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27/3/13

Las heridas abiertas



La otra historia. O cómo de Bábel y la sor vinimos a dar en King Kong. La verdad, aún me costó recordar los rastros documentales del sueño; la fuente onírica, por así decir. (Para empezar, tardé lo mío en caer en la cuenta que no era sólo un sueño.) Hace un par de años escribí sobre las cien palabras para llorar en uzbeko, una de las historias que amojonan Los poseídos, las memorias (o el ensayo) de un viaje literario de Elif Batuman que lleva por subtítulo (en la cubierta): Aventuras con libros rusos y con las personas que los leen. La verdad, me llevé el libro porque el primer capítulo se titula Bábel en California. (Mira por dónde.) Ya entonces, en aquella entrada, presentía que el libro de Elif Batuman iba a volver por la escuela. Ha vuelto.


En ese primer capítulo de Los poseídos, el que me decidió a leerlo, la autora relata los avatares -y hallazgos- mientras trabajaba en una exposición sobre Bábel, en paralelo al congreso internacional sobre el escritor que había organizado Grisha Freidin, uno de los grandes especialistas en el autor ruso, en la Universidad de Stanford, pero la exposición y el congreso representan apenas un pretexto -o un tendal (según como se mire)- para escribir sobre Bábel -o para amojonar el viaje interior que deviene su lectura. Y encuentra una de esas piedras miliares en un pasaje del Diario de 1920, la matriz de los relatos de Caballería roja, en el que Bábel da cuenta del interrogatorio a Frank Mosher, el piloto americano -descalzo pero elegante-, capturado por los bolcheviques después de haber abatido su avión en el frente de Galitzia, que le trae...

...el aroma de Europa, café, civilización, fuerza, cultura antigua, muchas ideas. Lo observo, no puedo dejarle ir. (...) Una conversación interminable con Mosher.

Leyendo el Diario de 1920, resulta muy fácil imaginarse a Bábel (que declaraba carecer de inventiva) atento a cada gesto, sin perder detalle. Hace unos meses en las páginas de Contra toda esperanza, las memorias de Nadiezhda Mandelstam, encontré un párrafo que confirma esa percepción de Bábel:

Su forma de girar la cabeza, la boca, la barbilla y, sobre todo, los ojos de Bábel expresaban siempre curiosidad. Era una mirada poco frecuente en los adultos, llena de sincera curiosidad. Tuve la impresión que la fuerza motriz básica de Bábel era la insaciable curiosidad con que observaba la vida y los seres humanos.

Bábel se comía lo visible con los ojos. Era de una curiosidad voraz. El Diario de 1920 testimonia cómo Bábel vive la guerra como un material literario de primera mano. Perdió cincuenta y cuatro páginas del cuaderno, y tres días más tarde veintiuna, y cómo le duelen esas páginas perdidas. Elif Batuman aprecia muy bien cómo los relatos de Caballería roja -pongamos por caso Mi primer ganso (al que Miguel Anxo Murado rinde tributo en Vergoña/Vegüenza, uno de los cuentos que componen Mércores de cinza/Miércoles de ceniza)- tratan en buena medida del precio que tuvo que pagar Bábel para conseguir su material. (Aquellas heridas nunca se cerraron: cómo podían cicatrizar, después de todo lo que vio, de todo lo que vivió.)

Bábel en 1920

Y aquel piloto americano abatido, Frank Mosher, en medio de aquella turba de cosacos, aparecía como un plato exótico en el menú de la mirada del escritor. Y le dejó una impresión triste y dulce, y el aquel de fumar en pipa con un aire a Conan Doyle. Eran casi de la misma edad: habían nacido en 1894; aquel 14 de julio de 1920 (del interrogatorio), Bábel acababa de cumplir -dos días antes- 26 años; a Frank Mosher le faltaban tres meses para cumplirlos. ¿Cómo no me sonaba de nada el nombre de Frank Mosher, ni la entrada del diario de Bábel? Voy en busca del libro -incluido en la edición de Caballería roja (de Galaxia Gutenberg)- y compruebo que sólo reúne fragmentos del Diario de 1920, y desde luego no figura el interrogatorio del piloto americano.

