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20/12/15

Encuentro con Kaurismäki (y alrededores)


Han pasado dos meses -no las dos semanas que preveía- desde que anuncié este relato. Tardé un mes en sentarme a escribirlo. Mientras transcribía la conversación, que había grabado Víctor Paz Morandeira, incubaba el miedo de equivocarme con la forma, con el ángulo, con el tono; sobre todo con el tono, el tono lo era (es) todo, o sea, la música. Durante ese mes conté más de una vez lo vivido aquellas horas, a Ángeles, a nuestro hijo y a Lilian, a Esther, a Roberto y a Carmen. Ángeles sospechaba que, a medida que lo contaba, iba encontrando la forma de contarlo. Luego lo escribí casi de una sentada (espero haber encontrado el tono, o no haberlo perdido mientra lo tecleaba). Han pasado dos meses bajo el signo de Kaurismäki, he vuelto a ver sus películas y las películas de los cineastas que admira (que admiramos), como las de Jean-Pierre Melville, pongamos por caso. Al ver publicado el relato en Fugas este viernes, supe que aquel viaje que había alentado Montse Carneiro llegaba a su destino (el titular es suyo). Gracias por todo, Montse.

Kaurismäki como lo hemos soñado

Con Kaurismäki (a la izda) en el bar Rúa Bella 
de Compostela, el 10 de octubre a mediodía.

Camino del encuentro con Kaurismäki, no podía quitarme de la cabeza la idea de que la cita era un error y qué mal haberme dejado enredar por la amabilidad de la coordinadora de este suplemento cultural. Durante casi veinticinco años el cine de Kaurismäki ha sido una bendición. Cada película suya es de esas cosas que –como dice Sei Shonagon- te hacen latir más fuerte el corazón. Lo diré pronto, Kaurismäki es como de la familia. Y había muchas posibilidades de que yo metiera la pata en la entrevista, de que el cineasta de Orimattila se irritara y entonces esa mala impresión me iba a estragar la mirada cada vez que le volviera a poner los ojos encima a una película suya… Vale, es verdad, siempre me pongo en lo peor.

La cita era a mediodía de un sábado de octubre. Orballaba en Santiago. Llegué con tiempo (siempre llego con tiempo, claro), y fui a perderlo (también me gusta) en la librería del cine Numax. Echo un vistazo a los libros de cine y el primero en hago foco es el que escribió sobre Kaurismäki su amigo Peter von Bagh (cinéfilo, programador, crítico y cineasta que perdimos hace un año), un libro que tuve, presté y no me lo devolvieron (a veces pasa). Cuando voy a pagar, veo al lado de la caja un expositor con postales, compro algunas de Buster Keaton, y en una estantería encuentro varios ejemplares de las Notas sobre o cinematógrafo de Robert Bresson (un libro cardinal editado por Positivas en 1993 con la traducción de Pepe Coira). Toda una sorpresa. Lo daba por agotado. Decido llevarlo como una especie de amuleto, y va Irma, la librera, y me lo regala. Pareciera que los dioses lares del cine velaban por la cita, o eso quería creer uno para no ponerse (más) nervioso. Faltan diez minutos para el mediodía. Guardo una postal de Keaton en el libro de Bresson y voy a encontrarme con Kaurismäki.


Al llegar a la cervecería Rúa Bella, Víctor Paz Morandeira –de la organización de Curtocircuito- me advierte de que aún no ha terminado la entrevista del cineasta para un programa de televisión (efectivamente, ahí están bajo los soportales con la cámara); no sólo eso, ya es la segunda que ha mantenido esta mañana, y ayer otra con un redactor de Positif, que llegó desde París sólo para entrevistarle. Qué demonios hago yo aquí, pensé.

