Mostrando entradas con la etiqueta Pascal Quignard. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pascal Quignard. Mostrar todas las entradas

1/2/15

La oreja y el ojo


Cada nota de música posee un soplo que te lleva 
y como director simplemente debes hacer 
que sople el buen viento en el momento adecuado. 


Cuando se estrenó en Vigo Terciopelo azul a finales de 1986, debimos verla dos o tres veces.


Y durante unos meses no me la debí quitar de la cabeza -ni de la boca- porque el verano siguiente, en cuanto llegamos a O Carballiño para asistir a las Xornadas de Cine e Vídeo de Galicia (Xociviga, que nos reunía cada verano durante los ochenta y primeros noventa para darnos a la gula del cine, cinco o seis películas diarias, un atracón), fue llegar, decía, y Manolo González me puso de inmediato tras una máquina de escribir para que mecanografiase un texto sobre la película de David Lynch -que se proyectaba al día siguiente (por fin pudimos verla en versión original)- con vistas al suplemento sobre el festival que se publicaba diariamente en las páginas centrales de La Región.


Si no recuerdo mal, enhebré un rosario de cosas de Blue Velvet -una valla con rosas, una manguera, una oreja, un armario, un pedazo de terciopelo, un cuchillo, una mascarilla, un flexo, una escalera, una cortina mecida por el viento...- que denotaban -en la mirada lynchiana- la conjugación de lo familiar con lo extraño, o mejor, lo extraño bajo la piel de lo doméstico; el horror tras el telón de la rutina diaria (el reverso tenebroso de lo familiar), pero también el humor que aflora en el horror, como el dolor en el amor, y una aleación de lo bello y lo siniestro. Con mucho humor (negro o blue), todo hay que decirlo. En palabras de J. G. Ballard,
Blue Velvet es una broma constante y brutal, El Mago de Oz vuelto a filmar con guión de Franz Kafka y decorados de Francis Bacon.

Creo que viene muy a cuento la valoración de David Thomson, casi veinte años después de su estreno:
Lo emocionante de Terciopelo azul es la forma en que se introdujo en las vísceras de la gente. Es uno de esos peligros que uno huele en la oscuridad, y que una vez saboreado, arrambla con todo el resto. Algunos espectadores de la América media salieron de Terciopelo azul sintiéndose sucios, y yo pertenezco a la fe de los que creen que esta clase de contaminación es muy necesaria, y que el cine la lleva a cabo con mucha más delicadeza que el horror de una guerra en el extranjero.

La hemos visto unas cuantas veces más en estos últimos (casi) treinta años. Puede sonar extravagante mencionar que fue un rodaje feliz o apuntar que se trata -quizá- de la película más equilibrada del cineasta, la más perfecta, y si no detestara el adjetivo, diría que la más redonda. En ocasiones preferimos otros lynch (el último, pongamos por caso, la fascinante e hipnótica Inland Empire), pero Blue Velvet no ha perdido un gramo de su pegada perturbadora. Cómo olvidar esa aparición de Dorothy/Isabella Rossellini desnuda hacia el final de la película.


(La actriz se inspiró en la imagen de la niña vietnamita deambulando desnuda por una carretera, con el cuerpo quemado tras un ataque con napalm, en la famosa fotografía de Nick Ut.)


En ninguna de las escenas de Blue Velvet se podría hablar de celebración de la carne; menos que en ninguna en esa aparición en medio de la noche: carne que grita, un grito lacerante.

David Lynch dirige a Isabella Rossellini 
en Blue Velvet.

En palabras de Lynch, Blue Velvet es como un sueño de extraños deseos atrapado dentro de una historia de suspense. Y añade:
El cine tiene una manera grandiosa de dar forma al subconsciente. Es un lenguaje estupendo para eso.

