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20/7/14

El almuerzo en la hierba


La verdadera vida, 
la vida al fin descubierta y dilucidada, 
la única vida, por lo tanto, realmente vivida 
es la literatura.
(Proust, El tiempo recobrado.)

Veo a Ángeles con El tiempo recobrado en las manos, apurando las páginas, y se acaba el viaje del Tiempo perdido. Un día, dos como mucho, y punto final. Desde mediados de marzo vive en la constelación de Proust. Hace un rato me leyó el pasaje que se abrocha con los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido.


Cuando terminó de leer A la sombra de las muchachas en flor, probó a darse una tregua -tan intensa resultaba la experiencia- con una novela negra (no recuerdo ya si con El exterminio de Jim Thompson o Yibuti, la última de Elmore Leonard). Imposible. No hubo forma; apenas leyó unas páginas y volvió a Proust. Atrapada en el Tiempo perdido.


Y así hasta hoy. Y así será -seguro- hasta la última línea de El tiempo recobrado. Vamos a recordar estos meses del Tiempo perdido. A mí me duró años: salía de cada libro como de una fiebre, necesitado de una larga convalecencia, y volvía al siguiente recuperado para la ardentía; y más de una vez, tras una interrupción de un par de semanas o de años, releía el anterior, y aun Por el camino de Swann, como quien recae en un vicio:

Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

Echaré de menos sus "escucha esto"  o "esto te va a gustar" o "seguro que te acuerdas de esto" o "lo que más me gusta de Proust es cuando escribe cosas como ésta"... y me leía una línea, un párrafo o una página entera.

...en nuestra memoria encontramos de todo; es una especie de farmacia, de laboratorio químico, donde tan pronto ponemos la mano en una droga calmante como en una droga peligrosa. (La prisionera.)

Ilustración de Wesley Merritt.

Creo que nunca nada (que haya leído) la exaltó tanto como algunos momentos vívidamente vividos donde germinan los más sutiles cardiogramas en la escritura del Tiempo perdido, ese tejido sensible que desprende la cualidad táctil de unas arruguitas en el alma y en la piel de las cosas, y traduce los signos trazados en el palimpsesto de la memoria, en el aquel de alumbrar la fontana primordial de la experiencia, el aprendizaje de la verdad.


Llevo casi medio año sin preocupaciones en mi responsabilidad de librero de Ángeles. Qué va a pasar cuando acabe el Tiempo perdido. Qué le voy a poner en las manos. Cómo facilitar a la cautiva una salida (sin traumas) de la constelación Proust. Ésa es una Transición , y no la otra, que tantas bocas llena (hasta la náusea). Veo a Ángeles con El tiempo recobrado en las manos. y... queda ya tan poco.  ¿Y entonces qué?

Yo digo que la ley cruel del arte es que las personas mueren y también nosotros moriremos, apurando todos los padecimientos, para que crezca la hierba, no la del olvido, sino la de la vida eterna, la hierba prieta de las obras fecundas a las que las generaciones futuras acudirán, jubilosamente, sin preocupación por los que duerman debajo, a celebrar su “almuerzo en la hierba". (El tiempo recobrado.)


¿Qué almuerzo en la hierba le prepara uno ahora? Ganas me dan de dimitir de librero. Pero aun más de volver a Proust.

6/8/13

De Carlos Marx a David Simon vía Dublín


En febrero de 1946 -dos años antes de morir-, Eisenstein tuvo un infarto y pensó que la palmaba, con tal certeza que ya consideró el tiempo restante sólo como una posdata. Y empezó a escribir sus memorias. Las tituló Yo! Así, en español. Un título donde resuenan la nostalgia de los días de ¡Que viva México! y ecos de los poemas egotistas Maiakovski.

Eisenstein en Méjico. Fotografía de Agustín Jiménes en 1931. 
El cineasta se veía -y se gustaba- en este retrato 
con una sonrisa a la Gioconda.

Unas memorias que brotaban a modo de flujo -o mejor, de torrente- de conciencia, mirándose en el espejo de uno de sus libros favoritos: Hace mucho tiempo que conozco y amo el "Ulises", escribe; y ya en las primeras páginas podemos leer: Joyce es un verdadero coloso. En la escuela de cine de Moscú, Eisenstein les hablaba a sus alumnos del Ulises y seleccionaba algunos fragmentos para los ejercicios de guión. Conocer a Joyce figuraba en los anhelos del cineasta. Tenían mucho de qué hablar.   