Mientras hacía tiempo, se sucedieron en la memoria (como en un flashback) imágenes desde La chica de la fábrica de cerillas, que me había descubierto el cine de Kaurismäki a principios de los 90, hasta Le Havre, su último largometraje, que termina con un cerezo en flor. Leí en alguna entrevista con el maestro finlandés que no le importaría que fuera su última película, si clausuraba su filmografía con ese plano en homenaje a su amado Ozu. ¿Cuántas entrevistas suyas habré leído en todos estos años? ¿Qué puedo preguntarle que no le hayan preguntado ya cien veces? Y además hace cuatro años desde Le Havre, ni siquiera está de promoción. ¿Qué ganas va a tener de hablar conmigo? No sé si he dicho que siempre me pongo en lo peor. Ay.


La entrevista con los de la televisión ha terminado y Kaurismäki se acerca. Víctor Paz hace las presentaciones. Bueno, hay apretones de manos que no pueden engañar, y éste fue de los que borran los malos presagios y despejan las horas por venir. La fotógrafa le comenta que tiene que hacer las fotos ahora porque tiene un compromiso. Entonces Kaurismäki se aparta, se debruza en el mostrador como si le hubieran dado el disgusto de su vida, luego levanta la cabeza, mira a la fotógrafa con el corazón roto, y dice en portugués: “Vas a hacerle fotos a alguien más importante que yo”.  Palpo por fuera de la mochila el libro de Bresson con la postal de Keaton. El amuleto funciona. Ya ha salido a relucir la vena cómica (iba a escribir –y escribo- payasa), del cineasta, esa que hemos imaginado detrás de la máscara de tipo duro que gasta en público, la que –viendo sus películas tantas veces- hemos figurado que aflora en algún que otro momento de los rodajes. Kaurismäki empieza a ser como lo hemos soñado. Podía desterrar, pues, el temor que me asaltaba estos días previos si el encuentro salía mal: haber leído erróneamente sus películas; en definitiva, no soportaba la idea de ser un mal lector.

Después de las fotos, nos sentamos para hablar; él, en portugués –lleva tiempo viviendo en Castro Leboreiro la mitad del año (arraiano como uno, entonces) -, y yo, en gallego (si tiene que echar mano del inglés, Víctor Paz oficia de traductor). Antes de nada le pongo en las manos el libro de Bresson y le explico que se trata de una traducción al gallego que hizo un amigo, el primer libro publicado en gallego que no trata de cine gallego. Kaurismäki me cuenta que hace años que no lo tiene, algún amigo se lo llevó (se ve que a él también le pasa). Encuentra dentro de Notas sobre o cinematógrafo a Keaton y me los muestra juntos, el libro y la postal. “Hacen buena pareja”, dice. Luego los coloca frente a frente. “Bresson, el otro lado del espejo de Keaton”, añade. ¿Qué queréis que os diga? Todo estaba dicho. No hizo falta ninguna pregunta. En esa imagen de Kaurismäki mirándose en el espejo de Bresson y Keaton (el ascetismo y el humor, la sobriedad y la cara de palo, la sensualidad de lo mínimo y la elocuencia de las cosas, el silencio y la precisión) se cifra una encrucijada del cine moderno. Si se hubiera producido un cataclismo y la entrevista hubiera terminado ahí (cuando ni siquiera había empezado), me habría llevado con sus palabras una de esas candelas de la memoria que nos iluminan en las noches más oscuras del más crudo de los inviernos.


A Kaurismäki le gusta evocar –y cobijar- en sus películas las imágenes de las películas amadas. En esa piña que el comisario Monet le ofrece a Claire, la del Café Moderno, en Le Havre, resuena la piña que aquella mujer le ofrece a Paco Rabal al final de Nazarín, de Buñuel. “Es mi forma de flirtear con la historia del cine”. Y ahora ya sí, hemos mencionado sus nombres sagrados: “Buñuel, Ozu y Bresson, mis tres maestros”.

