde. Desenvainando su espada enmohecida, y blandiéndola enérgicamente, DON QUIJOTE ha saltado al escenario.
¡¡¡Sensación!!! El público se levanta como un solo hombre gesticulando al estilo latino.
DON QUIJOTE desafía a los caballeros que aparecen en la pantalla, y luego... ¡entra en combate!
En el patio de butacas, SANCHO, bloqueado por el público, ve, profundamente consternado, cómo DON QUIJOTE carga contra la tela de la pantalla y la hace jirones.
Vemos los altavoces que la tela blanca tapaba. La espada de DON QUIJOTE, impotente contra la banda sonora, continúa atacando encarnizadamente, mientras fragmentos de la violenta acción de la película se proyectan en el rostro del caballero...
El público se acerca, y DON QUIJOTE, volviéndose para hacer frente a esta nueva amenaza, descubre a DULCIE...
Ella alza la mirada hasta él...
Él la mira desde arriba...
Es evidente que sus ojos están llenos de la visión de su señora DULCINEA...
En la banda sonora, la orquesta sigue in crescendo, para llegar al final de la secuencia y disolver; nos ofrece la más dulce de las músicas de amor.
Llegó a pensarse que esta escena no existía, que nunca había llegado a rodarse. Pero existe. Se rodó durante aquellas primeras semanas de Don Quijote en México. Jonathan Rosenbaum pudo verla en 1992 durante una conferencia sobre Welles en Roma, la conservaba (junto con los demás materiales de la película) Mauro Bonnani, el último montador que trabajó con Welles en Don Quijote. Hace cosa de un mes, nuestro hijo me recomendó que leyera Profanaciones (Anagrama 2005) de Giorgio Agamben. El último de los ensayos reunidos en el libro se titula Los seis minutos más bellos de la historia del cine:

Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincias. Está buscando a don Quijote y lo encuentra sentado aparte, mirando a la pantalla. La sala está casi llena, y su galería superior –una especie de gallinero– se halla enteramente ocupada por niños alborotadores. Después de algunos intentos inútiles por reunirse con don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?), que le ofrece una golosina. La proyección ha comenzado, es una película histórica, sobre la pantalla corren los caballeros armados, en un momento determinado aparece una mujer en peligro. De golpe don Quijote se pone en pie, desenvaina su espada, se precipita sobre la pantalla y sus mandobles empiezan a rajar la tela. En la pantalla siguen todavía la mujer y los caballeros, pero el agujero abierto por la espada de don Quijote crece cada vez más y devora implacablemente la imagen. Al final casi no queda nada de la pantalla, solamente el bastidor de madera que la sostenía. El público, indignado, abandona la sala; pero en el gallinero los niños no paran de animar frenéticamente a don Quijote. Sólo la niña de la platea lo mira con reprobación.
¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Armarlas, creérnoslas al punto de deber destruirlas, falsificarlas (éste es, quizás, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al fin, éstas se revelan vacías, insatisfechas; cuando muestran la nada de la que están hechas, sólo entonces hay que pagar el precio de su verdad, comprender que Dulcinea –a la que hemos salvado– no puede amarnos.
Os dejo aquí una copia (de mala calidad) de la escena, probablemente una copia de una grabación de su pase por la Rai (¿donde la vio Agamben?):


Sé de sobra que no le hace ninguna falta, pero siendo el día que es me permito -haciendo gala de un inofensivo despotismo ilustrado- exigir el Cervantes para Orson Welles.

31/1/16

Rivette en tres tiempos y el cine en tres palabras


1. En 1976, Rivette viajó Lisboa con motivo del ciclo, programado por Bénard da Costa, que le dedicó la Gulbenkian, Una noche, Bénard da Costa y el gran cineasta portugués António Reis fueron a cenar con Rivette en un restaurante de la Baixa. Después lo llevaron a ver la fachada art decó del Animatógrapho do Rossio. La última sesión de cine ya había acabado pero había luz dentro, y Rivette quería ver la sala, por más que le advirtieron que no tenía interés. Bénard da Costa llamó a la puerta y abrió el propietario, que estaba solo, haciendo las cuentas del día. Les dejó entrar y estuvieron un rato hablando con él. Rivette preguntaba y Bénard da Costa hacía las veces de traductor, del francés para el portugués y viceversa. Quería saber si asistían muchos espectadores, qué tipo de público y qué tipo de películas programaba. Por entonces el Animatógrapho do Rossio aún no se había especializado en el porno.