Como tantos noir de los 40 y 50, Blue Velvet funciona como un universo mental, con la lógica onírica (si aplicamos la lógica racional el guión semeja un colador) de los cuentos de hadas que siempre envuelve con una fina piel de palabras un horror innombrable. (Me viene ahora a la cabeza Dónde viven los monstruos de Maurice Sendak, pero este cuento infantil quedará para otro día.) En fin, un misterio merecedor de tal nombre no representa un enigma a resolver, sino que exige un viaje al corazón de las tinieblas, al magma insondable del ser humano.


Sería un enigma si el protagonista -Jeffrey/Kyle MacLachlan- fuera sólo -que también- un detective (amateur), pero es que es -sobre todo- un mirón. No sé si eres un detective o un pervertido, le dice Sandy/Laura Dern. Para Lynch,
La película es un cuento perverso. Hay toda una mitología y un simbolismo en los cuentos de hadas que me gusta mucho, y eso se encuentra desperdigado en el filme.
Érase una vez... en Lamberton, con los cincuenta permeando los ochenta. Una imaginería visual y sonora para un universo sin una ubicación temporal precisa -obra de la dirección artística de Patricia Norris y del diseño de sonido de Alan Splet- que refuerza la cualidad onírica del filme.


Lynch se refirió a la atmósfera naif de los teenagers de los 50 -casas, automóviles, vestuario, atrezo (la foto de Montgomery Clift en el cuarto de Sandy)- rememorada desde los ochenta a través de las canciones de aquellos años: Blue VelvetIn Dreams... Claro que la iluminación de Frederick Elmes dota a la imaginería de los 50 de visos sombríos, más propios del presente (del rodaje) de la película, acorde con las zonas oscuras que explora.

Siempre he tenido la curiosidad de saber lo que podía ocurrir en estas casas [de esos pueblos del Medio Oeste donde Lynch pasó su infancia y adolescencia]. Tenía el presentimiento de que tan sólo estaba viendo la parte emergida de un iceberg. En el fondo todos somos como detectives al acecho de las cosas que nos esconden. La peste puede reinar en el interior de estas casas, escondida entre las sombras. Es allí donde se encuentra el horror.

Un sueño de extraños deseos de un mirón que acaba dentro de un thriller onírico. Sólo que se trata de un ojo -el del mirón- que empieza a ver por una oreja. Casi -o sin casi- podríamos decir que Dorothy es una idea que Sandy le mete en la cabeza a Jeffrey por la oreja. He oído cosas, le dice Sandy a Jeffrey a propósito de Dorothy Vallens; más concretamente, cosas sobre una oreja (ésa que él encuentra al comienzo de la película).


La oreja como tentación. Otra oreja por la que entrar en la trama de Terciopelo azul. La oreja como puerta a otro mundo. Una oreja para mirar.


Lynch ha contado que empezó en el cine por la oreja (como Jeffrey en la trama de Terciopelo azul), cuando escuchó el viento en uno de sus cuadros, un viento que lo llamaba a entrar dentro de la pintura, algo que sólo el cine le permitía. Una oreja que llama por el ojo, como en la escena de sexo que Jeffrey atisba desde dentro del armario; más que ver, la escucha; ve menos de lo que imagina, o -digámoslo así- la ve por el ojo de la oreja (la mirada imagina más de lo que ve). Una escena, entonces, donde la oreja deviene ojo.


Para mirar a Dorothy y Frank Booth/Dennis Honper. En una escena insólita: pareciera que actúan para nuestro mirón-Jeffrey, representando la escena primitiva, la escena original (de la que habla Pascal Quignard en El sexo y el espanto), transfigurados en padres simbólicos -se tratan de papá y mamá-, como si a Jeffrey le fuera dado asistir a su propia -espantosa- concepción.


Quizá las páginas más iluminadoras que haya leído uno sobre Terciopelo azul  se deben a Michel Chion en su libro sobre David Lynch (aunque no comparta -no del todo, no todos- los sesgos mas audaces de su interpretación). Lo insólito de la escena radica en la teatralidad de lo que se le ofrece a Jeffrey: talmente parece una puesta en escena (valga la redundancia) pensada para (y por) un mirón, y de ahí el malestar que experimentamos, mirones también nosotros, los espectadores. ¿Qué es el cine sino una ofrenda para la mirada ardiente -y furtiva- en la oscuridad?