Como su amigo Jim Jarmusch, Kaurismäki pertenece a la estirpe de los cineastas/cinéfilos, aunque sus películas sean inconfundiblemente suyas. Cuando le recuerdo Casque d´or, de Jacques Becker, con Serge Reggiani, que parece un actor de los suyos, se lleva una mano al corazón, tanto ama esa película: “Kurosawa tenía a Toshiro Mifune para ver un tigre; yo quería a Matti Pellonpää para ver a Reggiani”. Kaurismäki trabajó con Reggiani en Contraté a un asesino a sueldo: “Un gran tipo. Totalmente loco. Pero yo también lo estoy”.

Kati Outinen y Matti Pellonppää 
en un fotograma de Sombras en el paraíso.
Debajo, Kati Outinen con la foto de Matti Pellonppää niño
en un fotograma de Nubes pasajeras.

El actor Matti Pellonpää encarna el cine de Kaurismäki, y tras su muerte prematura, el cineasta lo recuerda con una foto de la infancia en Nubes pasajeras, como si fuera el hijo perdido de la protagonista, Kati Outinen, otra de las figuras familiares (la actriz fetiche) de su cine: “La conocí trabajando de eléctrico en la película de otro director. Me gustó y le propuse hacer una película. Nos dimos la mano. Y hasta hoy. Somos amigos pero no nos vemos fuera del trabajo. Me gustan los actores precisos. Me basta decirles: menos, menos, menos… Y luego, un poco más. Así.”

Como trabaja siempre con los mismos actores (hasta que se le mueren, también Markku Peltola, el protagonista de Un hombre sin pasado), ya saben qué interpretación busca, cuál es su estilo, y tampoco se extrañan si no tiene un guión o apenas un esbozo o los diálogos están por escribir. Le gusta escribirlos a pie de obra, en un bar próximo a la localización, y siempre procura que haya un bar cerca. Aunque en sus películas se hable más bien poco –sus guiones no suelen pasar de las sesenta páginas-, en ellas pueden escucharse algunos de los mejores diálogos de los últimos treinta años, como aquella escena maravillosa de la primera cita de Markku Peltola y Kati Outinen en el container donde vive el protagonista de Un hombre sin pasado, y que empieza con estas palabras: “Ayer fui a la luna…”


Kaurismäki es (también) uno de los grandes dialoguistas del cine moderno. “Para mí, el trabajo es más interesante si no tengo un guión, pero también es más duro… Los mejores diálogos surgen siempre en el último segundo. Además los actores son muy rápidos pillándolos. Aunque eso lo hacía más cuando era más joven. Las últimas películas las hice con guión.  El equipo y los actores también lo prefieren, prefieren la seguridad. Claro que con tanta seguridad es como si estuviésemos muertos. Hace treinta años bastaba con decirles, el lunes tal empezamos la película. Y allí estaban todos preparados a las tres semanas, aunque no tuvieran idea de qué íbamos a rodar. Ahora buscan la seguridad”.
   
Quizá el proceso ya no sea tan feliz y las palabras de Kaurimäki destilan un aquel crepuscular, en realidad como su cine, que siempre ocurre en un presente transfigurado con visos del pasado, y a menudo el propio presente se alía con su mirada urgente para volverse pasado en cuanto deja de filmar, como el barrio de Le Havre, demolido en cuanto acabó el rodaje: “En cuanto filmo algo, ya viene la caterpillar detrás. Desde hace treinta años. No hago historia, pero documento un mundo que muere, un cambio cultural, un mundo a punto de desaparecer. Es como ver una película de 1930 o 1940.”


Melancólico hasta en el humor (como pesimista alegre, lo definía su amigo Peter von Bagh), Kaurismäki enhebra en sus imágenes el duelo por lo perdido, en un cine habitado por personajes derrotados pero con la cabeza muy alta, un colmo de humanidad, como la que rebosan las películas que guarda en el silencio del corazón: “Cuando vaya para el agujero, me llevaré cinco películas: Casque d’or, L’Atalante [de Jean Vigo], Tokio Monogatari [de Ozu], Sólo los ángeles tienen alas [de Hawks] y un Kurosawa, Ikiru [Vivir]… o Akahige [Barbarroja]. Bastan para una eternidad”.