La posesa Elif Batuman

Pero el libro de Elif Batuman me tenía reservada otra sorpresa: Frank Mosher, en realidad, no era Frank Mosher: su verdadero nombre era Merian Caldwell Cooper, que sería más conocido como Merian C. Cooper, uno de los creadores de King Kong (y socio de John Ford en la productora Argosy Pictures: hicieron juntos, por sólo citar algunas obras memorables, Wagon Master,  Río Grande,  El hombre tranquilo o Centauros del desierto). Que se sepa Merian C. Cooper nunca mencionó a aquel jinete bolchevique con gafas, que no se separaba de su cuaderno y que hablaba inglés, y con el que mantuvo una conversación interminable; no lo hizo en el relato de su campaña polaca, captura por los bolcheviques y huida final; se ve que no le debió causar impresión o no tenía la curiosidad de Bábel.

Merian C. Cooper, 
cuando era Frank Mosher.

Pero desde luego no olvidó los combates. En particular alguna escena se le debió quedar grabada a fuego. Como la que describe Bábel en El jefe de escuadrón Trunov, uno de los relatos de Caballería roja. Vemos a Trunov, en compañía del cosaco Andriushka, disparando con sendas ametralladoras desde un alto junto a la garita de la estación contra cuatro aeroplanos de la escuadrilla del mayor Fauntleroy (en la que se había alistado Merian C. Cooper con el nombre de Frank Mosher, formando parte del escuadrón de caza Kosciusko, unidad de las fuerzas aéreas polacas cuya misión era combatir la amenaza roja):

Las máquinas voladoras caían sobre la estación cada vez más en picado, zumbando hacendosas en lo alto, descendía, trazaban un arco y el sol caía con sus rayos rosados sobre el brillo de las alas.

Entretanto, nosotros, el cuarto escuadrón, nos guarecíamos en el bosque. Y allí, en el bosque, nos quedamos a la espera del combate desigual entre Pashka Trunov y el mayor del servicio americano Reginald Fauntleroy.

El mayor y sus tres bombarderos dieron muestras de gran saber en aquella batalla. Descendieron a trescientos metros y frusilaron con sus ametralladoras, primero a Andriushka y luego a Trunov.

Elif Batuman no puede resistirse a ver en las líneas del relato de Bábel un dibujo similar a la escena final de King Kong: el monstruo que, defendiendo a la chica, cae abatido por los disparos de los aeroplanos. Sobre todo, cuando al documentarse, descubre que, en los planos cortos, Merian C. Cooper era uno de los pilotos de los aeroplanos que derriban a King Kong. Como a Trunov. (El otro piloto que acaba con King Kong es Ernest B. Schoedsack, co-director de la película con Cooper: éste, más obsesivo, dirigió las escenas de efectos especiales con maquetas y miniaturas, y aquél, más rápido, las escenas de acción en vivo.)


La correspondencia entre el final del relato de El jefe de escuadrón Trunov y la escena final de King Kong no debe entenderse como una presunta inspiración de Merian C. Cooper en el relato de Bábel. (Estoy convencido de que el cineasta no leyó Caballería roja, pero siento curiosidad por si el escritor vio la película o si Eisenstein le habló de ella a su vuelta de América, o si llegó a saber que Merian C. Cooper era Frank Mosher.) Más bien cabe advertir una íntima resonancia en ambas figuraciones, conmovidos por la misma experiencia: Bábel desde tierra y Cooper desde el aire. Y no es de extrañar que Elif Batuman presienta una misma matriz visual en las escenas del relato y la película, poseída como estaba por la obra de Bábel: cómo no iba a escuchar ese eco. Y aun más cuando encontró un cartel de la 2ª guerra mundial con un gran mono rojo, sobre un mapa de Europa, blandiendo una hoz y un martillo, como la encarnación de la amenaza bolchevique (como si de la emanación de un inconsciente colectivo se tratara).


No sé si Elif Batuman sabía (o sabe) que King Kong cuajó su visibilidad como proyecto fílmico gracias a un boceto de Willis O'Brien, Byron Crabbe y Mario Larrinaga que definía de forma gráfica la idea de Merian C. Cooper, su concepto visual de la película: la bella y la bestia en lo alto de un rascacielos, con los aeroplanos atacando al monstruo. Un dibujo que refuerza la hipótesis de la matriz visual común en el relato de Bábel y la película de Cooper, las dos obras avanzan hacia ese estallido figurativo; tras el estreno de King Kong el 2 de marzo de 1933, la escena final pasa a formar parte del imaginario del cine y deviene un icono del siglo XX.