El hombre, un tanto desconfiado, explicó que pasaba todo tipo de cine, eso sí, mientras fuera divertido y agradable. Y viéndose animado a hablar, se explayó: las películas que proyectaba eran para el público y no para complacer a esos "señores críticos" que ahora andan por ahí hablando mal de lo que le gusta a la gente y poniendo por las nubes películas aburridas que nadie entiende. Y como los tres visitantes nocharniegos se rieran, ya se desahogó: él era amigo de todo el mundo, pero había dos tipos de personas que odiaba con toda su alma, a los comunistas y a los críticos; si de él dependiera ni uno sólo de esa banda de provocadores andaría por la calle. Nunca supo aquel hombre que tenía delante a tres de esos criminales que odiaba: uno de los paisanos, por hacer películas de esas aburridas que nadie entiende; el otro, por ponerlas por las nubes; y el francés, por partida doble.


2. A propósito de La belle noiseuse (1991), cuenta su protagonista, Emmanuelle Béart, que Rivette la estuvo rondando con vistas a otro proyecto que finalmente no cuajó. Un día, cuando ella rodaba El capitán Fracassa (1990) en Italia con Ettore Scola (otro que se nos fue este mes), recibió veinte páginas donde Rivette le contaba La belle noiseuse. Le parecieron espléndidas. Luego hubo un largo y lento acercamiento. La actriz no estaba acostumbrada a trabajar así y le encantó:
No me sentía arrojada brutalmente dentro de la película. Me pareció formidable que alguien como Rivette viniese poco a poco a verme, que cenásemos juntos, hablando de todo. Aprendimos a conocernos, a tenernos confianza.
Una vez Rivette le pidió que le hablase del pasado de Marianne (la belle noiseuse), que lo inventase. E inventó para él.
No guardó nada de eso, pero con todos los cachitos de cuanto hablamos construyó un personaje.
Claro que entrar en círculo del cineasta tenía sus riesgos, ser otra de las mujeres que formaban la familia del cineasta:
Jacques está rodeado de mujeres. Es sorprendente. Es bello y conmovedor. Pero la familia Rivette no era un problema para mí. Lo que me interesaba era el papel que me proponía y su manera de trabajar. Él y sólo él. No tuve miedo de un colectivo en el que no podría integrarme. Me da más miedo hablar con los Cahiers du Cinéma que ir a ver a Rivette… Es verdad que existen ciertas relaciones de celos entre las actrices respecto a Jacques. Porque cuando se interesa por ti quieres guardarlo para ti sola. Cuando trabajamos es de una precisión tal, de una atención tal, que una tiene miedo de que el trabajo se relaje cuando nos dirige en grupo, junto a los otros. Por ejemplo cuando salí de las tres semanas de rodaje en el taller y volvieron los otros personajes, cuando Jacques se interesó de nuevo por ellos, por Jane, sufrí como un niño abandonado. ¿Dónde se había metido mi director, el mío?  

La mujeres de Rivette no eran sólo actrices como Anna Karina, Juliet Berto, Bulle Ogier, Bernadette Lafont, Jane Birkin, Geraldine Chaplin, Sandrine Bonnaire o Jeanne Balibar, también quienes fueron sus ayudantes como Suzanne Schiffman (también guionista suya) o Claire Denis, y más allá de su función profesional eran las cómplices del cineasta (y probablemente el mayor estímulo del deseo de filmar). No puede extrañarnos que fuera Jane Birkin quien anunciara que después de 36 vues du Pic Saint-Loup (2009) -titulada aquí El último verano- ya no habría más películas de Rivette.


Jonathan Rosenbaum habló de los dos polos del cine de Rivette, de su lado Eisenstein-Lang-Hitchcok, con el gusto por el diseño y la trama (su lado controlador), y de su lado Renoir/Hawks/Rossellini, con el impulso de improvisar y dejar que las cosas sucedan (su lado infantil, juguetón, propicio al azar). A Rivette le gusta que sus actrices participen en la construcción de los personajes y en lo que esos personajes van a vivir en la película. Juliet Berto, Dominique Labourier, Bulle Ogier y Marie-France Pisier diseñaron -con Rivette y Eduardo de Gregorio- los personajes que encarnaban en Céline et Julie vont en bateau (1974), las escenas en las que intervenían y escribieron buena parte de sus diálogos.


