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23/11/13

Un paraíso, el infierno


Paraíso infernal. El título portugués de Sólo los ángeles tienen alas le sienta como un guante a la reseña de Bénard da Costa agavillada en ese libro suyo -y de nuestra cabecera- Os filmes da minha vida. Película de nuestra vida también, cada vez que vuelvo a verla más me asombra.


Me asombra que semejante título, advirtiendo de nuestra terrenal condición -tan precaria, tan humilde, tan desvalida (tan baja aquí abajo)- en absoluto menoscabe el vuelo del cuento (que nos transporta), la promesa de la aventura (que nos encandila), el sueño del cine (que nos cobija) con sus imágenes. Me asombra el sentimiento de paraíso que contagia una película que despliega ante nuestro ojos el infierno de Barranca.


Y ahí radica la maravilla de Hawks, en declinar un infierno existencial con los visos de un paraíso fílmico. La muerte se presenta a cada vuelo en aquel no man's land y se cobra la vida de los pilotos.


Hasta se cobra la vida de Kid (Thomas Mitchell), el amigo de Geoff (Cary Grant) -una de las más bellas historias de amor entre hombres filmada nunca-, uno de los más adorables personajes que hayan transitado por una pantalla, cuya muerte deviene uno de esos momentos perdurables de la historia del cine.


Pero es más, Barranca puede verse como un agujero negro enterrado en los Andes. De allí no sale nadie. Devora las vidas como un dios insaciable e insomne. Cabe imaginar, como sugería Bénard da Costa, un rótulo a modo de aviso a navegantes: quien entre aquí que pierda toda esperanza. Como el propio título: los ángeles tienen alas... los hombres, no. Olvídate, pues, estás perdido de todas todas. 

El set de Barranca en la secuencia inicial
de Sólo los ángeles tienen alas.

A Bonnie Lee (Jean Arthur) le lleva toda la película descubrirlo, como a nosotros (como nosotros, ella llega a Barranca cuando comienza Sólo los ángeles tienen alas).  Y quedándose (en el infierno) descubre quién es: la chica que bajó del barco es una desconocida para mí, confiesa cuando aun no sabe que ya nunca saldrá de allí. Los ángeles vuelan, los hombres mueren.


Y aprenden que la muerte es el único vuelo que otorga sentido al aquel de vivir. Eso vemos en la pantalla, eso nos pone Hawks delante de los ojos. Pero la mirada se olvida de lo que ve. ¿El infierno?, un paraíso.


Y eso que -tiene toda la razón Bénard da Costa- ese bar de Barranca donde transcurre el noventa por ciento de la película, es una metáfora infernal, y Cary Grant encarna a un Hades. (Y si no infierno, por lo menos antesala de aquel averno andino).


Ese bar -teatral e irreal (alucinantemente irrealista, escribe Bénard da Costa)- se transfigura en el corazón del filme más teatral e irrealista, iluminado por Joseph Walker, que nunca haya filmado Hawks -brumas, decorados, maquetas (otra vez Bénard da Costa abre un sugestivo pasaje: como si de un filme de Sternberg se tratara; de hecho, lo escribe Jules Furthman, el guionista de Los muelles de Nueva YorkMarruecos o El expreso de Shanghai)-. Y quizá también -aun tramando una compleja telaraña de relaciones entre los personajes- uno de los más limpios, leves -y vivos- de todos sus filmes. He ahí la alquimia: la teatralidad como condición de la transparencia. El artificio, horma de la claridad.


Pero si, además, está película -que enhebra con humor una historia de amor y aventura- impresiona nuestra mirada con el fulgor del coraje que destella sobre tan hondas negruras, entonces casi -o sin casi- podemos hablar de milagro.


O dicho de otra forma, que semejantes asuntos no se transfiguren en una película sombría -oscura como la negra sombra- habla a las claras del genio de Hawks.

26/9/13

En las redes del pasado



Continuamos (perdidos aún) en el laberinto de los espejos. Los 85 minutos que conocemos de La dama de Shanghai (1948) pueden considerarse como los restos de una masacre. El primer montaje de Welles que llegó a ver Harry Cohn, el patrón de la Columbia, era una película de dos horas y media. Dicen que el mandamás llegó a ofrecer mil dólares a quien fuera capaz de contarle de qué iba la película. Nunca llegaremos a saber cuál era La dama de Shanghai que Welles había imaginado y, muy probablemente, las bobinas desechadas hayan sido destruidas, así que nunca veremos esas imágenes, perdidas para siempre en el limbo del cine. Quizá por eso Welles firma la película con un crédito extraño (con el dirigido por también en el limbo).