Eisenstein en París.  Fotografía de Man Ray en 1929.

Eisenstein casi se deja la vista en el agotador montaje de Octubre (1928). En su diario anota que después de aquello sólo podría filmar El Capital y se fue a descansar con un libro debajo del brazo. ¿El de Marx? Qué va, el Ulises. El 8 de marzo de 1928 anota que le está dando vueltas a la estructura de una película sobre El Capital, por ejemplo describir minuciosamente la jornada de un hombre narrada a la manera de un esbozo que da origen a digresiones... como pretexto para el desarrollo de las ramificaciones de la naturaleza asociativa de todas las fórmulas, generalizaciones y de los postulados sociales de la obra de Marx. Pongamos por caso, partir de un botón de un vestido y llegar al tema de la superproducción. Y toma como referencia un capítulo del Ulises de Joyce donde a propósito de cómo encender una lámpara de queroseno se despliegan  respuestas de orden metafísico. Un mes después sigue anotando ideas en torno a la estructura de El Capital en términos de ensayo visual, a través del choque de imágenes -el tranvía eléctrico en Shanghai y los millares de coolíes, que aquél privó del pan, acostados sobre los rieles para morir- y las conexiones inesperadas que pueden anudarse en torno a un plato de sopa en la mesa de un obrero cualquiera: Joyce puede ayudarme en mis propósitos, anota. Durante el montaje de Octubre Eisenstein experimenta la yuxtaposición de imágenes a la procura de ideas abstractas, que había esbozado en su teoría del montaje de atracciones. Creía que el camino del cine transitaba hacia una forma de pensamiento -de conocimiento-, una síntesis de arte y ciencia; imaginaba el futuro del cine como una forma que piensa, por usar la expresión de Godard en sus Histoire(s) du cinéma, para quien el montaje -y sin duda tenía a Eisenstein y Vertov en mente (dos cineastas que siempre le obsesionaron, como apuntó Jean Douchet)- es la forma natural que tiene el cine para pensar, pero recuerda también -de viva voz sobre una pintura de Manet (yendo más lejos aún que Eisenstein, o sea, más atrás)- que el cine estuviera hecho en primer lugar para pensar / se olvidará enseguida.


Las anotaciones del diario van dando cuenta de cómo Eisenstein concibe la idea de filmar El Capital como si fuera el Ulises: la película -rompiendo con la causalidad narrativa y procediendo mediante asociaciones libres y conexiones poéticas- trascurrirá en un sólo día a través del monólogo (interior) de la mujer de un obrero, hilvanando los hechos y su digestión en la conciencia (que los filtra con el cedazo de las emociones y los sentimientos). Pareciera que para llevar El Capital a la pantalla Eisenstein tuviera que pasar inexorablemente por el Ulises, como si la adaptación de la obra de Marx encontrara la forma -la horma de su zapato- en la de Joyce. Pero a esas alturas, en la patria de los soviets, ya no encuentra Eisenstein condiciones propicias para semejante proyecto, casi ni lo comenta más allá de las páginas del diario, o lo enmascara con la idea de filmar el Ulises, pero aún conserva la esperanza de que quizá encuentre la financiación necesaria en Alemania, en Francia, en Inglaterra... o en Hollywood. (Ahora quizá suene extravagante que el director de El acorazado Potemkin piense en Hollywood, donde la película había causado profunda impresión entre productores y cineastas, y convendría precisar que a Eisenstein le encantaba el cine americano, no sólo eso, tenía a Griffith en un altar, y en 1945 escribirá un hermoso texto sobre El joven Lincoln, una de sus películas favoritas, y Ford se lo agradecerá en una carta acompañada por un fotograma de la película. Y no está de más recordar que en aquel Hollywood aun resultaba verosímil desarrollar proyectos, por así decir, artísticos o sencillamente distintos.) Así que Eisenstein guarda en una carpeta unas decenas de páginas de notas (hay quien dice veinte y quien sesenta) y los dibujos preparatorios de El Capital y se va al Oeste. Pasando por París. Por muchos motivos. Pero uno  cardinal: conocer a Joyce.

Joyce en 1929. Fotografía de Berenice Abbott.