3. Decía Rivette que todos los filmes que merecen ese nombre tiene una relación más o menos fuerte con una forma de ley (llámese gramática fílmica, narrativa cinematográfica o Modo de Representación Institucional, aquel concepto acuñado por Noël Burch), una relación con la ley -la norma- que puede pasar por toda suerte de desvíos, delirios o ardores, tentativas, torsiones o extravíos, desde el manierismo hasta el minimalismo. Además de esa dialéctica del filme con la ley, en el centro de cualquier obra digna de esa consideración alienta un secreto. Un secreto que no es un enigma de la narración, sino un secreto en un sentido primordial...
un secreto que no conoce el cineasta, un secreto que el cineasta acarrea sin saberlo, el secreto de algo muy íntimo, existencial, del que el filme se descubre portador, más allá de lo que el cineasta conscientemente quería, que dice cosas sobre él, y por tanto, a través de él, sobre la humanidad, cosas que él no tenía la menor intención de decir.
Bénard da Costa, en un hermoso texto sobre La belle noiseuse, trae a cuento lo que decía Kafka, por nuestras manos escriben [pintan, esculpen, filman] otras manos. Cuanto más intensa sea la relación entre la ley y el secreto, más intenso será el filme. Aun así Rivette conjuga una tercera palabra para esos filmes que merecen verdaderamente ser llamados filmes, la palabra peligro:
Fueron todos filmes difíciles de hacer, filmes peligrosos para todos y no sólo para el realizador, para todos los implicados, y en primer lugar para los actores, son filmes donde se corrió un peligro real -a veces a conciencia, a veces inconscientemente- que fue superado: donde, consciente o inconscientemente, hubo una exposición al peligro, más o menos voluntaria, más o menos fuerte, de este o aquel elemento fundamental del filme (narración, actores, cámara, lo que sea)... Tal vez no haya un gran filme sin el sentimiento de que podría haber sido una catástrofe, que lo debería haber sido, sin esa especie de milagro que todo lo salvó, por lo demás a fuerza de trabajo, cálculo y obstinación. (...) [Para los pioneros] el peligro era verse obligado a inventar todo.
Rivette hablaba de Griffith, de Eisenstein, de Chaplin, de Murnau, de Renoir, de Sternberg, de Dreyer, de Ophüls, de Mizoguchi, de Bresson, de Straub, de Godard... Pero hoy recordamos filmes peligrosos como Céline et Julie vont en bateau.


Como La belle noiseuse, que nos muestra -en palabras sabias de Bénard da Costa- ...
la voluntad infinita de ver más allá de la desnudez. Desnudez de un cuerpo de mujer. Desnudez de un acto de creación. Cuanto más vemos, más sabemos que nada hemos visto.

13/12/15

No llorarán sus ojos


Desde hace unos meses tengo a mano Campo de retamas, el libro que reúne los pecios de Ferlosio. Como dijo Esther alguna vez (y aún ayer hablamos de él, a propósito de la publicación del primero de los cuatro volúmenes que reunirán sus ensayos y artículos, otra feliz idea editorial), es de los pocos maestros que nos quedan. Esta noche hojeando Campo de retamas fui a dar con uno de esos pecios del Ferlosio poeta, donde cobija la mirada de Kafka y de su hermana pequeña, Ottla.

Kafka y su hermana Ottla en Praga.

Dicen que el suyo fue un amor incondicional. Que nadie entendió nunca a Kafka como Ottla. Durante alguna temporada, quizá la más feliz de su vida, Kafka vivió con Ottla en la aldea de Zürau. Dicen que mientras paseaban juntos parecían una pareja de enamorados.

Kafka y Ottla en Zürau.

(Ante la fotografía de dos hermanos)

                                       No llorarán sus ojos,
                                       porque son ya ellos mismos
                                       lágrimas coaguladas en pupila,
                                       el llanto hecho mirada;
                                       ¡grandes ojos judíos
                                       de Ottla y de Franz!