A pesar de todo, Welles respetaba a Harry Cohn. Era un tirano, pero ni por asomo un impostor o un hipócrita. Era un tipo que daba la cara y tomaba decisiones, muchas discutibles y aun groseras, pero sin dobleces. Y lo curioso del caso (Cohn), quienes más lo respetaban eran justo los independientes -o los cineastas más celosos de su independencia- como Welles. O Fritz Lang. En ese memorable libro-entrevista de Bogdanovitch con el director de Los sobornados, contaba una anécdota (que se hizo famosa) a propósito de Harry Cohn. Un día, el jefe de la Columbia invitó a Lang a un pase en el estudio de la película de otro director. Al acabar la proyección, Cohn se levanta, va hacia la pantalla, se vuelve... No se oye ni una mosca; el director, el productor y el guionista de la película esperan el veredicto del mandamás. "Es una película muy buena". Gran suspiro de alivio. "Pero..." Todo el mundo contiene la respiración. "Pero es exactamente diecinueve minutos demasiado larga". Ni el productor ni el director de la película -bajo contrato en el estudio- se atreven a abrir la boca; sólo el guionista -que no pertenecía a la plantilla de la Columbia- tuvo el cuajo de preguntarle al jefazo por qué exactamente diecinueve minutos y no quince o veinte. Harry Cohn, muy tranquilo, lo mira y sentencia: "Joven, hace exactamente diecinueve minutos empezó a dolerme el culo, y justo ahí sé que el público sentiría lo mismo". (Y  Lang le apostilló a Bogdanovich: ¡Tenía razón! Cuando al público empieza a dolerle el culo, uno sabe que lo ha perdido. Pero en realidad la anécdota quería ilustrar un comentario sobre la duración: cuánto se puede estirar una escena o cuánto tiempo se puede mantener la tensión.) Cabe conjeturar que cuando vio aquel primer montaje de La dama de Shanghai, a Harry Cohn le había empezado a doler el culo hacía sesenta y cinco minutos. En la secuencia de la feria de atracciones, que precede al clímax en el laberinto de los espejos, las tijeras podaron sin tasa. A Welles le dolieron especialmente los cortes en "la casa de los locos", donde trabajó durante una semana -noches sin dormir después del rodaje de cada día- pintando él mismo su "gabinete del doctor Caligari"; una escena reducida a la mínima expresión en el montaje final.


Con todo, qué duda cabe, también le debemos La dama de Shanghai a Harry Cohn. Pero sobre todo se la debemos a Rita Hayworth; sin ella sería otra película, la que Welles había imaginado: una película de serie B, rodada en localizaciones reales de Nueva York, con un presupuesto y plan de rodaje reducidos, y sin estrellas. La protagonista sería Barbara Laage, una actriz francesa, a la sazón novia de Welles -separado de hecho de Rita Hayworth (pero aún no divorciado)-; para ella escribió Orson Welles el papel de La dama de Shanghai.

Barbara Laage en 1946, cuando Welles 
preparaba La dama de Shanghai
(Fotografía de Nina Leen.)

Cuando Rita Hayworth se enteró de que Harry Cohn había contratado a Welles para dirigir la película, presionó para protagonizarla; y no tuvo que esforzarse demasiado, a esas alturas -después de Gilda (1946)- era la gran estrella de la Columbia. Se empeñó en rodar La dama de Shanghai para estar cerca de Welles y conseguir la reconciliación. La película deviene en gran medida un espejo de lo que acontecía detrás de la cámara. Podemos escuchar líneas de diálogo como ecos de la propia intimidad del cineasta y la actriz: Cómo vas a cuidar de mí si no sabes cuidar de ti mismo, le dice Elsa Bannister (Rita Hayworth) a Michael O'Hara (Orson Welles) mientras bailan en un garito de Acapulco.


Dicen que Rita Hayworth trabajaba embelesada con Welles (convencida de que con él jamás podría equivocarse). Pero no sólo ella. Para cualquier actor, el cineasta era una garantía de soberbias interpretaciones: los actores nunca estaban mejor que cuando trabajaban con Welles. Para un actor no había público comparable a Welles. El cineasta sacaba lo mejor de ellos porque se sentían completamente libres, sabedores de su compromiso apasionado con los actores. Welles era un espectador maravilloso -y maravillado- del trabajo de los actores. ¿Cuándo estuvo mejor Everett Sloane sino como el arácnido Arthur Bannister?