De la misma forma que Lynch monta la escena para el espectador, cabe sospechar si Frank y Dorothy (desde luego ella sabe que Jeffrey se esconde en el armario, lo ha descubierto antes de la irrupción de Frank) montan el espectáculo conscientes de la presencia del mirón.


Pero mirar, saber, no es inocente. Querer mirar. Querer saber. Acercarse al otro. Ser otro. Ser el otro que (también) se es. Jeffrey/Frank..... Sandy/Dorothy.....


Jeffrey quiere ser Frank, lo teme pero desea su poder sobre Dorothy: Frank encarna el lado oscuro de Jeffrey, un Jeffrey que quiere lo mismo que Frank, pero no se atreve a colmar ese deseo (sexual) y lo enmascara con el deseo de saber: de ahí procede la atmósfera malsana de la película ...


El misterio de Dorothy Valens abre la caja de Pandora de los deseos reprimidos (oscuros) de Jeffrey que ve proyectados en ese psicópata encarnado (a las mil maravillas) por Dennis Hopper. Frank soy yo, le dijo el actor a Lynch para convencerle de que ese personaje le estaba destinado.


Quién puede dudarlo después de ver Blue Velvet, talmente una emanación del mal que anida en la sima de los horrores enterrados bajo la cotidianidad  de Lamberton, pero también como una emotividad desencadenada: ese llanto mientras escucha cantar a Dorothy Vallens en el Slow Club.

En segundo término, al piano,  Angelo Badalamenti. 
Vino para ayudar a Isabella Rossellini con la canción, 
pero acabó componiendo la música  de la película 
y  como uno de los colaboradores habituales de Lynch. 

¿Y Sandy quiere ser Dorothy? En un momento Jeffrey dice: Eres un misterio, pero se lo dice a Sandy, no a Dorothy (por eso me gustó esa imagen que sugiere Michel Chion cuando habla de una banda de Moebius para figurar ese flujo significante entre ambas mujeres).


Conviene recordar la primera vez que Jeffrey ve a Sandy: ella viene desde la oscuridad, surge de las sombras, y oculta en las sombras ha oído cosas que luego le cuenta a Jeffrey para ponerlo en el camino de mirar, de saber. Jeffrey viene a ser un puente entre dos mundos, entre lo doméstico y lo tenebroso. Hasta puede verse como un enviado de Sandy al otro lado de las cosas (del espejo). Para que le cuente. A la vuelta. Las cosas que ha visto. Pero nadie mira -lo que se dice mirar- impunemente.


Al final de la película, la cámara sale de la oreja de Jeffrey y lo descubrimos instalado en el sueño de Sandy, donde han vuelto los pájaros, pero el petirrojo devora un escarabajo (esos que la cámara nos descubría en el césped con su fragorosa actividad): normal, el sueño de Sandy es inseparable de su horroroso envés.


Lynch comentó alguna vez que se considera más un ingeniero de sonido que un director. Confiesa que, llegado el momento de rodar una escena, a menudo prefiere escucharla que verla, así aprecia mejor las notas falsas.


A menudo, en su cine, la oreja requiere al ojo, la escucha llama por la mirada, y hasta (nos) la incendia.

17/11/11

Lecciones de silencio



Cuando estuve en el Metropolitan delante de la Magdalena de las dos llamas, me hubiera gustado fingir que vivía en Nueva York e ir al museo esa mañana sin otro apremio que pasar un rato con la tela de La Tour y, si no fuera por lo gravoso que le iba a resultar, habría llamado al maestro para contarle, Atlántico mediante, lo que veía y que me contara lo que él había visto, que es una forma de ver juntos a través del tiempo.