El Kaurismäki más tierno asoma a la hora de la despedida. “Nos vemos por la tarde”, me dice. “Tomamos unas copas y seguimos hablando.” Cualquier día, nos vemos en la raia, Aki, y seguimos hablando de cine.


Hasta aquí el relato (publicado). Pero no el final. Aquel encuentro seguirá resonando en la memoria y quizá despierte ecos o alumbre algún que otro pasaje en esta escuela. Un buen viaje nunca acaba.

(Las fotografías del encuentro con Kaurismäki son obra de Sandra Alonso.)

13/11/12

Un pespunte de rojo sobre un delirio de azul


En la sección de crítica del número 99 de la revista Kinetoscopio, editada en Medellín (Colombia), se publicó este texto mío a propósito de Le Havre de Kaurismäki. Quienes me conocen y/o siguen esta escuela lo leerán -imagino- más como un (rendido) tributo que como una crítica, aunque también, si la entendemos -y así la entiendo-, como un arte de amar. Os dejo aquí el artículo enhebrado -para esta ocasión- con enlaces e imágenes.

La última obra (capital) en el país de Kaurismäki.

Se toma con calma el nuevo siglo Kaurismäki. Cada vez se parece más a sus personajes (y viceversa). Tras haber rodado en el XX trece largometrajes en diecisiete años, sólo tres nos han llegado en el XXI. Tuvimos que esperar cuatro años por El hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002), otros tantos por Luces del atardecer (Laitakaupungin valot, 2006) y cinco por Le Havre (2011). Nos tuvimos que consolar con algunas piezas cortas para los filmes colectivos Ten Minutes Older (2002), Visions of Europe  -el hermoso Bico (2004)- y Chacun son cinéma  -ese bello tributo al cine: Valimo (La fundición, 2006), puro humor Kaurismäki. Pero la espera ha valido la pena: no me atrevería a calificar Le Havre como la obra maestra de Kaurismäki –cómo va uno a relegar maravillas como El hombre sin pasado (por mencionar quizá su  película más conocida)-, pero sin duda forma parte de la constelación de obras mayores de su universo fílmico. Y no dudaría en incluirla entre lo mejor que el cine nos ha dado en lo que va de siglo. Un regalo para paladares cinéfilos.

El director de fotografía Timo Salminen y Aki Kaurismäki 
en el rodaje de Le Havre.

Para quien haya disfrutado el cine de Kaurismäki, encontrará en Le Havre un lugar familiar, quizá más hospitalario, tierno y cálido, con un humor más luminoso (pero en el sentido en que Leonardo da Vinci anotaba que para pintar la noche hay que poner una luz); un nuevo episodio en su tratamiento del color -que Pilar Carrera (muy recomendable su jugoso y juguetón libro sobre el cineasta) ha definido como porfía de azul-.


Otra tentativa en su búsqueda de la tetera roja perfecta que amojona su filmografía –una perseverante veneración del cine de Ozu (aquella tetera roja de Flores de equinoccio resuena en sus películas desde Sombras en el paraíso)-.


Y otro (sencillo y desnudo) cuento de hadas (pero no olvidemos qué duros y aun terribles La Cenicienta de los Grimm o La vendedora de fósforos de Andersen), esta vez sobre un limpiabotas que ayuda a un niño sin papeles –un inmigrante ilegal africano- fugitivo en el puerto de Le Havre a reunirse con su madre en el East End londinense, donde trabaja en una lavandería china. Un cuento de negrura y milagro.


Para quien no conozca el país de Kaurismäki, Le Havre puede representar un puerto propicio para llegar a su cine y recorrer sus otras capitales: Helsinki -Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996), pongamos por caso-, Londres -Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, 1990)- o París -La vida bohemia (La vie de bohème, 1992). Resulta estéril buscar esas capitales en los mapas, sólo existen en el atlas fílmico de Kaurismäki.