El encuentro con el autor del Ulises se produce el 30 de noviembre de 1929. Un mes después del crack. Eisenstein le cuenta su proyecto de llevar a la pantalla El Capital con el enfoque que había aprendido leyendo a Joyce, o sea, como si filmara el Ulises. Hay quien dice que ese encuentro resulta casi superfluo, sólo una (otra) posdata a una relación virtual anterior, que el diálogo más importante -el decisivo- ya lo habían mantenido los dos artistas a través de sus obras, y que el cine y la literatura tenían mucho más que decirse que los propios Eisenstein y Joyce. Pero cuánto le hubiera gustado a uno estar allí. Aquella fue, sin duda, una de las citas del siglo XX. Y debieron caerse muy bien porque volvieron a verse varias veces durante varias horas y Joyce le regaló un ejemplar de la primera edición del Ulises firmada. Eisenstein recuerda al escritor como un hombre modesto, amable, con mucho humor y completamente consagrado a su trabajo. Y nunca olvidó su voz. Joyce le leyó algunas páginas de su work in progress, que sonaban hermosas en su límpida claridad por más impenetrables que pudieran parecer (el irlandés recomendará  a los que decían no entender su Finnegans Wake que lo leyeran en voz alta) y le comentó algunos momentos del monólogo interior del Ulises, y el cineasta se dio cuenta que aún no había profundizado lo suficiente en su libro de cabecera.


Si Eisenstein quedó medio ciego montando Octubre, Joyce ya está cegato sin remedio y apenas veía, así que no sabemos qué pudo ver de los bocetos que le mostró el cineasta del proyecto de El Capital, ni que estaba pensando cuando le pidió si sería posible ver Octubre, y otra vez El acorazado Potemkin (aunque también Borges, ya cegato, cuando sólo podía ver por una ventanita, iba al cine y lo pasaba de maravilla, claro que entonces también podía escuchar los diálogos). ¿Le habrá contado Joyce su tentativa de convertirse en empresario con el Cinematógrafo Volta en Dublin hacía más de veinte años? Y qué no daría uno por ver la cara de Eisenstein cuando Joyce no sólo consiente en el proyecto sino que se muestra encantado; es más, al irlandés ya se le había ocurrido la idea de adaptar el Ulises al cine y sólo podía imaginar a dos directores para llevarlo a la pantalla: Eisenstein y Walter Ruttmann (le había gustado mucho Berlín, sinfonía de una gran ciudad). Al cineasta le debió parecer un sueño cuando  Joyce le confesó su convicción de que el cine era el medio ideal para desplegar el monólogo interior con todo su potencial expresivo. El 17 de febrero de 1930 durante una conferencia en la Sorbona ante unas doscientas personas, Eisenstein anuncia que su próxima película será una versión fílmica de El Capital de Karl Marx. Poco después, en Hollywood, le propone a los jefes la Paramount la adaptación del Ulises. La misma idea. Un mismo filme con dos caras.

Alexander Kluge

La historia del cine se compone tanto de las películas que fueron dejadas de lado como de las que se hicieron. Así como se erigen monumentos a soldados desconocidos, yo levantaría monumentos a las películas desconocidas , jamás filmadas. Son palabras del cineasta alemán Alexander Kluge. Y no hablaba por hablar. En 2008, coincidiendo con el crack financiero, estrena una película de nueve horas y media: Noticias de la antigüedad ideológica: Marx/Einstein/El Capital, un filme-ensayo sobre el proyecto que Eisenstein no pudo llevar a la pantalla, que incluye la pieza El hombre en la cosa, un cortometraje de Tom Tykwer, una miniatura de El Capital (como si fuera el Ulises), donde a partir de la foto de una mujer cualquiera se nos arrastra con un torrente sensorial que hilvana una red de historias, desde el origen de la tela del vestido hasta el sistema de alcantarillado con el que se conecta la vivienda en la que vive.

¿Cómo funciona una película?, 
se pregunta Eisenstein en el ensayo fílmico de Kluge. 
Cómo funciona una película para pensar
se preguntaba Eisenstein.

Me acordé de este monumento levantado por Kluge a la película desconocida de Eisenstein leyendo una entrevista con David Simon -el creador de The Wire y Treme- donde hablaba de las ideas que baraja para nuevas series:

Llevo tiempo persiguiendo un proyecto que habla de la eclosión del porno en el Nueva York de los años setenta, y especialmente del negocio en el que se convirtió la calle 42. Hemos encontrado a un tipo que regentaba un local y que de repente se convirtió en el jefe gracias a la mafia, que le puso al frente del negocio. Piensa que en aquellos años el porno pasó de ser una cosa absolutamente marginal a un negocio millonario: no se me ocurre nada que pueda ilustrar mejor la historia del capitalismo. De hecho, si yo fuera marxista (que no lo soy) nada me haría más feliz que utilizar el porno para hablar del capital.