Ayer, cuando encontré sin buscarlo este hermoso texto de Pascarl Quignard sobre La Tour en una librería de Santiago, lo abrí y leí en la página 11 que en 1600, un niño de siete años, mientras permanece ante un horno de panadero, ignora que va a consagrar la vida a eso: a poner al hombre frente a sí mismo con la ayuda de una llama, quise llamar al maestro para hablarle del libro que tenía en las manos, como aquel niño de La Tour alumbra a San José en la carpintería.


Por un momento la memoria suspendió sus funciones y me dejó pensar que podía llamarlo y leerle una líneas y anticipar un encuentro para seguir hablando de La Tour. Fue un instante apenas, pero qué vívido... Unas horas después, mientras comíamos un arroz delicioso en O Tamboril,  le conté a Ángeles ese hiato de olvido, y  recordamos que ella se empeñaba en poner cuatro platos de postre cuando cenamos con Esther una noche del verano pasado. Entonces Ángeles sonrió: "Eso es que el maestro anda por aquí, aún no quiere irse de nuestro lado".


En las horas lentas del insomnio que pasé con el libro de Pascal Quignard tenía  la sensación de leerlo en compañía y aun de que el maestro lo leía por encima de mi hombro, y apuntaba alguna que otra nota a pie de página sobre la Magdalena ante el espejo. El fuego no sólo marcó la infancia del hijo del panadero; en la obra de La Tour también hubo un antes y un después de 1638, el año del pavoroso incendio de Lunéville, en la Lorena arrasada por las tropas francesas durante la guerra de los Treinta Años. Arden el taller y la obra del pintor; la mitad de las telas que La Tour pintó en toda su vida se convirtieron en cenizas. En los caminos que conducían a la ciudad -cuenta un cronista- se podía leer a la luz de las llamas aquella noche oscura. No hubo más telas diurnas para La Tour; desde aquella fecha hasta su muerte el 30 de enero de 1652, se convirtió, en palabras de Pascal Quignard, en el maestro de las noches. El maestro de las miradas a los adentros. Como miran todas sus Magdalenas penitentes, como esta Magdalena del candil:


A la luz de las velas de La Tour, escribió John Berger, todas las formas iluminadas pueden ser apariciones; lo sabemos bien los que crecimos en aquel tiempo cuando la luz se iba cada dos por tres y había que alumbrar las noches con candelas Y cada cuadro deviene una plegaria. En la noche del alma del pintor. Todos los personajes de las telas de La Tour, escribe Pascal Quignard, callan ante su propia historia, como callamos ante nuestra propia vida mientras las contemplamos. ¿Qué ilumina La Tour con las velas? ¿Que escuchamos en esas noches? ¿Qué vemos en esos cuadros?

Son lecciones de silencio, me apunta el maestro.  

18/2/10

La habitación 1520



Hace una semana vi Liverpool (2008), la película de Lisandro Alonso. Y me recordó Paris, Texas (1984) de Wim Wenders. Aquí, un lugar perdido en medio del desierto en la frontera entre Méjico y EEUU; allí un lugar perdido en los confines australes del mundo, una aldea perdida a unas horas de Usuhaia. En cada una, un hombre con una herida abierta en el pasado -una ausencia de cuatro años en Paris, Texas y una ausencia de veinte años en Liverpool- y una quiebra íntima, una historia de padres e hijos, y corazones rotos. Y ambas películas transitan el territorio del melodrama. Así que Liverpool es como Paris, Texas pero, por decirlo de una vez y en pocas palabras, sin la escena del peep show.


Es decir, en Liverpool el pasado se revela como un agujero negro -de veinte años- al que apenas podemos asomarnos a través de algunos rastros en la nieve, y en la desolación. Lo que aflora en el curso de Paris, Texas a través de la última escena del peep show -aunque no sólo ahí-, yace enterrado en Liverpool.


