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27/8/15

El forastero


Una noche como esta hace 65 años. Un domingo de ferragosto en Turín. Después de la cena, el camarero del Albergo Roma, un poco preocupado porque no ha visto desde ayer al cliente de la habitación 346, se decide y va a llamar. Nadie contesta. En cuanto fuerza la puerta ve al hombre tumbado en la cama, vestido, sin zapatos. Parece dormido. No se despierta. Es Cesare Pavese. Tenía 41 años. No se despertará. En la mesilla hay un libro, Diálogos con Leucó (el que prefería de todos los que publicó). En la primera página, una nota manuscrita: Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Vale? ¡Y nada de habladurías al respecto!

Viñeta de Frédéric Pajak 
en La inmensa soledad.

Los Diálogos con Leucó inspiraron dos de las más bellas películas de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, Dalla nube alla resistenza  (1978) -la que prefiero de las suyas- y Quei lori incontri (2005).

Fotogramas de Dalla nube alla resistenza,
iluminada por Giovanni Canfarelli.
(Fragmento de Los fuegos, uno de los Diálogos con Leucó. )

Antes de tomar los somníferos (¿y un veneno?), la noche del sábado 26 de agosto de 1950 en la habitación 346 del Albergo Roma en Turín, Pavese llama (había pedido una habitación que tuviera teléfono) a una mujer. Y luego a otra. Y a otra. Y quizá a alguna más. Ninguna quiso cenar con él. Ni siquiera ir a verlo.

Constance Dowling, como Mavis Marlowe, 
en Black Angel (1946), de Roy William Neill.

La última mujer de la que se enamoró (siempre perdidamente) fue la actriz Constance Dowling, que rodó algunas películas en Italia. La había conocido a primeros de año en Roma y se pasó su última primavera escribiendo febrilmente guiones para ella -Amore amaro (Amor amargo), pongamos por caso-, y le dedicó La luna y las hogueras, y sus últimos poemas, como aquel Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. El 25 de marzo, apenas cinco meses antes de suicidarse, había escrito en su diario (El oficio de vivir):
Uno no se mata por amor a una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, inermidad, nada.
 Pavese ya había imaginado la escena de la habitación 346 en un antiguo poema:
No será necesario dejar la cama. /  Sólo el alba entrará en el cuarto vacío. / Bastará la ventana para vestir todas las cosas / con una claridad tranquila, casi una luz. / Una sombra descarnada se posará en el rostro supino. / Los recuerdos serán grumos de sombra / escondidos como viejas brasas / en el hogar. El recuerdo será la llamarada / que aún ayer mordía en los ojos apagados. 
Natalia Ginzburg evocó a Pavese en Retrato de un amigo (un texto incluido en esa joyita de libro, Las pequeñas virtudes):
Para  morir eligió un día cualquiera de aquel tórrido agosto, y la habitación de un hotel cerca de la estación: en la ciudad que le pertenecía, quiso morir como un forastero. 

21/5/13

La belleza egoísta


Creo que fue en un artículo de Ignacio Martínez de Pison donde leí que Natalia Ginzburg habló en algún texto del sacro horror que le inspiraba la autobiografía en sus primeros tiempos de escritora. Por lo visto suspiraba por ser otra: rusa en vez de italiana, hija de un príncipe o de un proletario (o ya puestos de un príncipe anarquista, como Kropotkin, digo yo), pero no de un profesor de universidad. Tenía casi cincuenta años cuando publicó Léxico familiar, una autobiografía transfigurada en historia del nido -de palabras e imágenes primordiales- de la infancia a través del cedazo de la memoria, esa montadora fantástica -en todos los sentidos- de la película de nuestra vida en la patria irrecuperable.

Natalia Ginzburg

Quizá necesitó todo ese tiempo para vencer ese sacro horror, para que la memoria fermentara  la imaginación y llegara a transfigurarse en literatura. Los textos reunidos en La pequeñas virtudes -escritos entre 1944 y 1962- pueden verse como ensayos de esa transfiguración que iba a cristalizar en Léxico familiar. Sólo que son también verdaderas joyitas, piezas cuajadas -y memorables- del arte del ensayo. Las pequeñas virtudes se publicó en 1962 -un año antes que Léxico familiar- y fue editado aquí por Alianza de bolsillo cuatro años después, con traducción de Jesús López Pacheco y cubierta de Daniel Gil, un ejemplar que no sé dónde fue a parar.


En 2002 volvió a las librerías -y a uno- editado por Acantilado con traducción de Celia Filipetto.


Mi oficio, un texto escrito en Turín durante el otoño de 1949, es una de esas joyitas que nos aguardan en Las pequeñas virtudes. Una suerte de arte poética de la Ginzburg -una autobiografía literaria a sus treinta y tres años- y uno de los mejores ensayos que haya leído nunca sobre el aquel de escribir. Se abre con visos de confesión íntima:

Mi oficio es escribir, y lo sé bien y desde hace mucho tiempo. Espero que no se me interprete mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio. 