Y semejante acotación (geográfica) –digamos, horizontal- vale también para la trama geológica –digamos, vertical- de sus películas, que destilan la fruición de la cita, de los pasajes y de los vasos comunicantes (con la literatura, el cine, la pintura, la música; con otros autores y con sus propios filmes), pero donde cualquier material es apropiado –es decir, convertido en propio- a través de la mirada del cineasta. Por así decir, Kaurismäki vuelve suya cualquier cosa en cuanto le pone los ojos encima, en cuanto la cobija en un plano, ya sea el tango Cuesta abajo de Gardel o el relato breve de Kafka Niños en el camino, que parecen haber sido escritos para la película.




En Le Havre recuperamos algunas presencias y acentos de La vida bohemia, empezando por su protagonista, André Wilms, el limpiabotas, el mismo Marcel Marx –el fantasma de Marx también, claro-, que le cuenta a Idrissa, el niño inmigrante, que de joven vivió la vida bohemia en París, escribió un poco , pero sólo consiguió el éxito artístico; Kati Outinen (la actriz fetiche del cineasta), que no aparece en La vida bohemia, pero aquí, como Arletty, la mujer del limpiabotas, habla con el mismo francés postizo de Matti Pellonpää (otro de los rostros primordiales del país Kaurismäki hasta su muerte) allí;  y volvemos a encontrar a Evelyne Didi, aquí Yvette, la panadera amiga de Marcel, la Mimi de La vida bohemia.


Pero, además, en Le Havre se dan cita figuras muy queridas del venero francés de su cine: Arletty, el nombre de la actriz protagonista de Les enfants du paradis (1945) de Marcel Carné; Becker, el médico que  trata a Arletty (Casque d’or de Jacques Becker es uno de sus filmes preferidos, y el personaje de Georges Manda encarnado por Serge Reggiani en esa cinta deviene el modelo de los hieráticos, estatuarios y lacónicos habitantes del país de Kaurismäki), en la piel de Pierre Étaix (el de Pickpocket, de Bresson, otro santo tutelar);


Monet, el comisario encarnado por Jean-Pierre Darroussin (una presencia habitual en el cine del marsellés Robert Guédiguian); Flaubert, el apellido de una cliente de la panadería de Yvette; y (no queremos ser exhaustivos) Luce Vigo, la hija del autor de L’Atalante (uno de los filmes de cabecera del finlandés), que regenta un puesto de bocadillos.


Y desde luego no podemos dejar de señalar la figura de Jean-Pierre Léaud, el protagonista de Contraté un asesino a sueldo -que vivía en el East End londinense, en Whitechapell Road, 248, el mismo domicilio de la madre de Idrissa-, aquí convertido en un repulsivo chivato, que nos religa con el universo de Truffaut.


Y la bellísima Elina Salo, la Claire del Café La Moderne, ¿cómo iba a privarse (y privarnos) de su presencia Kaurismäki?


Se ha señalado no pocas veces el efecto distanciador (brechtiano, si se quiere) de su cine a través de esas figuras –más que personajes- que pueblan sus películas, como este Marcel de Le Havre –más el limpiabotas que un limpiabotas-, esas presencias estatuarias que cobran visos míticos; pero también mediante una puesta en escena nada naturalista, reducida a trazos esenciales (como la huida de Idrissa con todos aquellos policías armados hasta los dientes que rodean el contenedor en el puerto), conjugada con movimientos, miradas y gestos que ritualizan las acciones en lugar de mimetizarse según claves realistas (como el intercambio de réplicas  entre Marcel y el director del centro de internamiento de inmigrantes ilegales en Calais), y gracias a esos diálogos en los que el lenguaje transfigura a esos perdedores –proletarios, y aun lumpen- que los pronuncian en una suerte de seres de leyenda.