A Eisenstein le hubiera sonado la mar de bien. Quizá como el monólogo de la mujer de un obrero del porno durante una jornada de trabajo en Nueva York (como Molly Bloom en Dublín).

28/6/12

Ceniza en la manga de un viejo



Acabo de ver Film Socialisme, la última película de Godard. Y quizá sea la última última. ¿Sería por eso que fui aplazando el momento de verla desde hace un año o más? Esa mujer que señala con el dedo un camino en la oscuridad -y dice: Imagina... el desierto- parece hablarnos de una despedida. Ahora quizá tengamos que arreglarnos con el cine que arde en sus películas para iluminar la larga noche por venir. Quizá Film Socialisme sea la última hoguera de Godard en la noche del cine. Y muy bien podría haberse titulado Socialismo o barbarie. Por lo visto, cuando terminó la película, desmontó su estudio en Rolle, el pueblo suizo próximo a Ginebra donde vive -y trabajaba- desde los setenta. Tratándose de un cineasta que hacía cine todos los días desde la mañana a la noche, deshacerse de su taller representa un hecho decisivo.


Y recordaba que dentro de un año se cumplirán treinta de aquel día que pasamos por Rolle con la intención de visitarlo, eso sí, sin cita previa. Mientras Ángeles y nuestro hijo se bañaban en el lago Lemán, me acerqué a la casa de Godard y llamé a su puerta. El timbre sonaba dentro pero nadie abrió. Quizá no estaba en casa. O no quería ver a nadie. Y si hubiera abierto quién sabe si me hubiera mandado a paseo, aun recibiéndome, en cuanto empezara a preguntarle por las películas que había rodado con Anna Karina, por Bande à part y Pierrot le fou, por Vivre sa vie, sobre todo, y en particular por este plano que tengo como fondo de escritorio en el portátil y al que Ángeles se refiere como "La llorona".


Godard despliega en Film Socialisme (2010) un ensayo fílmico sobre la cultura, el arte, el pensamiento, la memoria y la miseria (moral) de Europa; con un crucero (una Europa-Titanic, digamos) por el Mediterráneo -como metáfora-, que dialoga con el crucero de Una película hablada (2003) de Manoel de Oliveira,  y una gasolinera -como sinécdoque-, que dialoga con su Pierrot le fou (1965), la película-síntesis de su primera época. Una Odisea y una Itaca, un viaje y un hogar. Obra, pues, de relaciones y reflexiones, de puentes y pasajes; entre la Historia y las historias, entre la política y las películas; donde no faltan comentarios irónicos sobre el propio cine, a propósito de que a Hollywood se le llamara -con una imagen muy atinada- "la Meca del cine", con los ojos de todos los fieles mirando en la misma dirección (cifra de esa voluntad teocéntrica y monopolística del cine americano desde la primera guerra mundial), y que fueran magnates judíos los que inventaran Hollywood: curiosa paradoja ésta de los judíos fundando la Meca (del cine).



Desde que se instaló en Rolle, el cine de Godard ha transitado -más radicalmente- las formas del ensayo, en busca de formas que piensen, más que formas que narren. Formas de contar (de mostrar) -entre imágenes- los pensamientos, pensamientos que se hacen con las manos, manos que montan en la moviola imágenes y sonidos, acercando y separando, trazando un ritmo, trabajando la distancia, tramando una mirada. Ya se ha dicho: más que de películas, habría que hablar de un cine de Godard, un work in progress amojonado por filmes que dan cuenta de momentos de una conversación inacabada e inacabable. Histoire(s) du cinéma (1988-1998) representa un espejo de ese trabajo sostenido en el taller de Rolle y la gran obra de Godard.


Memoria y testamento, monumento y poema, celebración y duelo. Un amarcord godardiano. Formas que piensan para contar lo que pienso, quién soy, de dónde vengo; para contar mi historia, todas las historias de ; para encontrar mi lugar en el mundo, entre las imágenes que me han formado. Formas con una genealogía muy precisa: los rostros de Berthe Morisot pintados por Manet; esos  retratos en los que Godard ve el aire de decir "yo sé lo que estás pensando", y no sólo eso, con Édouard Manet comienza la pintura moderna, esto es, el cinematógrafo, es decir, una forma que piensa.