Escribir es lo que siente que sabe hacer. A su manera. No se plantea cómo escriben otros. Escribir es su elemento. Pero sólo puede escribir historias. O sea. puede escribir ensayos o críticas o una conferencia, pero se siente una impostora, y como en un país extraño. Pero cuando escribe una historia es como estar en casa, y aun más, en la casa natal, en la aldea de la infancia.

Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no tiene nada que ver la cultura, sino la memoria y la fantasía. Este es mi oficio y lo haré hasta mi muerte.

Escribe desde niña. Desde los diez años ya sabía que escribir era su vida. Que iba a ser su vida. Y escribía. Poemas, cuentos. Como si de un juego se tratara. Hasta que un día, a sus diecisiete años, escribió un cuento y aprendió la diferencia entre escribir y escribir de verdad.

Descubrí entonces que uno se cansa cuando escribe algo en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir algo en serio así, a la ligera, como quien escribe con una sola mano, como de pasada. No se puede salir del paso como si nada. Cuando uno escribe algo serio, se mete dentro, se hunde hasta el fondo y, si tiene sentimientos muy fuertes que inquietan su corazón, si es muy feliz o muy infeliz por algún motivo, digamos terrenal, que no tiene nada que ver con lo que está escribiendo, entonces, si cuanto escribe es válido y digno de vivir, cualquier otro sentimiento se adormece en él. Uno no puede esperar conservar intacta y fresca su querida felicidad, o su querida infelicidad, todo se aleja y desaparece, y se queda sólo con su página, no puede subsistir en uno ninguna felicidad y ninguna infelicidad que no esté estrechamente ligada a esa página, no posee nada más y no pertenece a otros, y si no le ocurre eso, entonces es señal de que su página no vale nada.

Quizá nadie como la Ginzburg ha desvelado los hilvanes de la fantasía en el tejido de la memoria, la entraña doliente de la escritura y la exigencia inclemente de la poesía.

Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, nuestra memoria actúa con más brío. El sufrimiento hace que la fantasía se vuelva débil y perezosa; funciona pero con desgana y languidez, con los movimientos débiles de los enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros doloridos y febriles; nos cuesta apartar la vista de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos embarga. En las cosas que escribimos afloran entonces, continuamente, recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de continuo y no conseguimos imponerle silencio. Entre nosotros y los personajes que inventamos entonces, que nuestra fantasía languideciente consigue, no obstante, inventar, nace una relación particular, tierna y como materna, una relación cálida y húmeda de lágrimas, de una intimidad carnal y asfixiante. Tenemos raíces profundas y dolientes en cada ser y cada cosa del mundo, del mundo que se ha poblado de ecos, de estremecimientos y sombras, y una piedad devota y apasionada nos une a ellas. Nos arriesgamos entonces a naufragar en un lago oscuro de agua muerta y estancada, y arrastrar con nosotros las criaturas de nuestro pensamiento, dejarlas perecer con nosotros en el remolino tibio y oscuro, entre ratas muertas y flores putrefactas. Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no conseguimos obtener todo esto junto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital.

Escribir figura, entonces, una bestia omnívora. No le hace ascos al horror que podamos esconder ni se priva de lo excelso que podamos abrigar. Es una criatura insomne que nos metaboliza sin tregua. En silencio o con estrépito. A traición o con aspavientos. De por vida.

Ahora bien, cuidado: no es que uno pueda esperar consolarse de su tristeza escribiendo. Uno no puede abrigar la ilusión de que el propio oficio lo acaricie y acune. En mi vida hubo domingos interminables, desolados y desiertos, en los que deseaba ardientemente escribir algo para consolarme de la soledad y el aburrimiento, para ser acariciada y acunada por frases y palabras. Pero no hubo manera de que me saliera una sola línea. En estos casos, mi oficio siempre me rechazó, no quiso saber nada de mí. Porque este oficio no es nunca un consuelo o una distracción. No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de azotarnos hasta hacernos sangrar, un amo que grita y condena. Nosotros debemos tragar saliva y lágrimas, apretar los dientes, secar la sangre de nuestras heridas y servirlo. Servirlo cuando él nos lo pide. Entonces nos ayuda también a mantenernos en pie, a tener los pies bien asentados sobre la tierra, nos ayuda a vencer la locura y el delirio, la desesperación y la fiebre. Pero quiere ser él quien manda y se niega siempre a prestarnos atención cuando lo necesitamos.

Bastan unos pocos párrafos como estos espigados de las cardinales veinte páginas de Mi oficio (en la edición de Acantilado que cito) para revelar cómo escribir deviene un oficio para cautivos de la belleza egoísta.