Los sucesivos guionistas trabajaron en King Kong con vistas a esa imagen. Parece ser que uno de esos guionistas fue Horace McCoy -el autor de clásicos de la novela negra como ¿Acaso no matan a los caballos?, Di adiós al mañana o Los sudarios no tienen bolsillos-, a la sazón guionista de plantilla en la RKO: a McCoy se le deben los nativos de la isla adoradores del dios Kong, al que le sacrificaban las doncellas, y  la empalizada que separaba el poblado de la jungla.


Al final, Ruth Rose -la mujer de Ernest B. Schoedsack-, que comprendía a la perfección el concepto y las ideas de Merian C. Cooper, se encargo de la versión definitiva del guión -ahora titulado Kong (en versiones anteriores se había titulado La bestia y también La octava maravilla)-, concentrando la acción, ajustando el desarrollo de la trama a un presupuesto de seiscientos mil dólares y reescribiendo los diálogos, como esa réplica final: No. No fueron los aviones. Fue la belleza quien mató a la bestia; en realidad, un eco del proverbio árabe que abre la película: ...y la bella mató a la bestia.

Otro de los dibujos de Willis O'Brien y Byron Crabbe 
para King Kong

En King Kong late el mito del rapto de Europa, aquella joven que jugaba con sus amigas en una playa de Tiro, la única (bella) que no huye cuando se presenta  aquel toro blanco (la bestia) y se la lleva a Creta, para descubrir más tarde que se trata de una metamorfosis de Zeus. El Minotauro del laberinto viene siendo un nieto de Zeus y Europa. Muchos cuentos de hadas abrevan en el venero del mito para narrar -con innumerables variaciones- la historia de un animal que rapta a una hermosa joven y cómo la bestia recupera la apariencia de príncipe gracias al beso de la bella.


La trama encontró cumplida -y encantada- materialización en sendos textos de escritoras francesas del siglo XVIII: primero, el relato de Madame de Villeneuve, y a partir de estas páginas, el cuento de Madame Leprince de Beaumont con un título feliz, La Bella y la Bestia. Pero King Kong, aun siendo una variante del mito de la bella y la bestia, no es un cuento de hadas, sino -y de ahí su perdurable belleza (todo lo naíf que se quiera, pero con una poesía que nos traspasa)- una sublime historia de amor trágico. Todos nos compadecemos de King Kong, el monstruo cautivo de la belleza y perdidamente enamorado, y sentimos las ráfagas de los aeroplanos que lo derriban en carne propia.

Merian C. Cooper le cuenta a la bella Fay Wray 
la historia de King Kong
(El Empire apagó sus luces durante 15 minutos 
en memoria de Fray Wray, 
tras la muerte de la actriz el 8 de agosto de 2004.)

Por eso me extrañó que Elif Batuman no supiera ver en su ensayo (quizá cegada por el anticomunismo de Merian C. Cooper y por haberse empeñado en matar personalmente a la bestia en la pantalla) -o no supiera apreciar- que King Kong nos abre el corazón del monstruo y nos conmueve su mirada; que nuestra simpatía -en el más profundo de los sentidos- está con la bestia que arde de amor, el monstruo que lucha contra los aeroplanos para defender a su amada, el más humano -y tierno- de los personajes; que inhumanos  nos parecen, en cambio, aquellos que sacrifican cualquier sentimiento en el altar del capital, del negocio del cine o del espectáculo; que aquella Nueva York de la gran Depresión se nos muestra como un mundo no menos despiadado que el de la isla de los sacrificios al dios Kong... ¿Cómo no supo ver -me cuesta creerlo- que Merian C. Cooper había creado -y no por casualidad- un monstruo tan amado?


En Merian C. Cooper como en Isaak Bábel -como entre el arte y la ideología- había heridas abiertas. Por ellas sangran King Kong y los cuentos de Caballería roja.

28/7/11

El poso del pasado

Pasamos unos días en Matosinhos. Por ninguna razón. O justamente por no haberla. El domingo paseábamos por la playa a la hora del crepúsculo y descubrimos un tenderete con un cartel que rezaba Festa do Livro, no feira sino festa, quizá porque suena mejor en estos tiempos apretados por la crisis o porque consistía en un único puesto de venta con unos cientos de libros expuestos por iniciativa de la Cámara Municipal. De Matosinhos, sobra decir. Y allí nos encaminamos. Aquí está la cosecha:


Así que dejamos de lado las provisiones de lectura que llevábamos y probamos el acopio reciente. Ángeles eligió la novela de Lawrence Block, Na linha da frente -de la serie de Mattew Scudder-


y uno fue alternando el Kafka de Pietro Citati con el libro de Antonio Rodrigues en homenaje a Bénard da Costa, demorando el placer que me aguarda con la autobiografía de Preston Sturges. A la vista de los libros dio uno en pensar en algunos oficios felices. Como el de editor.