Lo que piensa Berthe Morisot.


Y lo que piensa la camarera del Folies-Bergère. Formas precursoras del cine...





Pero ésa es otra historia, dice Godard. En realidad, no es otra, es la historia que rescata en las Histoire(s). Melancolía y profecía se conjugan en una artesanía de resonancias mientras un cineasta rememora el amor y el dolor, la pérdida y la felicidad en la sala oscura, la rosa ardiente de las sombras encendida por tantas películas. Al escuchar la voz de Godard -que tiene ya ochenta y un años- me viene a la memoria aquel verso -Ceniza en la manga de un viejodel cuarteto de Eliot (que Cunqueiro había elegido como título para unas memorias que no llegó a escribir) como icono de estas Histoire(s). Un viejo cineasta que se siente heredero de Manet.


El cine como pintura del tiempo. El cineasta como un artista en su taller. Un artista que pinta (mancha) la pantalla con los trazos del cine. Y en sus Histoire(s) piensa el cine con el cine. Piensa con las manos en la moviola. Cortando y cosiendo. Pespuntando imágenes con resonancias insospechadas mediante un trabajo de costura (ralentizando, acelerando, encadenando, sobreimpresionando); pedazos de películas que ya nunca podremos pensar unas sin otras, después de haberle puesto los ojos encima a esos fragmentos que Godard nos muestra revelando potencias inesperadas. Quién puede olvidar la crueldad de Los pájaros con Marilyn, la sobreimpresión de esos trazos negros...




Y ahora quién puede apartar a Marilyn de Los pájaros (y viceversa). Tiene razón Gonzalo de Lucas, cuando Godard pega -encadena, sobreimpresiona- dos cachitos de cine, en realidad no los monta, los filma otra vez; para Godard montar es filmar. El cine de Godard se hace -se piensa- con las manos. Como un pintor. Por eso tantas imágenes (de imágenes) en las Histoire(s) cobran tal potencia (autonomía) visual que fuerzan al límite su capacidad de signos cinematográficos para (casi) devenir imágenes-objeto, objetos visuales, forma arrebatada, pura materia plástica.


Ninguna obra como Histoire (s) du cinéma muestra ese pensar con las manos, esas manos que piensan con las formas (del cine), como ese momento bellísimo en que acerca los ojeadores (de la escena de caza) de La regla del juego de Renoir a los amantes en el bosque de Los amantes crucificados de Mizoguchi, y encadena aquéllos con éstos hasta convertirlos en personajes de un mismo filme -de una misma historia (abrigados por un mismo tiempo)-, destilando no sólo un efecto de montaje sino un pensamiento como efecto de una forma (el amor perseguido y la belleza amenazada por la crueldad). El montaje como poética. Pensar con las manos. Manos que piensan. 


Como sólo el cine puede hacerlo, como en esta secuencia -aunque secuencia, plano o escena carezcan de valor conceptual en el fraseo memorioso de Histoire(s)- donde July Delpy lee El viaje de Baudelaire mientras los niños de La noche del cazador huyen en la barca río abajo (unos, alegres de escapar de una patria infame / otros, del horror de sus cunas...) mientras suena un cuarteto de cuerda de Webern. Leer y mirar, mirar leyendo, leer mirando, viaje inmóvil, movimiento interior, rapto onírico, libros y películas, literatura y cine, poesía y memoria. Como sólo el cine puede decirlo.












Qué pequeño es el mundo a los ojos de la memoria, escribe Baudelaire. Tan poquita cosa, como la ceniza en la manga de un viejo.


Lo que queda de las rosas al arder. Las rosas que prueban nuestro paso por el paraíso del cine de nuestra infancia.

28/1/12

Una novela pintada


Todos querían a Berthe Morisot. Renoir, Monet, Degas, Mallarmé. .. Y ella los quería a todos. Pero amaba a Manet, que le pintó once retratos. Quizá más, pero se conservan once. Berthe Morisot con un ramo de violetas data de 1872. Ella tenía treinta años.  