Ambos filmes representan la cara y la cruz del cine moderno, o mejor, el itinerario entre la recuperación de la esperanza en el relato y el fin de la confianza en lo que un relato puede contar. En Paris, Texas, Travis recuperaba las palabras como portadoras de sentido que le permitían reunir a su hijo con su madre y le permitirán recomponer quizá los pedazos de su historia. En Liverpool, Farrel desaparece en la nieve sin dejar tras de sí nada que lo recuerde -su madre ya no lo reconoce por más que el repita "soy Farrel"-, apenas un llavero que quizá su hija pierda cualquier día o bien olvide quién se lo dio. En Paris, Texas, la emoción nos consuela; en Liverpool, la desolación nos lacera y apenas si podemos sentir compasión por tanto desconsuelo, como en esa escena conmovedora y dolorosa entre madre e hijo, en las que las palabras son definitivamente inútiles.

Lisandro Alonso

Quizá entre una y otra película ha transcurrido algo más que un cuarto de siglo, en el curso del tiempo ha quebrado la convicción a propósito del sentido de las historias en nuestro mundo que Wenders había conseguido sostener en Paris, Texas por última vez. La certidumbre de que al menos había un hogar al que regresar ha acabado y Lisandro Alonso levanta acta de la clausura (del sentido) en Liverpool. Y quizá hemos vuelto a ver Paris, Texas para recuperar aquel momento en que Wenders restauraba, siquiera frágil y provisionalmente, la promesa del cine como las mil y una noches de nuestro tiempo, y reconciliaba el cine europeo con el americano, justo en el momento en que cuajaba el mito de la Muerte del Cine, de la desaparición del cine como comunidad de espectadores que encontraban en la pantalla quizá una cristalización del sentido, quizá un consuelo, quizá un remedio efímero de los estragos del tiempo.


No sé cuántas veces habremos visto Paris, Texas. Aún recuerdo la crónica de Ángel Fernández-Santos en El País donde daba cuenta de la acogida de la película cuando se estrenó en el Festival de Cannes de 1984, la memorable ovación que reunía -y rendía- a crítica y público al terminar la proyección de una película a la que saludó desde el primer momento como un clásico moderno. Paris, Texas ganó la Palma de Oro e inspiró uno de los más bellos textos a Serge Daney en la que aventura una pequeña teoría de las emociones. Muy pronto, Anagrama editó las Crónicas del motel de Sam Shepard que puede considerarse el germen literario de la película, o mejor, un territorio del que partieron Shepard y Wenders cuando empezaron a trazar un posible desarrollo del guión de la película. Diez años después del estreno de Paris, Texas encontré en la Livraria Leitura de Porto un libro editado por Road Movies Filmproduktion, la productora de Wenders, que recogía un fotograma de cada plano -desde el primero al último- de la película y lo tuve mucho tiempo a mano y a menudo recorría sus páginas hasta casi -o sin casi- aprendérmela de memoria. Por esas mismas fechas editaron otro libro con las fotos que Wenders había hecho mientras preparaba el filme bajo el título de Escrito en el oeste.




Durante 1983 el cineasta viajó por el oeste americano en busca de localizaciones para la película y tomó fotografías con una cámara de medio formato (6x7) que fijan su encuentro con los paisajes de los filmes de John Ford, Raoul Walsh o Anthony Mann que amaba y sobre los que ya había escrito en ocasionales textos críticos durante su periodo formativo diez o quince años antes. Para Wenders esas fotografías representaban una herramienta de exploración del territorio en el que se iban a mover los personajes, pero sobre todo era una forma de recibirlo, de aprehenderlo, de escucharlo: Antes de ver la imagen, sientes que viene hacia ti, oyes su llamada. En ocasiones los paisajes se mueren por contarte sus historias. En fin, durante años, me rodeé de todo lo que encontraba a propósito de Paris, Texas. Y con el tiempo se convirtió en mi última película favorita de Wim Wenders, con Alicia en las ciudades y En el curso del tiempo. Ya hablé una vez aquí de lo que significaron esas dos películas para algunos de mi generación, pero en aquella entrada me referí en especial a Alicia...