                                                                                   

24/5/15

La película de nunca acabar


En los primeros noventa (del siglo pasado) impartí Historia del Cine (además de Guión) en la Escola de Imaxe e Son de A Coruña. Procuraba articular las clases -una sesión semanal de un par de horas- en torno a historias ejemplares que evocaran (acercaran, pintaran o revelaran) una época, una corriente, una poética. Una de esas historias tenía a Orson Welles como protagonista.

Welles dirige a Anthony Perkins 
en El Proceso.
(Fotografía de Nicolas Tikhomiroff.)

Les contaba que tras el rodaje de El proceso -uno de los más felices que vivió el cineasta- a principios de junio 1962, cogió las latas de material revelado y se largó de París. Y desapareció. Los productores, alarmados, reclaman su búsqueda, incluso por la Interpol. Al final lo encuentra la Guardia Civil en una cueva del Sacromonte. Welles la había amueblado con una gran cama con cabezal de hierro, comprada en un anticuario de Granada, y una moviola (con la que viajaba siempre) dedicado en cuerpo y alma al montaje de la adaptación de la novela de Kafka, que acabará estrenándose en diciembre. ¿De dónde había sacado esa historia? La había leído en alguna parte, pero en todos estos años perdí la pista de la fuente.

En el rodaje de El proceso,
Welles con Anthony Perkins.
Debajo,  Romy Schneider, en primer término;
detrás, Welles con Anthony Perkins.
(Fotografía de Nicolas Tikhomiroff.)

La historia ejemplar venía (viene) a cuento, claro, de la poética de Welles, un cineasta melancólico (saturnal) que necesitaba llevar entre manos tres o cuatro proyectos para desvivirse por uno de ellos, y entonces le costaba un mundo ponerle punto final. Más precisamente: no es que le costara terminarlas, es que no podía abandonarlas. Por eso ponía tierra de por medio para que los productores no se las arrancaran de las manos. Nunca encontró un productor más paciente que Emiliano Piedra; un año se pasó montando Campanadas a medianoche, y aun seguiría. Jesús Franco, que lo conoció bien durante ese rodaje, se refirió a Welles como un enfermo del montaje. Y quizá ninguna película (inacabada) como su Don Quijote deviene un espejo de su carácter.

Welles con Akim Tamiroff en el rodaje de Don Quijote.

Se pasó años rodando material con su Cameflex (tampoco viajaba sin ella), montando, volviendo a rodar escenas pero con nuevas ideas, y a montar otra vez; trabajando como actor para ganar dinero para continuar su Don Quijote. (Tenía razón quien dijo que ejercía de actor profesional para poder rodar como director amateur, o sea, por amor al cine.) En 1970 Bogdanovich le pregunta a Welles cuándo cree que podría terminar la película (Francisco Reiguera, que encarna al caballero andante, ya había muerto un año antes):
Así es como voy a titularla: ¿Cuándo vas a terminar Don Quijote? 
Y se echan a reír. Welles comenta que empezó a rodar las primeras tomas en 1955 en el Bois de Bologne (sólo que entonces, aunque Akim Tamiroff ya era Sancho Panza, era Mischa Auer -y no Francisco Reiguera- quien encarnaba a don Quijote). O sea, quince años antes de la conversación con Bogdanovich y, como aquel que dice, murió quince después con su Don Quijote en la moviola. Seguro que Welles conocía aquello de Valéry:
Un poema no se termina, se abandona.
Pues de las películas ni te cuento, pensaría el cineasta. Y cuando dependía sólo de él acabarlas, ni por asomo.


Hace quince días, leyendo Las cosas que hemos visto. Welles y Falstaff de Esteve Riambau, un espléndido estudio sobre Campanadas a medianoche (de todas las suyas, la más amada por Welles), encuentro en la página 199 (casi) la misma historia (ejemplar) contada por Jesús Franco: tras el rodaje de El proceso huye de Francia con todo el material...
Lo buscó hasta la Interpol y lo encontraron en un pueblecito de la provincia de Córdoba donde él había alquilado una casa y dos moviolas.
La verdad, suena sosita. ¿La habrá quijoteado uno con la cueva del Sacromonte, la cama de anticuario y la Guardia Civil? Creo que no. Y juraría que tampoco lo soñé. Pero quién sabe.