También se ha insistido en que ese efecto distanciador contribuye al proceso de enfriamiento que Kaurimäki aplica al material melodramático que nutre las tramas de sus películas. Y todo eso es así, pero sólo hasta cierto punto, porque si uno llega al país de Kaurismäki y se siente como en casa - y no en un país extranjero-, percibe enseguida que todos esos procedimientos forman parte del humor primordial que desprende su cine; un humor que, en resumidas cuentas, no es más que un efecto de la mirada del cineasta; y un humor que aflora en la misma economía expresiva –podría hablarse de una ardiente austeridad- con que despliega sus formas.



Y entonces, esas escenas donde resulta más palpable la distancia que finge imponer devienen momentos de privilegiada comicidad o de honda emoción, justo porque su cine –y Le Havre, en particular- evita el sentimentalismo (que no los sentimientos), proclama el coraje de vivir y huye de las lágrimas -llorar (por lo que nos depara la vida, no por las películas), le advierte Marcel a Idrissa, no sirve para nada-, y porque Kaurismäki puede hacer una película con casi nada –como Ozu- y puede permitirse renunciar a casi todo, pero jamás renuncia a la música y a lo musical en su cine, como ese momento en que Marcel contempla al niño escuchando Statesboro blues o cuando Mimi vuelve con Little Bob.


Y si encontramos en Le Havre las señas de identidad  del cine de Kaurismäki, cabe apuntar que ciertos rasgos (de estilo) cobran un vigor más acusado  y un primor en las formas casi táctil.




Como la belleza que destilan esos interiores vacíos que dejan los personajes cuando salen de campo o esas naturalezas muertas en planos que cobijan cachivaches en los que la paleta de color del cineasta y la luz de Timo Salminen despiertan resonancias poéticas inesperadas.



Le Havre deviene así un lienzo con un pespunte de rojo sobre un delirio de azul.


Un cerezo en flor en el país de Kaurismäki.

19/6/12

La tetera roja


El primer árbol que vi fue un abedul, cuenta Aki Kaurismäki en el filme (de Guy Girard) que le dedica la serie Cineastas de nuestro tiempo; vamos, que rueda películas urbanas, pero es un cineasta de aldea, por eso no debe extrañarnos esa excepción que representa Bico (2004), la pieza que forma parte del filme colectivo Visiones de Europa, sobre una aldea helada en Castro Laboreiro, cerca de donde vive la mitad del año. La película de Cineastas de nuestro tiempo se ve como  un filme -a la Kaurismäki- que resulta algo así como un autorretrato de un cineasta del mismo nombre encarnado por un finés de Orimattila que, mira por dónde, se llama Aki Kaurismäki.

Aki Kaurismäki, a la dcha., 
con su inseparable director de fotografía Timo Salminen 
en el rodaje de Le Havre

Conviene hacer estas precisiones tratándose de Aki Kaurismäki, que se vale de un personaje que se llama igual y que ejerce de cineasta para presentarse en público, un personaje que deviene una prolongación de su propio universo fílmico, perfectamente asimilable a los personajes que han encarnado actores como Matti Pellonpää, Markku Peltola o André Wilms. Un personaje que, llegado el momento de retratarse, se presenta con sus canes (que se ganan la vida interpretando papeles diversos en sus películas) en una escena de resonancias más Keaton que Chaplin.
  
Aki Kaurismäki y su compañía (perruna)
de actores.
Los perros comediantes.
Arriba, un fotograma de El hombre sin pasado
abajo, uno de Luces al atardece

Y otro, de Le Havre.