Debe ser muy feliz quien edita un libro de Citati -editorial Cotovia-, con buen papel y márgenes amplios, haciendo feliz a quien, habiendo leído a Kafka, lo relee ahora a través de los ojos de uno de sus mejores -y más felices- lectores.


Como feliz debió ser quien concibió y diseñó la colección Gato preto -también de Cotovia- que cobija las novelas de Lawrence Block. Como feliz debe sentirse un librero al sugerir o poner en las manos del lector propicio cualquiera de estos libros. Hubo un tiempo en que no podía imaginar ocupación más feliz -y aun asequible- que la de librero, pero según me cuenta Rosa Suárez, la librera de Trama (en Lugo), en estos tiempos una librería exige una latosa faena logística y administrativa, y no resulta fácil vivir de ella en una ciudad pequeña, por milenaria que sea, si se renuncia, como es el caso, a la venta de libros de texto. Allá por los setenta acaricié la idea de montar una librería. Claro que era una idea peregrina, si tenemos en cuenta el modelo que tenía en la cabeza -la librería Galimatías de Santiago-, apenas duró unos años, tres o cuatro -entre 1977 y 1980- si no recuerdo mal, pero cuánta felicidad repartió. El profesor Villegas iba conociendo tus gustos y lecturas a medida que frecuentabas la librería, te proponía nuevos autores, nuevas novelas, te las recomendaba con pasión, abriendo pasajes inesperados con otros libros o autores, presintiendo la lectura más propicia a tu estado de ánimo. Recuerdo unos días del verano del 78 en que andaba perdido -y presa del desasosiego e insomne, y... en fin- y Ángeles me cuidó a base de libros que me traía de Galimatías con la prescripción del profesor Villegas: Philip K. Dick, David Goodis, Horace McCoy... y las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. No era un librero, era un sanador de almas. Luego encontré la Michelena y, aunque no la montara, fue durante treinta años mi librería. Y ya no tengo una que pueda decir mía, como no vivo en Lugo, ni cerca... Pues eso, huerfanito -de librería- que se ha quedado uno.


Pero a día de hoy, si tuviera que decidirme por uno de esos oficios, o dejémoslo en ocupaciones, felices, elegiría la de programador. De cine, claro. De hecho, sin ejercerlo profesionalmente, he disfrutado del aquel de programador amateur, o sea, de amador, de quien ama dar a ver películas, dar a amar filmes; pongamos por caso a finales de los setenta y principios de los ochenta formando parte de la directiva del cine-club de Tui, o durante los noventa en la Escola de Imaxe e Son de A Coruña preparando ciclos de películas fundamentales que los alumnos no deberían dejar de ver. Bénard da Costa, como nos recuerda Antonio Rodrigues, uno de sus camaradas en la Cinemateca Portuguesa, y puede comprobarse en sus textos sobre las películas de su vida -os meus filmes da vida / os filmes da minha vida, decía (escribía)-, sentía predilección por el adjetivo fundamental, pero también por portentoso, y por el mejor de todos, inadjetivable. Algún día uno debería programar un ciclo de filmes llamado así, los inadjetivables, en homenaje a Bénard da Costa, y a cuantos aman, amaron o amarán el cine. Durante esos años noventa disfrutamos de los primeros tiempos del CGAI, cuando Pepe Coira era el director, ya he recordado aquí algunos de aquellos ciclos gloriosos -el de Tarkovski o Kurosawa, por ejemplo-, recuerdo ahora también el de Norman McLaren y el de Tex Avery ;


en aquellos años, hablamos más de una vez Pepe Coira y yo de programar ciclos temáticos, que permiten, por así decir, jugar con el cine -con las películas y con el espectador- y dar rienda suelta a la imaginación a la hora de enhebrar con un hilo secreto filmes que a primera vista no tienen nada que ver o abrir pasajes entre autores cuyas poéticas se juzgarían en las antípodas. Llegué a hacer listas de películas -programar consiste en gran medida en hacer listas de películas- sobre la frontera -físicas y mentales, geográficas y metafóricas, lingüísticas y temporales ...- desde Río abajo de Borau hasta Terciopelo azul de David Lynch, pasando por Persona de Bergman, El pequeño salvaje de Truffaut o No man´s land de Alain Tanner. Y, por supuesto, hice aún más listas, cada una con un orden de proyección distinto, porque ahí está otra de las claves de los ciclos temáticos, qué película le proyectamos primero al espectador y cuál después, y así sucesivamente, para crear una lectura virtual para un espectador ideal.