¿Qué le habrá contado Welles, que Perkins se destornilla?
(Fotografía de Nicolas Tikhomiroff.)

Para quienes amen el cine de Welles -y no digamos para quienes las Campanadas les hagan latir más fuerte el corazón- el libro de Riambau resulta imprescindible. Dicho esto conviene mencionar obras de referencia como Orson Welles. España como obsesión de Juan Cobos y Orson Welles. Una España inmortal (también) de Esteve Riambau; sin olvidar Orson Welles en acción de Jean-Pierre Berthome y François Thomas, y por supuesto el inagotable Ciudadano Welles -citado más de una vez en la escuela-, que recoge las conversaciones del autor de las Campanadas con Bogdanovich.

Welles durante una lectura (del guión) con los actores 
en el rodaje de Campanadas a medianoche

Os dejo una (estupenda, y hasta emocionante) entrevista con Welles realizada por Bernard Braden en un hotel de París en 1960, un programa para la CBC (Canadian Broadcasting Corporation) dirigido por Allan King -Orson Welles: The Paris Interview-, que emitió subtitulado el Canal Encuentro de Argentina:


Welles asegura que ¡ha terminado su Don Quijote! -una película experimental-, y probablemente estaba convencido a esas alturas. Hay un momento especialmente revelador cuando asegura:
No me considero un profesional. Soy básicamente un aventurero.
La gente seria y profesional es la que hace verdaderas aportaciones al arte, pero...
 Yo no quisiera ser como ellos.
Porque hay otras lealtades más importantes que con el arte. Por eso queremos tanto a Welles.

1/2/15

La oreja y el ojo


Cada nota de música posee un soplo que te lleva 
y como director simplemente debes hacer 
que sople el buen viento en el momento adecuado. 


Cuando se estrenó en Vigo Terciopelo azul a finales de 1986, debimos verla dos o tres veces.


Y durante unos meses no me la debí quitar de la cabeza -ni de la boca- porque el verano siguiente, en cuanto llegamos a O Carballiño para asistir a las Xornadas de Cine e Vídeo de Galicia (Xociviga, que nos reunía cada verano durante los ochenta y primeros noventa para darnos a la gula del cine, cinco o seis películas diarias, un atracón), fue llegar, decía, y Manolo González me puso de inmediato tras una máquina de escribir para que mecanografiase un texto sobre la película de David Lynch -que se proyectaba al día siguiente (por fin pudimos verla en versión original)- con vistas al suplemento sobre el festival que se publicaba diariamente en las páginas centrales de La Región.


Si no recuerdo mal, enhebré un rosario de cosas de Blue Velvet -una valla con rosas, una manguera, una oreja, un armario, un pedazo de terciopelo, un cuchillo, una mascarilla, un flexo, una escalera, una cortina mecida por el viento...- que denotaban -en la mirada lynchiana- la conjugación de lo familiar con lo extraño, o mejor, lo extraño bajo la piel de lo doméstico; el horror tras el telón de la rutina diaria (el reverso tenebroso de lo familiar), pero también el humor que aflora en el horror, como el dolor en el amor, y una aleación de lo bello y lo siniestro. Con mucho humor (negro o blue), todo hay que decirlo. En palabras de J. G. Ballard,
Blue Velvet es una broma constante y brutal, El Mago de Oz vuelto a filmar con guión de Franz Kafka y decorados de Francis Bacon.

Creo que viene muy a cuento la valoración de David Thomson, casi veinte años después de su estreno:
Lo emocionante de Terciopelo azul es la forma en que se introdujo en las vísceras de la gente. Es uno de esos peligros que uno huele en la oscuridad, y que una vez saboreado, arrambla con todo el resto. Algunos espectadores de la América media salieron de Terciopelo azul sintiéndose sucios, y yo pertenezco a la fe de los que creen que esta clase de contaminación es muy necesaria, y que el cine la lleva a cabo con mucha más delicadeza que el horror de una guerra en el extranjero.

La hemos visto unas cuantas veces más en estos últimos (casi) treinta años. Puede sonar extravagante mencionar que fue un rodaje feliz o apuntar que se trata -quizá- de la película más equilibrada del cineasta, la más perfecta, y si no detestara el adjetivo, diría que la más redonda. En ocasiones preferimos otros lynch (el último, pongamos por caso, la fascinante e hipnótica Inland Empire), pero Blue Velvet no ha perdido un gramo de su pegada perturbadora. Cómo olvidar esa aparición de Dorothy/Isabella Rossellini desnuda hacia el final de la película.