O en el taller, junto a un mueble de madera con muchos cajones de los que va sacando trastos viejos: la alcachofa de una ducha, unos focos, un par de moto-sierras, unos sombreros... y confiesa, atenuando su aquel bolchevique (o remitiéndose a una definición de los años de los soviets, según se mire) que quizá sólo sea un socialdemócrata que conserva los recuerdos del pasado. O hablando con ternura de un mostrador que ya vimos en el restaurante El Trabajo de Nubes pasajeras, sin ir más lejos, y que ahora ha cobijado, a modo de merecido retiro, en su hotel Oiva, porque me gustan los objetos y pensó que era el momento de que el mostrador encontrara su hogar.
  

Kati Outinen, la actriz-fetiche del cineasta, contó alguna vez que a los fineses les cuesta mucho deshacerse de las cosas viejas y les encantan las cosas usadas. Será una seña de identidad entonces. El caso es que a Kaurismäki le gustan tanto los objetos que los filma con el mismo amoroso cuidado que a cualquiera de sus perdedores, pero no cualquier cosa; siente debilidad por los objetos pasados de moda (aun nunca hemos visto un teléfono móvil en una película suya), cachivaches rescatados del olvido, cosas que respiran caducidad -objetos fuera de tiempo, marginados por la voracidad de novedades del consumo- pero que acoge en sus encuadres donde cobran nueva vida fílmica. 
  
Fotograma de Sombras en el paraíso

Y gustándole tanto las cosas, le gusta aún más desnudar los encuadres y administrar el atrezo casi con tacañería, aplicando la misma economía -precisión y síntesis- que emplea en lo narrativo o simbólico de sus películas. Por eso, vaciar, simplificar, reducir al mínimo los objetos presentes en el encuadre es una de las tareas con las que más disfruta como director. Cada objeto trae su tiempo a cuestas y, bajo las luces de Timo Salminen, destila una intensa melancolía. Cuánto le habrían gustado a Walter Benjamin las películas de Kaurismäki. 

Fotograma de Un hombre sin pasado

El cineasta somete a los objetos a un reciclado fílmico y despierta en los cachivaches un potencial poético inesperado, un proceso que Pilar Carrera define -en un estudio (jugoso y juguetón) sobre Kaurismäki- como una ritualización de las baratijas.

Un Kaurismäki ad hoc

Un potencial poético que depende en gran medida de la simplicidad y la pobreza de los objetos mismos, y de la singularidad que cobran en la puesta en escena: En cierto modo soy muy japonés en mi trabajo. Nada de decoración: la base de todo es la sustracción. Se parte de una idea inicial que se va reduciendo progresivamente hasta que se ve lo suficientemente despojada para ser justa. Entonces y sólo entonces uno está preparado [para rodar el plano].

Fotograma de Luces al atardecer

Y todo por culpa de Ozu. O más precisamente, por culpa de la tetera roja de Ozu. La tetera roja de Flores de equinoccio




Por lo visto todo cambió para Kaurismäki el día que puso los ojos en el cine de Ozu en 1976. Y no le quedó más remedio que emprender la búsqueda de su propia tetera roja. Desde la tetera roja de Sombras en el paraíso hasta la de Nubes pasajeras o un alter ego (de la tetera roja) en Luces al atardecer.

Arriba, un fotograma de Nubes pasajeras con la tetera roja; 
abajo, uno de Luces al atardecer con su alter ego

A Ozu culpa Kaurismäki de todas sus malas películas, porque ninguna alcanza la maestría de Tokio monogatari, y sigue rodando por si alguna vez algún dios le concede hacer una película que alcance siquiera la sombra de la admirada obra maestra. Y Ozu también tiene la culpa del epitafio que Kaurismäki ha elegido: Nací pero..., el título de la maravillosa película del maestro japonés. Os dejo aquí una pieza rodada en 1993 con motivo de la edición especial de Tokio monogatari por Criterion y que formaba parte del documento-homenaje Talking with Ozu.



Seguro que Ozu se sentiría felizmente culpable del cine de Kaurismäki. Sólo deseamos que tarde muchos años en necesitar el epitafio y, mientras, siga buscando en muchas películas por venir su propia tetera roja.