Bénard da Costa en la Cinemateca Portuguesa

Para compartir el placer de ver, de volver a ver, el goce del cine. Para mantener incandescente la pasión por el cine. He ahí el oficio que ejerció durante cuarenta años el recordado Bénard da Costa.


En una de las noches de Matosinhos pasaban en un canal francés Las horas del verano (2008) de Olivier Assayas, que tanto nos había gustado y de la que tanto le hablé al maestro, y se me ocurrió que podría formar parte de un ciclo temático sobre el verano, cae de cajón, pero también sobre la memoria, o sobre la herencia, o sobre el tiempo perdido, o sobre el arte, y ya puestos, también, mira por dónde, sobre la frontera... entre la civilización y la barbarie. Y quizá ése es uno de los síntomas de un buen filme, que puede enhebrarse con otros a través de muchos hilos secretos, abrir pasajes de ida o de vuelta o de ida y vuelta con las películas más diversas y aun -aparentemente- alejadas. Y síntoma, asimismo, de un buen ciclo temático, que nunca cesa atraer nuevos filmes a sus polos magnéticos, porque el programador de cine nunca deja de imaginar otras películas para atraparlas en la red significante del tema, porque, como nos recuerda Antonio Rodrigues a propósito de Bénard da Costa, no se puede ser un buen programador sin imaginación.

A la izda., Olivier Assayas en el rodaje 
de Las horas del verano

El pasado no ha muerto, ni siquiera ha pasado, decía Faulkner. La globalización -y la deslocalización que lleva aparejada- reclama la erradicación prescriptiva de la memoria. Así, el pasado –el relato fundador de la identidad- se convierte en una mercancía sospechosa, y aun en un lastre del que desprenderse presto, un estorbo del que deshacerse y una herencia que malbaratar. En esas coordenadas sitúa Olivier Assayas el relato que desarrolla en Las horas del verano.


La muerte de la madre reúne otra vez a los hermanos que trabajan en las cuatro esquinas del mundo. Deben decidir qué hacer con la casa y todo lo que en ella ha encontrado su lugar en el curso de los años, un mundo a punto de desvanecerse, arrasado por la urgencias de los calendarios, del designio irrefutable de los relojes. Una herencia como espejo de la identidad, que no es otra cosa, en definitiva, que el reconocimiento de la erosión del tiempo. La melancolía envuelve ese universo que tiene en la casa familiar su centro neurálgico. El mundo de la infancia. Las horas del verano perdidas. El pasado que uno podría rastrear en la memoria de algunos filmes de Renoir, cierta joie de vivre imposible de recuperar.


El filme de Assayas deviene casi una pieza de cámara atravesada por una larga conversación. Una obra mayor de un cineasta que domina con elocuencia el fluir de un relato que nos trabaja muy hondo en los adentros. Las imágenes de Eric Gautier y la música conjugadas con una puesta en escena chejoviana desprenden un inconfundible perfume proustiano. Los cuadros, los muebles, los objetos que acompañaron las vidas, vivos ellos mismos y vividos. Assayas filma con primor estos fantasmas de un tiempo olvidado, huellas de una civilización que se percibe como un peso muerto, como una experiencia desechable, en la era de la globalización.

A la dcha., Olivier Assayas en el rodaje 
de Las horas del verano

Pero quizá aún no está todo perdido si los nietos son capaces de intuir lo que están perdiendo con la venta de la casa familiar y el traslado a un museo de los objetos, de los cuadros, es decir, cuando el pasado se borra o se momifica. En un breve rasgo de lucidez late aún el pulso de la esperanza.


En las lágrimas de Sylvie. Comprendemos entonces que lo esencial –inmaterial e invisible- se ha transmitido y sobrevivirá. Un momento de revelación donde el filme condensa y cifra el poso del pasado.

