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16/10/16

Tan poquita cosa, un corazón


Si tuviera que elegir la obra maestra de este verano, tendría pocas dudas. En realidad, ninguna. Me quedo con Man's Castle (1933), de Frank Borzage. Una de las historias de amor más bellas que haya visto nunca. Así de claro.


Man's Castle no sólo se rodó en plena Depresión, sino que sus personajes la viven y padecen. En esa encrucijada de desesperación aflora una historia de amor pespuntada con humor, preñada de gracia y lirismo, y en su milagrosa levedad desprende una honda y perdurable emoción. El propio título, basado en el dicho de que el hogar de cada hombre es su castillo, cobra visos irónicos cuando comprobamos que ese hogar es un cuchitril en un poblado de chabolas junto al río, en Nueva York, donde Bill ha encontrado un refugio como tantos sin techo que tiene por vecinos.


El filme de Borzage, iluminado por Joseph H. August (uno de los directores de fotografía preferidos por John Ford), captura el idilio de Trina y Bill (y, de paso, también el de Loretta Young y Spencer Tracy, que los encarnan), acogiéndolo con una luz que ampara a los amantes, como si los transportara fuera del mundo, aunque sólo una fina piel -una película (una pielecita, que decía Azorín)- los separa de la cruda realidad de unos tiempos duros.


Al principio de la película, encontramos juntos a Trina y a Bill en un banco de Central Park. Bill le echa de comer a las palomas y Trina murmura: Sería estupendo ser paloma. Siempre hay alguien que te echa unas migas. Hay gotas de vitriolo en la imagen de ese Bill ricachón, que alimenta a las palomas y se extraña de que haya gente hambrienta en el mundo (una imagen engañosa la del ricachón, un simple disfraz, como descubriremos muy pronto, uno de esos trabajos temporales que desempeña Bill cuando necesita dinero o lo necesitan sus amigos, esta vez de un hombre-anuncio). Trina le ha confesado que lleva dos días sin comer porque no tiene dinero y Bill comenta con desdén: Las palomas tampoco y a pesar de eso comen (una réplica que hoy suena tan familiar, forma parte del decálogo del consenso neoliberal).


Ese vector amargo (de la Depresión y la crisis social) sigue ahí, pespuntando la película, pero Man's Castle deriva hacia una dimensión subjetiva que envuelve y resguarda la luminosa intimidad de la pareja. En palabras de Hervé Dumont (en su libro consagrado a Borzage), que sólo cabe celebrar citándolas:
desde un punto de vista estilístico, la película extrae su hechizo lírico de (...) [la] yuxtaposición de la sordidez con el idilio, del filo duro de los diálogos y la delicadeza de la iluminación [ya lo dijimos, de Joseph H. August].
Trina y Bill (todos los personajes de Borzage) tienen, en el fondo, un gran corazón, y de esa nobleza emana la fuerza que los defiende de las fuerzas aniquiladoras, ya provengan del viento inclemente de la historia o del impulso aniquilador de la desesperación. Y se merecen que el amor escriba un cuento de hadas en una chabola, como un ángel de la guarda que los custodia en un tiempo despiadado.


Visualmente, por obra y gracia de la luz, Borzage no nos permite olvidar que la historia del mundo y la historia de amor de estos dos pequeños seres coexisten en diferentes planos de la realidad. Trina y Bill son marginados, desde luego, pero ni víctimas ni humillados, y, como verdaderos héroes borzaguianos, no renuncian a ningún sueño, mejor dicho, sólo renuncian al sueño americano del que se marginan con deliciosa tozudez: ¡No quiero dinero, te quiero a ti!, declara Tina hacia el final de la película con una desarmante, conmovedora y soberana fe en el amor.


Justo antes de bañarse juntos (y desnudos), de noche, en el muelle (se han conocido unas pocas horas antes), Trina envidia la placidez de los veleros. Bill comenta que se están pudriendo, es lo que le pasa a los veleros que llevan años anclados. Una alusión que anticipa la idea de un nómada irredento sobre el hogar (como ancla) que Trina porfiará por fundar, aunque sea en una chabola.