¿Cuándo estuvo mejor Glenn Anders sino como el sudoroso y diabólico Grisby?


¿Y qué decir a propósito del vértigo que desprende ese picado sobre los dos personajes en primer plano y las rompientes al fondo en los cantiles de Acapulco, y Grisby desapareciendo por el borde inferior del escuadre, como si se despeñara? (En realidad, es Michael O'Hara quien empieza a caer en la telaraña que teje Elsa Bannister.) A Welles le costaba desprenderse de cualquier película que rodaba y la estaría montando mientras viviera, como si de un work in progress se tratara, pero cada vez que uno vuelve a ver sus películas siente el goce con que rodaba cada plano, sobre todo en exteriores, porque en localizaciones reales eran más propicios los accidentes o imprevistos inspiradores, que devenían un reto estimulante.


Si Hitchcock detestaba los exteriores porque odiaba las sorpresas en los rodajes, Welles disfrutaba los exteriores porque suspiraba por las sorpresas. El goce que desprenden esos travellings por Acapulco... Con Elsa Bannister y Michael O'Hara paseando junto a los soportales bajo cuyas arcadas vemos cenar a los lugareños...


O la cámara desplazándose bajo las arcadas mientras acompaña la huida de Elsa Bannister (travellings que tendrán su eco en Sed de mal).


Hubo tres directores de fotografía en la película: Charles Lawton (a quien le debemos también la iluminación de El tren de las 3 y 10 de Delmer Daves, que habrá que traer a la escuela alguna vez), el único que aparece acreditado en La dama de Shanghai; Rudolph Maté -fue la última película que iluminó el colaborador de Dreyer en Vampyr-, el director de fotografía preferido de Rita Hayworth (el de Gilda); y Joseph Walker, que había iluminado Sólo los ángeles tienen alasLuna nueva de Hawks o La pícara puritana de McCarey. Unos colaboradores de lujo para alguien como Welles, un maestro de la iluminación él mismo. Cuentan que en Citizen Kane (su primera película) Welles le indicaba a un director de fotografía tan grande como Gregg Toland dónde debía colocar las luces. A aquel cineasta primerizo no se le pasaba por la cabeza que no era ésa su función. A Toland le encantaba aquel desparpajo (y les prohibió a los ayudantes, ya veteranos, que le reprocharan a Welles inmiscuirse en la iluminación), porque -decía- sólo se puede aprender algo de alguien que no sabe lo que no se debe hacer. ¡Bendito Gregg Toland!


Creo que fue Bogdanovich quien dijo que Welles fue -siempre- un revolucionario porque era -y nunca dejó de ser- un aficionado, un amateur; él, que tanto valoraba la profesionalidad, pero -gracias a los dioses lares del invento de los Lumière- el genio que llevaba dentro descosía las costuras del gran profesional que muy bien podría haber sido. La gran paradoja (de un revolucionario del cine) era que añoraba el sistema de los estudios, porque sólo una fábrica -como la Columbia, pongamos por caso (con tipos como Harry Cohn)- que producía 40 o 50 películas al año se podía permitir una de Welles. Una película retorcida y sombría, compleja y extraña, grotesca y fascinante como La dama de Shanghai. (Pródiga en esos ecos oscuros que volverán a escucharse en filmes tan obsesivos y delirantes como Kiss Me Deadly, de Aldrich.) Puedes no entenderla -a la primera o a la segunda (o perder una y otra vez el hilo argumental)- pero no puedes quitarle los ojos de encima.


La dama de Shanghai te atrapa en la telaraña de su cine como Elsa Bannister a Michael O'Hara en las redes del pasado, un pasado que esta ahí, presente en su misma imposibilidad de evocarlo, en el agujero negro de un flashback imposible.


Cuando se estrenó la película, Rita Hayworth y Orson Welles ya se habían divorciado. En La dama de Shanghai vivieron juntos por última vez.


¿Sabes?, la única felicidad que he tenido en la vida te la debo a ti, le dijo Rita Hayworth a Orson Welles. Aquella confesión sólo podía dolerle al cineasta: Si aquello fue felicidad...