En Campo Santo, descubrí que a W. G. Sebald le gustaba mucho En el curso del tiempo y más de veinte años después de haberla visto recordaba vivamente cuánto le había conmovido aquel día de mayo de 1976 en un cine de Munich y cómo se había ido a casa caminando en la tibia noche con las imágenes de la película de Wenders que seguían proyectándose en su cabeza: una balada en blanco y negro sobre dos hombres, ninguno de los dos sabe muy bien adónde va... Uno de esos hombres, recuerda Sebald, se llama Bruno Winter y conduce un camión a lo largo de la (desaparecida) frontera entre las dos Alemanias, reparando proyectores en los viejos cines que ya casi nadie frecuenta. Entre otras cosas, la película de Wenders es también una elegía sobre el cine, o mejor sobre la experiencia del cine tal como lo conocimos. En ese viaje de Bruno por la frontera lo acompaña Robert Lander, interpretado por Hans Zischler del que ya hablamos aquí a propósito de su libro Kafka va al cine.

Hans Zischler (Robert Lander), a la dcha.,
y Rudi Vögler (Bruno Winter)

Sebald recuerda especialmente la secuencia en que Bruno conduce en la noche una moto con Robert en el sidecar por una carretera vacía, una secuencia muy hermosa, casi ingrávida. Quizá de una forma más lírica y radical, En el curso del tiempo representa una película-emblema de Wenders, de un cineasta que nos deslumbró a mediados de los setenta y en los primeros ochenta, que filmaba los paisajes, los niños y los jóvenes perdidos con una mirada a la vez pudorosa y cálida, el cineasta que hacía las películas que nosotros nos moríamos por hacer, películas que escribía mientras rodaba con un equipo reducido y habitual en la carretera: las road-movies soñadas mientras conducíamos carretera adelante en busca de nosotros mismos. O dicho de otra forma, esas road-movies de Wenders representaban una correspondencia poética con los paisajes de los westerns de Ford, una poética de los errantes que de una u otra forma -aun sedentaria- llevábamos dentro -aun anestesiados-. Donde acababa Centauros del desierto empezaban las películas de Wenders, un europeo, pero que había amado el cine amando el cine americano. Y a principios de los ochenta Wenders se fue a América. E hizo Paris, Texas.

Wim Wenders

Y hoy, cuando ya habían transcurrido unos diez años sin verla, las lágrimas acudieron como la primera vez en media docena de escenas que forman parte de la película que uno proyecta en su interior con los momentos memorables de nuestra escuela de los domingos. Nada que extrañar, por otro lado, si pensamos que Paris, Texas es un melodrama, todo lo pudoroso que se quiera pero melodrama, en la misma medida en que Liverpool se construye con los mimbres del género, sólo que sin llegar a trenzarlos lo suficiente como para atrapar la emoción que podrían destilar. Hay melodramas trasparentes y melodramas opacos. Ni Paris, Texas es totalmente transparente ni tampoco Liverpool totalmente opaco. Pero uno y otro melodrama están cerca respectivamente de la transparencia y de la opacidad. Si el melodrama es el arte de las lágrimas y hay melodramas que van en busca de ellas como del Grial, podríamos decir que Paris, Texas, simplemente les hace un hueco, entre un plano y otro, o las puertas de un plano general o a la vuelta de él.