En el curso de esa porfía, Borzage hilvana tres momentos gloriosos, en realidad un único motivo pespuntado en tres tiempos, un hilván sublime con esa figura que atrapa la mirada del espectador con el mirar (y mirarse) en la pantalla, el plano/contraplano, una experiencia a la que ya nos referimos como un mirar mirar mirar. Tres momentos hilvanados que cifran el sentido de la historia de amor desplegada en los apenas 75' de Man's Castle. Bill no tarda en advertir señales de alarma para sus afanes vagabundos (y ánimo independiente, o mejor, autosuficiente) en la chabola que comparte con Trina.


Fundido a negro. Secuencias después la situación se ha complicado, El nudo se ha enredado. En un momento de "debilidad" Bill, que enmascara su bondad con ademanes ásperos y displicencia, le ha regalado una cocina a Trina y la chabola, a ojos de un culo de mal asiento incorregible, empieza a parecerse peligrosamente a un hogar (el ancla de la escena del baño nocturno). Bastan tres miradas (tan mudas como elocuentes) para que Borzage nos revele la lucha que se libra en el corazón de Bill, y la mirada de Trina al mirar de Bill (acercándose a él) y a la ventana para mostrarnos que comprende el conflicto que anida en su interior.


La puesta en escena de Borzage conjuga lo que anuda y separa a los amantes, los sentimientos en conflicto, ese cielo (enmarcado por el ventanuco) como sed de horizontes y apetito de trashumancia (para Bill); espejo de lejanía y porvenir de abandono (para Trina), por más que... Tienes un trozo de cielo en la mirada, le dice Bill a Trina... Poco después los vemos abrazados en el camastro. Trina le cuenta que está embarazada, pero no tiene miedo, está enamorada. Al final de la escena, con los amantes en primer plano, Bill se aparta de Trina. Encadenado. Lo vemos subir a un tren de mercancías en marcha. Pero una vez encaramado, mira hacia atrás.


Trina, aún en el camastro, llora mirando a través del ventanuco abierto al cielo, o sea hacia arriba, como si su mirada viajara en busca de Bill, y el cine obra el milagro (contra las leyes de su propia sintaxis, no hay raccord: él mira atrás, ella arriba, sus miradas no pueden encontrarse), y la mirada de Trina lo alcanza y le toca, y lo trae de vuelta, porque Bill se baja del tren... No es que se vean, es que el amor gobierna las miradas como quiere y miran lo que no se ve. Ahora, con toda la potencia incubada por el uso -canónico- del raccord en los dos momentos anteriores, estalla el poder de la mirada en todo su esplendor. Y en nombre del amor, Borzage se permite transgredir las leyes del raccord. El amor tiene su propia sintaxis.


Y qué decir del ultimo plano de la película, con Trina y Bill tiernamente abrazados en el vagón de un tren de mercancías, liberados por ensalmo de las amenazas del mundo gracias a un movimiento de grúa con una cámara que embelesa a los amantes y los ampara de las ruinas del tiempo y la historia, una imagen que cristaliza la apoteosis de la pasión amorosa. A propósito de ese plano sublime escribe Hervé Dumont:
Como un relámpago, esta última imagen demuestra la evidencia: Borzage pertenece a la estirpe de los que sueñan despiertos, los Marc Chagall, los Jean Vigo. ¿Cómo no recordar a Bella, la esposa de los aires [en La Bella y la Bestia, de Cocteau, sobra decir], o a la insólita novia encaramada en la gabarra de L'Atalante?
Ningún otro cineasta transmitió de forma tan sincera su fe en el amor como una fuerza inquebrantable que confiere a los amantes el poder de lo inimaginable (o un poder inimaginable).


Man's Castle fue de esas películas que estrenaron (por así decir) el Código de Producción, que iba a velar por la moral (y la moralina) de las películas producidas en Hollywood: el régimen de censura aceptado por los estudios que iba a sentenciar -ya desde el guión- qué temas, personajes, escenas, diálogos, vestuario... eran moralmente aceptables. Y el filme de Borzage pagó su precio en cortes, y alteraciones en el montaje para su reposición en 1938. Como apunta Dumont, Man's Castle transgrede todos los preceptos del Código de Producción: concubinato, escenas de desnudo, hijo ilegítimo, intento de violación, alusiones a la prostitución, al suicidio e incluso al aborto, alcoholismo, atraco impune, homicidio "justificado", diálogos indecentes, referencias blasfemas a la religión...