(La actriz se inspiró en la imagen de la niña vietnamita deambulando desnuda por una carretera, con el cuerpo quemado tras un ataque con napalm, en la famosa fotografía de Nick Ut.)


En ninguna de las escenas de Blue Velvet se podría hablar de celebración de la carne; menos que en ninguna en esa aparición en medio de la noche: carne que grita, un grito lacerante.

David Lynch dirige a Isabella Rossellini 
en Blue Velvet.

En palabras de Lynch, Blue Velvet es como un sueño de extraños deseos atrapado dentro de una historia de suspense. Y añade:
El cine tiene una manera grandiosa de dar forma al subconsciente. Es un lenguaje estupendo para eso.

Como tantos noir de los 40 y 50, Blue Velvet funciona como un universo mental, con la lógica onírica (si aplicamos la lógica racional el guión semeja un colador) de los cuentos de hadas que siempre envuelve con una fina piel de palabras un horror innombrable. (Me viene ahora a la cabeza Dónde viven los monstruos de Maurice Sendak, pero este cuento infantil quedará para otro día.) En fin, un misterio merecedor de tal nombre no representa un enigma a resolver, sino que exige un viaje al corazón de las tinieblas, al magma insondable del ser humano.


Sería un enigma si el protagonista -Jeffrey/Kyle MacLachlan- fuera sólo -que también- un detective (amateur), pero es que es -sobre todo- un mirón. No sé si eres un detective o un pervertido, le dice Sandy/Laura Dern. Para Lynch,
La película es un cuento perverso. Hay toda una mitología y un simbolismo en los cuentos de hadas que me gusta mucho, y eso se encuentra desperdigado en el filme.
Érase una vez... en Lamberton, con los cincuenta permeando los ochenta. Una imaginería visual y sonora para un universo sin una ubicación temporal precisa -obra de la dirección artística de Patricia Norris y del diseño de sonido de Alan Splet- que refuerza la cualidad onírica del filme.


Lynch se refirió a la atmósfera naif de los teenagers de los 50 -casas, automóviles, vestuario, atrezo (la foto de Montgomery Clift en el cuarto de Sandy)- rememorada desde los ochenta a través de las canciones de aquellos años: Blue VelvetIn Dreams... Claro que la iluminación de Frederick Elmes dota a la imaginería de los 50 de visos sombríos, más propios del presente (del rodaje) de la película, acorde con las zonas oscuras que explora.

Siempre he tenido la curiosidad de saber lo que podía ocurrir en estas casas [de esos pueblos del Medio Oeste donde Lynch pasó su infancia y adolescencia]. Tenía el presentimiento de que tan sólo estaba viendo la parte emergida de un iceberg. En el fondo todos somos como detectives al acecho de las cosas que nos esconden. La peste puede reinar en el interior de estas casas, escondida entre las sombras. Es allí donde se encuentra el horror.

Un sueño de extraños deseos de un mirón que acaba dentro de un thriller onírico. Sólo que se trata de un ojo -el del mirón- que empieza a ver por una oreja. Casi -o sin casi- podríamos decir que Dorothy es una idea que Sandy le mete en la cabeza a Jeffrey por la oreja. He oído cosas, le dice Sandy a Jeffrey a propósito de Dorothy Vallens; más concretamente, cosas sobre una oreja (ésa que él encuentra al comienzo de la película).


La oreja como tentación. Otra oreja por la que entrar en la trama de Terciopelo azul. La oreja como puerta a otro mundo. Una oreja para mirar.


Lynch ha contado que empezó en el cine por la oreja (como Jeffrey en la trama de Terciopelo azul), cuando escuchó el viento en uno de sus cuadros, un viento que lo llamaba a entrar dentro de la pintura, algo que sólo el cine le permitía. Una oreja que llama por el ojo, como en la escena de sexo que Jeffrey atisba desde dentro del armario; más que ver, la escucha; ve menos de lo que imagina, o -digámoslo así- la ve por el ojo de la oreja (la mirada imagina más de lo que ve). Una escena, entonces, donde la oreja deviene ojo.