Sólo lo vimos una vez, en París, hace casi treinta años. Esa melancolía (que arde) en la mirada... Ese (color) negro... ¿Quién puede olvidar ese negro?  Valéry lo llamó el negro absoluto. Manet, después de visitar el Prado, definió a Velázquez como un pintor de pintores, y le contó a los amigos que bastaba uno de sus enanos para justificar un viaje a España. Sé que el maestro, cuando se le preguntó una vez por el negro de una obra suya, confesó, quizá por única vez en su vida: "¿Te fijaste en la paleta del pintor en Las Meninas?" Seguro que Manet se fijó en la misma paleta, porque Velázquez enseña hasta qué punto el negro es un color. Quizá las más bellas lecciones del maestro tuvieron el negro como motivo primordial, claro que él distinguía un negro negro de un negro con una pizca de azul ultramar, como alguno de Matisse. Pero hablábamos de Berthe Morisot y Édouard Manet. Se habían conocido en el Louvre copiando a los maestros; ella, a Veronese; él, a Tiziano. (Aún puede verse en el Thyssen de Madrid una exposición de Berthe Morisot.)

Édouard Manet en la isla de Wight 
de Berthe Morisot, 1875

Berthe se enamoró; Édouard ... quizá también. Pero ella para siempre. Poco después del retrato con el ramo de violetas, Manet le sugirió que se casara con su hermano. Y después de pensarlo una temporada, le hizo caso. Y se convirtió en Madame Manet. Y el pintor le hizo otro retrato como regalo de bodas: Berthe Morisot con abanico.


Valéry vio en ella una presencia de ausencia; tras el abanico resultaba peligrosamente silenciosa. Asistimos a un intercambio cifrado entre el pintor y la modelo. Esa pose resulta casi juguetona. Pero esos ojos a través del abanico hablan en nombre de una sombra. Una negra sombra. El negro otra vez. Y ese abanico -negro, también- deviene una máscara. O quizá sólo está diciendo adiós. Adiós a la carne, porque el amor de Berthe y Manet sólo cobrará forma en los lienzos. Las pinceladas como las más íntimas caricias. La mirada como una corriente de deseo a uno y otro lado de la tela. Quizá por eso la mirada de Berthe que pinta Manet resulta peligrosa. O fatal, como la vieron quienes le pusieron los ojos encima en ese espléndido cuadro, El balcón, un motivo tomado por Manet de Goya (no era la primera vez), la primera vez que Berthe Morisot aparece en un lienzo (en primer término, a la izquierda).


No es un retrato de Berthe, pero sólo la vemos a ella. Ese balcón es una ventana que Manet pinta para verla, para poseerla y, quizá, para mostrar el deseo de pintarla. Un deseo contagioso: ¡cuántos suspiraron por ella, cuántos la cortejaron sin saber muy bien a qué fatalidad obedecían! ¿a una mujer o a una pintura? O a un misterio. ¿Qué mira Berthe? ¿A dónde se dirige esa mirada que se pierde fuera de campo hacia la izquierda? Quizá al tiempo que la ha conducido fatalmente hasta esa tela. Quién sabe si la desolación de ser pintada por quien amaba era cuanto podía esperar. Cada retrato de Berthe por Manet cuenta un capítulo de una historia que, en lugar de escribirse, se pintó; como El descanso, de 1870.


O este otro de 1873.


La Folie Baudelaire de Roberto Calasso puede leerse como quien se mueve por un quiosco abigarrado y va cogiendo novelas sobre el cambio de sensibilidad, esa nueva forma de ver a la que Baudelaire alude con el término moderno, que aflora en ese París que Benjamin definió como la capital del siglo XIX, donde la pintura y la literatura se iluminaban mutuamente, mientras miraban de reojo a la fotografía que desplegaba sus poderes sobre el mundo de lo visible, despertando el aquel de aprehender la belleza de lo efímero, del momento fugitivo, que Baudelaire -amigo de Manet- cifró como misión del artista moderno, cuando el cine estaba a punto de presentarse en sociedad.

Sur l'herbe de Berthe Morisot

No sé si La Folie Baudelaire puede calificarse como una novela pero desde luego, si no una, lleva dentro material para varias novelas. Quizá por eso se disfruta leyéndola por episisodios, como quien va y viene y vuelve al quiosco de aquel París de la segunda mitad del XIX, dejando reposar la lectura mientras una de esas novelas se nos va devanando dentro, tirando del hilo que ha enhebrado Calasso.

El ramo de violetas de Manet, 1872. 
En la hoja se lee: A Mlle Berthe [Mo]risot / E. Manet
Las violetas significan constancia. 

De todas, ninguna me ha cautivado tanto como la novela pintada -en negro- de Berthe Morisot y Manet.