La Oficina Hays, encargada de velar por el cumplimiento efectivo del Código de Producción, tacha 23 pasajes del guión de Jo Swerling (a partir de Hunk O'Blue, una obra de Lawrence S. Hazard). Pero no quedará ahí la escabechina, la película acabada habrá de experimentar otros 30 cortes antes de su estreno, y cuando se reponga en 1938, aprovechando que Spencer Tracy encadena dos Óscares consecutivos por Capitanes intrépidos (1937), de Víctor Fleming, y por Boys Town (1938) -aquí, Forja de hombres-, de Norman Taurog, la Oficina Hays, en pleno apogeo, además de recortar algunos diálogos, impondrá una última -y más significativa- modificación: adelantar la boda de Trina y Bill desde la séptima bobina a la primera, para así evitar el concubinato. Una edición en dvd (con el título de Fueros humanos) que no le hace justicia, permite ver Man's Castel con los 75' que sobrevivieron a la censura, y (nos consuela) con la boda en su sitio.


Pocas historias de amor han alcanzado la temperatura emocional de Man's Castle, y si hacemos memoria, las primeras que recordamos, pongamos por caso, El séptimo cielo (1927) o Lucky Star (1929), también son obra de Borzage. La delicadeza y la calidez de las imágenes que cuidan del amor de Trina y Bill destilan un exquisito romanticismo sin asomo de sensiblería. Man's Castle es de esas películas (contadas) que parecen tener como divisa aquellos versos de John Donne:
El corazón es tan poquita cosa
cuando cae en manos del amor...
Tan poquita cosa, un corazón. (Por grande que sea.)

5/6/09

Llovía negro


Colecciono imágenes -casi siempre recortadas de periódicos y revistas-, citas a propósito de la cocina de la escritura, ediciones de La isla del tesoro -viejas, de segunda mano, en cualquier idioma, eso sí, baratas-, carteles de cine durante veinte años -o sea que debería decir coleccioné, los pedía en los cines donde se proyectaban las películas de las que me interesaba el afiche y me lo daban, ahora ni por asomo-... Y las novelas de Simenon, debo tener unas ciento cincuenta -entre las de Maigret y las llamadas "novelas duras"-, y media docena de las llamadas "novelas populares" que firmaba con seudónimo -usó más de diecisiete en los años 20-.

Creo que ya conté aquí que fue Carlos Amil quien me engolfó en el vicio de Simenon, sus novelas nos amojonaron la última década del siglo pasado y los primeros años de éste. Recuerdo muy bien los encantados días de agosto en Cabeza de Boi cuando Ángeles y yo encadenábamos una novela tras otra a la sombra de los manzanos y en el jardín umbrío de la poza de aguas fescas y cristalinas donde se remansaba el río de Serén: El alcalde de Furnes, La nieve estaba sucia, Tres habitaciones en Manhattan, El hijo del relojero, Las ventanas verdes, Las señoritas de Concarneau, El hombre que miraba pasar los trenes, La habitación azul, Los supervivientes del Telémaco, La Granja 'El Romepolas', El noviazgo de Mr. Hire, El tren, La viuda Couderc... Viejas ediciones de Luis de Caralt en tapas duras o blandas, de Aymá, de Bruguera, las más recientes de Tusquets con mejores traducciones aunque carecían del aura de aquéllas encontradas en librerías de lance, en rincones polvorientos de anaqueles olvidados, e incluso en papelerías de pueblo -en Noia, Corcubión o Ribadeo- donde habían quedado ejemplares sueltos, amarillentos y deformados, de colecciones de quiosco de principios de los setenta del siglo pasado.


Georges Simenon

¿Y qué me cautivó de Simenon? Desde luego no se trata de un personaje -porque se trata de todo un personaje, incluso un personaje exagerado- que me caiga bien, cuya vida despierte mi simpatía, como sucede, por ejemplo, con mi adorado Robert Louis Stevenson. Para empezar los propios excesos de Simenon me resultan antipáticos: las diez mil mujeres que conoció -otras fuentes hablan de treinta mil-, el antisemitismo juvenil, su dudosa y oportunista actitud durante la ocupación alemana de Bélgica y Francia, su prólifica y compulsiva producción -200 novelas populares, 80 de la serie Maigret, 115 novelas duras, mil relatos-, su exhibicionismo circense de los primeros años de novelista -se encerró en una "jaula" de cristal para demostrar que podía escribir una novela en tres días, en público, en directo-, su insaciable apetito publicitario, hasta convertirse en un fenómeno de feria y despertar el interés de André Gide, y de Gaston Gallimard con el que firmará el primer contrato importante de su carrera literaria en 1933, su confianza en que le concecederían el Nobel -en 1937 predijo que lo conseguiría en diez años y, cuando en 1957 se lo dieron a Camus, se enfureció-. En fin. Tiene su mérito que consiguiera convivir en amor y compañía con su mujer, su amante y una cocinera manteniendo relaciones sexuales con todas, no a la vez, creo. Que en esas circunstancias sólo saltaran chispas de cuando en vez resulta, cuando menos, insólito.