Sam Shepard

Paris, Texas surgió gracias al encuentro de Wim Wenders y Sam Shepard en los estudios Zoetrope de Coppola en Los Ángeles. A partir de los textos de Crónicas del motel, desarrollaron un breve tratamiento que se iniciaba con un hombre que aparecía en un lugar perdido del desierto de Arizona y del que nada sabemos. El guión de Paris, Texas antes de empezar el rodaje apenas si era una serie de escenas que amojonaban el itinerario de Travis, el protagonista, un errante -como lo era el Ethan Edwards de Centauros del desierto-, el hombre que surgía en medio de la nada, encontraba a su hijo, aprendía a ser padre y reunía al hijo con su madre. La película se rodó siguiendo la continuidad narrativa, por orden cronológico, es decir, se rodaban antes las escenas que acontecían antes y se rodaban después las que sucedían más adelante. En realidad, Paris, Texas se hacía y se escribía y se reescribía y se rehacía a medida que se rodaba, en la carretera, por algo es una road-movie. Wenders seguía siendo Wenders por más que cambiara de continente. Pero digámoslo ya, el cine de Wenders, o mejor, aquel cine de Wenders contaba con Robby Müller en la dirección de fotografía y Peter Przygodda en el montaje, los creadores de la imagen y el compás con que llegaba a nosotros la puesta en escena del cineasta. Y su contribución nunca se subrayará bastante. Sobra decir que una de las señas de identidad de Paris, Texas fue la música de Ry Cooder, desgraciadamente tan gastada de tan oída que deviene, al principio -alguna vez que otra-, el único elemento molesto del filme en los nuevos visionados. Otra colaboradora en la película fue la ahora prestigiosa cineasta francesa Claire Denis como ayudante de dirección.

En un lugar en medio de ninguna parte...

Travis, el errante

Travis, el ausente

Travis, el padre

Entre las escenas que Sam Shepard escribió antes de marcharse -para cumplir compromisos profesionales previos- se encuentran las escenas iniciales y, en particular, aquellas que nos muestran la estancia de Travis en casa de su hermano Walt. Es decir, las escenas que nos presentan al errante y las primeras aproximaciones entre Travis y su hijo Hunter después de cuatro años sin verse, la mitad de la vida del niño se subraya. Padre e hijo intercambian las primeras miradas de mutuo reconocimiento durante la proyección de un super 8 rodado por Walt antes de que Travis desapareciera y antes de que Jane, su mujer, abandonara a Hunter en casa de sus tíos.



Una película doméstica -rodada en realidad por el propio Wenders- representa la primera emergencia del pasado a través de la herida de la ausencia, un verdadero poema dedicado al cine como embalsamador del tiempo, y, más concretamente aquí, del tiempo de la felicidad.


Cabe añadir que una fotografía de un lugar perdido -Paris, Texas- representa un amuleto de Travis, el hombre perdido en busca de su identidad y que se aferra a esa imagen que encierra lo que Pascal Quignard llama la escena secreta, ese momento en que sus padres lo concibieron, el mito del origen como la casa de la memoria, como el único hilo del que sujetarse en el laberinto de la existencia en el que Travis se ha extraviado.



Y unas imágenes de fotomatón son las únicas que prueban la existencia de una familia que unía a Travis, Jane y Hunter antes de que la vida los separara; unas imágenes que Travis entrega a Hunter como si de una promesa se tratara, una promesa que él sabe rota de antemano, como Ethan Edwards se sabe condenado a vagar lejos, pero al menos tendrá una memoria que lo redima y lo cobije como último refugio, porque la transmisión padre-hijo, por precaria y frágil que sea, se ha consumado. Y de esa precariedad (del instante) y de la frágil belleza (del cine) nace la emoción, cuando la película anula la distancia entre la pantalla y nuestro corazón mediante ese travelling interior del que hablaba Serge Daney, esa emoción que emerge cuando adivinamos de repente algo que estuvimos a punto de perdernos entre un plano y otro. Como en ese momento en que Travis llega a una encrucijada, tras la primera escena en el peep show, y duda sobre qué dirección tomar, y es Hunter quien, como quién no quiere la cosa, le indica "a la izquierda"


Las escenas en que Travis y Hunter se van acercando resultan modélicas en cuanto la conquista de la intimidad se conjuga mediante distancias y tiempos, planos y montaje, puro cine que apenas necesita de las palabras para cuajar en nuestro interior. Y padre e hijo se echan a la carretera para buscar a Jane. En el camino, es el niño el que le cuenta a Travis el origen del mundo y le explica el viaje de la luz como si le orientara, en el universo donde aún no encontró su lugar. Y cuando localizan a Jane, como a Travis, al director le entró el vértigo, mientras aguardaba por los diálogos de Sam Shepard, que escribía a partir de un tratamiento que Wenders le había enviado (donde figuraba el peep show como decorado cardinal en el último acto de la película); un tratamiento que el director pergeñó durante una interrupción del rodaje en Los Ángeles, donde vive Hunter con Walt y su mujer como hogar de acogida.