Para mirar a Dorothy y Frank Booth/Dennis Honper. En una escena insólita: pareciera que actúan para nuestro mirón-Jeffrey, representando la escena primitiva, la escena original (de la que habla Pascal Quignard en El sexo y el espanto), transfigurados en padres simbólicos -se tratan de papá y mamá-, como si a Jeffrey le fuera dado asistir a su propia -espantosa- concepción.


Quizá las páginas más iluminadoras que haya leído uno sobre Terciopelo azul  se deben a Michel Chion en su libro sobre David Lynch (aunque no comparta -no del todo, no todos- los sesgos mas audaces de su interpretación). Lo insólito de la escena radica en la teatralidad de lo que se le ofrece a Jeffrey: talmente parece una puesta en escena (valga la redundancia) pensada para (y por) un mirón, y de ahí el malestar que experimentamos, mirones también nosotros, los espectadores. ¿Qué es el cine sino una ofrenda para la mirada ardiente -y furtiva- en la oscuridad?


De la misma forma que Lynch monta la escena para el espectador, cabe sospechar si Frank y Dorothy (desde luego ella sabe que Jeffrey se esconde en el armario, lo ha descubierto antes de la irrupción de Frank) montan el espectáculo conscientes de la presencia del mirón.


Pero mirar, saber, no es inocente. Querer mirar. Querer saber. Acercarse al otro. Ser otro. Ser el otro que (también) se es. Jeffrey/Frank..... Sandy/Dorothy.....


Jeffrey quiere ser Frank, lo teme pero desea su poder sobre Dorothy: Frank encarna el lado oscuro de Jeffrey, un Jeffrey que quiere lo mismo que Frank, pero no se atreve a colmar ese deseo (sexual) y lo enmascara con el deseo de saber: de ahí procede la atmósfera malsana de la película ...


El misterio de Dorothy Valens abre la caja de Pandora de los deseos reprimidos (oscuros) de Jeffrey que ve proyectados en ese psicópata encarnado (a las mil maravillas) por Dennis Hopper. Frank soy yo, le dijo el actor a Lynch para convencerle de que ese personaje le estaba destinado.


Quién puede dudarlo después de ver Blue Velvet, talmente una emanación del mal que anida en la sima de los horrores enterrados bajo la cotidianidad  de Lamberton, pero también como una emotividad desencadenada: ese llanto mientras escucha cantar a Dorothy Vallens en el Slow Club.

En segundo término, al piano,  Angelo Badalamenti. 
Vino para ayudar a Isabella Rossellini con la canción, 
pero acabó componiendo la música  de la película 
y  como uno de los colaboradores habituales de Lynch. 

¿Y Sandy quiere ser Dorothy? En un momento Jeffrey dice: Eres un misterio, pero se lo dice a Sandy, no a Dorothy (por eso me gustó esa imagen que sugiere Michel Chion cuando habla de una banda de Moebius para figurar ese flujo significante entre ambas mujeres).


Conviene recordar la primera vez que Jeffrey ve a Sandy: ella viene desde la oscuridad, surge de las sombras, y oculta en las sombras ha oído cosas que luego le cuenta a Jeffrey para ponerlo en el camino de mirar, de saber. Jeffrey viene a ser un puente entre dos mundos, entre lo doméstico y lo tenebroso. Hasta puede verse como un enviado de Sandy al otro lado de las cosas (del espejo). Para que le cuente. A la vuelta. Las cosas que ha visto. Pero nadie mira -lo que se dice mirar- impunemente.


Al final de la película, la cámara sale de la oreja de Jeffrey y lo descubrimos instalado en el sueño de Sandy, donde han vuelto los pájaros, pero el petirrojo devora un escarabajo (esos que la cámara nos descubría en el césped con su fragorosa actividad): normal, el sueño de Sandy es inseparable de su horroroso envés.


Lynch comentó alguna vez que se considera más un ingeniero de sonido que un director. Confiesa que, llegado el momento de rodar una escena, a menudo prefiere escucharla que verla, así aprecia mejor las notas falsas.


A menudo, en su cine, la oreja requiere al ojo, la escucha llama por la mirada, y hasta (nos) la incendia.