Simenon, a la izda.


¿Qué despierta mi simpatía? Por ejemplo, su navegación por los canales de Francia en una gabarra a finales de los 20, en el curso de una de esas singladuras cobró vida el personaje de Maigret. Cuando Jean Vigo preparaba L'Atalante en 1933, contactó con Simenon y le pidió datos sobre los canales, las esclusas y los pueblos de marineros, y el escritor le mandó una información detallada y utilísima para las localizaciones de la película. Tampoco puede uno sustraerse al patetismo del infierno familiar y el suicidio de su hija en sus últimos años, que desencadena y alienta las mil cuatrocientas páginas de sus Memorias íntimas. En ellas pueden encontrarse algunas de las claves de la obra de Simenon: A menudo he hablado de mí en mis libros, e incluso a través de los personajes de mis novelas. Fueron las páginas de sus libros las que me cautivaron desde la primera novela que leí. Las páginas, más que las novelas. Hay páginas de Simenon que no tienen nada que envidiar a Balzac o a Dostoievski. Y otras a la altura de Faulkner o Camus. Paul Theroux ha definido a Simenon como el Balzac de las vidas malogradas. Y quizá no haya una definición más cabal, precisa y ajustada de su universo literario. Y no hay mejor descripción de sus atmósferas que una línea de los Diarios de Jules Renard: "Los muros de provincias sudan rencor". Simenon es un cartógrafo de las emociones que se pudren en existencias minúsculas y provincianas, en puertos de mar carcomidos por el salitre, en casas junto a la esclusa de un río o en un barrio negro de una isla de algún triste trópico; habitados por personajes consumidos por la culpa, devorados por la decepción o heridos por amores fatales, varados en las arenas movedizas de la inacción, náufragos de las horas lentas; seres que espían por las ventanas o que miran la hora como quien levanta acta de todos los minutos de una vida que se van por el sumidero del tiempo; almas perdidas, fatalidad y desesperación; y la pulsión inexorable de la huida, el regreso, el alcohol, el sexo y la muerte. En muchas de sus novelas los personajes ya están condenados desde las primeras páginas y en las últimas comprenden que el callejón de su vida no tenía salida, como en La viuda Couderc, una de las novelas donde pueden encontrarse correspondencias con El extranjero que se publicó el mismo año, 1942: Quería algo definitivo y final, algo que no ofreciera posibilidad de retirada. Al evocar la novela no puedo evitar la imagen de Simone Signoret que encarnó a la protagonista en la adaptación cinematográfica en 1971 y que vi en el desaparecido cine Yut (de Tuy).


Simenon ordenando
su biblioteca

Simenon aseguró que escribir no es una profesión sino una vocación de desdicha y que, en tanto que belga, era un hombre sin país. Ya en 1933, cuando no había cumplido los 30 años, da cuenta sin remilgos de su disciplina de trabajo, o sea, de su poética -diríase que la exhibe-: Mi existencia está cortada en periodos de quince días. En cada periodo escribo una novela entera. El primer día paseo, solo y al azar. Husmeo a la gente que pasa. Cito a mis personajes. Los presento unos a otros. Miro. Cuando vuelvo a casa, tengo el punto de partida de mi historia, el lugar en que se desarrollará la acción y su atmósfera. No necesito más. No pienso más. Me acuesto. Duermo. Sueño. Mis personajes crecen dentro de mí, sin mi ayuda. A la mañana siguiente, y los días siguientes, no tengo que hacer otra cosa que convertirme en su historiador. Mis libros salen de un tirón. Siempre escribo sin un plan; dejo a mi gente actuar y evolucionar según la lógica de las cosas. Mis novelas tienen por regla general doce capítulos. Escribo un capítulo todas las mañanas, no más. Eso me lleva hora y media solamente; pero luego quedo vacío para el resto del día. Bueno, doce capítulos, doce días, y ya está terminado, con el día de preparación trece días. El decimocuarto día releo el libro. Corrijo los errores de máquina, la puntuación, una decena de palabras en todo el libro. Y llevo el texto a mi editor. El decimoquinto día recibo a mis amigos, contesto a cartas que me han llegado mientras escribía la novela y concedo entrevistas. Y todo vuelve a empezar de la misma forma durante la quincena siguiente. A veces produce envidia, otras veces... Lo menospreciaron, pero tampoco le faltaron rendidos admiradores como Dashiell Hammett, André Gide, Thornton Wilder, Henry Miller o Patricia Highsmith. Y Akira Kurosawa.