No era la primera vez que Wenders interrumpía un rodaje para recuperar el sendero perdido de la historia o para extraviarse mejor. Él mismo contó cómo durante el rodaje de En el curso del tiempo se quedó en blanco durante dos o tres días en un hotel de carretera, con el equipo por allí, entreteniendo las horas perdidas, esperando a que encontrara la derrota de la película. Pero son esas derivas y extravíos lo que definen el mejor -y el más intenso y arrebatador- cine que Wenders ha rodado nunca. Pero esta vez contó con la ayuda de Sam Shepard que escribió para Travis y Jane dos de los monólogos más hermosos que se hayan filmado nunca. Y Wenders contribuyó a esa intensidad con la decisión de desglosar la última escena del peep show y rodar la totalidad de los monólogos sin interrupción cada vez, así logró registrar desde los más leves latidos hasta las más íntimas convulsiones de Jane cuando escucha la historia de Travis que culmina en una conmovedora revelación.


Pero cuando llegó el momento de rodar el monólogo de Jane ya sólo quedaba una bobina de película y Nastassja Kinski tenía que irse al día siguiente para incorporarse a otra producción. Y la primera toma no fue tan buena como Wenders quería. Sólo tenían película para una toma más. Y bien, ésa es la toma que vemos en Paris, Texas. Entonces, Wenders se desmayó.



En las últimas palabras que Travis cruza con Jane le recuerda que Hunter la aguarda en el hotel Meridian. En la habitación 1520. Son las últimas palabras de Travis en Paris, Texas: habitación 1520.



"Un animal, habría que ser un animal para no conmoverse con la última escena de Paris, Texas", con estas palabras empezaba Serge Daney el texto que le dedicó a la película de Wenders después de verla (y aplaudirla) en Cannes. Para nosotros aquella habitación 1520 representa algo así como la Ítaca a la que regresar como quien vuelve si no al hogar sí a la memoria de las películas que apresaban la frágil belleza del cine y del mundo. De hecho, cifraba alguno de los temas esenciales del aquel de vivir: un viaje que lo es también hacia los adentros en busca quizá de la redención. No es casual que Wenders leyera la Odisea, que es el viaje por excelencia, justo antes de comenzar el rodaje. Paris, Texas puede y debe contemplarse también como el final de un viaje por el propio cine de Wenders que lo entronca con su propia educación sentimental. Basta recordar aquella escena de Relámpago sobre el agua en que Wenders comenta con Nicholas Ray un momento de The Lusty Men (1952) que aquél había evocado justamente en otra de En el curso del tiempo. Y cómo no recordar el final de Centauros del desierto en el final de Paris, Texas. En la habitación 1520. Donde nos aguardan el cine y las lágrimas. Y los sueños que compartíamos. No se cumplieron pero, como el protagonista de Los puentes de Madison, uno se alegra de haberlos tenido.



(No hay ninguna edición en dvd de Paris, Texas a la altura del filme, pero hay una -de Filmax- con un par de extras apetecibles: escenas eliminadas comentadas por el director, y el super 8 completo -del que sólo vemos algunos fragmentos en la película- con el monólogo de Travis, una pieza que alcanza valor cinematográfico por sí misma, podéis encontrarlo en youtube pero no se escucha la voz -o será que yo no lo conseguí-, sólo podéis leer los subtítulos en castellano, por eso no lo adjunté a la entrada.)