Frases cortas, estilo seco y economía narrativa. Simenon no era un constructor, lo suyo no era la carpintería dramática ni la armazón de las tramas. Pero no hay quien se resista a los efectos sinestésicos de su prosa -se escucha el viento, se siente el asfalto mojado, te llega la humedad de los caminos de sirga, te pierdes en la bruma de los puertos bretones o normandos, ves los manteles manchados de los bistrots y los mostradores de las tabernas, hueles a podrido en tantas casas...-, a la creación de una atmósfera que nos envuelve como un perfume fermentado en la memoria de lo vivido; a las imágenes de la salida de los cines bajo la lluvia, a los despojos del pasado colgados de jirones de niebla, a las voces de las tabernas, a un tipo que espera en una estación, a un niño que observa la plaza desde una ventana. Esas son las páginas de Simenon que me cautivaron sin remedio.



A Simenon le gustaba el cine y sus novelas se convirtieron en material para más de cincuenta películas, La primera adaptación cinematográfica que se produjo fue La nuit du carrefour de Jean Renoir en 1932. El cineasta la recordó así: "La Nuit du carrefour sigue siendo una experiencia completamente enloquecida en la que no puedo pensar sin nostalgia. En nuestro días, ahora que todo está tan bien organizado, ya no se podría trabajar así". Probablemente sea la mejor película a partir de una obra de Simenon. La última, que yo sepa, El hombre de Londres (2007) de Béla Tarr.




Fue muy amigo de Fellini con el que mantuvo una larga correspondencia y siendo presidente del jurado del festival de Cannes en 1960 se le concedió la Palma de Oro a La dolce vita. Pero la película de Fellini que más le gustaba era Casanova. Precisamente con motivo del estreno en París de la película en 1976 se propició un encuentro entre Fellini y Simenon, y la conversación entre ambos fue publicada en L'Express el 21 de febrero. Empieza así:

"[Simenon] ¿Sabe? En realidad, yo nunca voy al cine...

[Fellini] Yo tampoco.

[Simenon] Lo primero que le tengo que decir... algo así no me había pasado nunca... Cuando vi su Casanova, lloré.

[Fellini] Gracias..."




En una de sus cartas, Fellini le escribió: "Usted y yo sólo hemos contado fracasos. Todas las novelas de Simenon son la historia de un fracaso. Y las películas de Fellini, ¿acaso son otra cosa? Pero lo que yo quiero decirle es que cuando se cierra uno de sus libros, incluso si acaba mal, y, en general, acaban mal, se ha hallado en él una energía nueva. Creo que el arte es eso, esa posibilidad de transformar el fracaso en victoria; la tristeza, en felicidad. El arte es el milagro..." (Podéis leer aquí algunas de las cartas que intercambiaron Simenon y Fellini.)




Mi novela favorita es María, la del puerto. Marcel Carné la llevó al cine en 1950 con fotografía de Henri Alekan, dirección artística de Alexandre Trauner y protagonizada por Jean Gabin y Nicole Courcel. La imaginé tantas veces que la película me supo a poco, creo que la novela merecía una película mejor (y eso que es buena, quizá hasta muy buena), o sea, una película hermosa (como sólo puede serlo una película acorde con nuestro deseo al imaginarla).




También me gustaron mucho Tres habitaciones en Manhattan y Strip Tease (la primera que leí). Y Lluvia:

Llovía negro. (...) Cuando llovía negro, la habitación de techo bajo se asombraba y al fondo, junto al tabique que la separaba del cuarto de mis padres, quedaba como afelpado por la penumbra.

Como en la memoria de mi infancia. Llovía negro.