16/7/10

Un manual de geografía (íntima)

Como tengo trabajo, con plazos estrictos de entrega, no puedo abandonarme en lecturas de largo aliento ni abordar entradas de largo recorrido. Y me gusta este nuevo régimen de lectura y escritura. Se siente uno como un caminante que recogiera flores silvestres, pocas, a la orilla de un río, y, de vuelta en casa, las dejara en un cuenco con agua fresca de una fontana fría para lavarse los ojos a la mañana siguiente. Cuando venimos a pasar unos días en Tui, como es el caso, cada vez que hago un alto en la redacción de una minibiblia –un documento de seis páginas que contiene los ingredientes básicos de una serie (son sólo seis páginas, pero me costaría bastante menos escribir sesenta de cualquier otra cosa)-, me doy una vuelta por el pasillo para estirar la espalda y aprovecho para hojear los libros de cine –qué subrayados están algunos, El lenguaje del cine de Marcel Martin, Cinematismo de Sergei Einsestein, El Cine-Ojo de Dziga Vertov-, o por la habitación de nuestro hijo con parte de sus libros, o por la sala donde han quedado los libros que no tenemos con nosotros más que cuando venimos aquí. Esta casa se ha convertido en los últimos veinte años en un asilo de libros, aquí se han quedado los que se caen a cachos –como los de bolsillo de la colección Libro Amigo de Bruguera o de la vieja Alianza-, los que ya no volveremos a leer, los que quizá volvamos a leer pero pueden esperar y aquéllos de los que uno debe separarse porque donde vivimos desde hace diez años ya no hay sitio para más, aunque los eche de menos. Dos o tres veces al año, hay trasiegos de libros entre una y otra casa, y algunos de los que vienen acaban volviendo. Debe tener razón Adelita y esto de los libros es una enfermedad. Cuántas veces me he dicho que los libros de aquí necesitarían una purga definitiva y que algún librero de viejo nos liberara de ellos definitivamente. Vaya palabra, definitivamente. Pues eso, que hago un descanso en la dichosa minibiblia (es broma, no me quejo) y recorro los anaqueles. Y encuentro los libros -de novela negra- con el canto quebrado de tantas lecturas y de tantas manos, los de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, David Goodis, Chester Himes, Ross Macdonald, Lawrence Block, Jim Thompson, Horace McCoy… Y recuerdo incluso cuándo y dónde los leímos, sobre todo aquéllos que quedaron unidos a una montaña, a un bosque, a un río, a una playa, a una sombra… En verano. En Tarifa, en Locmariaquer, en O Courel, en Oggebbio, en el valle del Cabuérniga… Siempre con tienda de campaña, aunque yo suspirara cada vez que pasábamos delante de un hotel, Ángeles y nuestro hijo se derretían por esas noches estrelladas contempladas, ya acostados boca arriba, antes de cerrar la tienda. Y me alegro de haberme resignado porque ahora la memoria de aquellas noches nos acompañan a todos. Recuerdo a nuestro hijo echado boca abajo junto a la corriente del río Mao en el Xurés leyendo Cien años de soledad o unos años antes junto al río Ser en Os Ancares, El señor de Ballantree… A Ángeles leyendo Mar de fondo de la Highsmith en la playa de Mareta junto a la Punta de Sagres… Y recuerdo como si fuera hoy la lectura de los cuentos de Cortázar aquel verano del 79, cuando en Galicia apenas había campings y se podía acampar en cualquier sitio desde Corrubedo hasta Ribadeo, y recorrimos las rías altas y las del norte de playa desierta en playa desierta como aquel que dice. Y los vecinos de las aldeas adonde íbamos a parar incluso no ofrecían los eidos para montar la tienda e insistían en que cogiéramos agua del pozo y se preocupaban por si teníamos suficiente comida… Cuando recorro con la mirada los cantos de los libros aquí en Tui, es como si hojeara un manual de geografía íntima, algo parecido a recorrer con el dedo el mapa de una memoria feliz. Como leer un libro con los pies en el agua de un regato, algo parecido a lo que hace Sócrates con Fedro en el diálogo de Platón; interrumpí a Ángeles, que anda embebecida -por segunda vez- en Casa desolada de Dickens, para leerle ese fragmento del Fedro y, tras escucharlo, le puso por título “El pediluvio”:


SOCRATES.- ¡Por Hera! Hermoso rincón, con este plátano tan frondoso y elevado. Y no puede ser más agradable la altura y la sombra de este sauzgatillo, que, además, está en plena flor, seguro que es de él el perfume que inunda el ambiente. Bajo el plátano mana también una fuente deliciosa, de fresquísima agua, como me lo están atestiguando los pies. Por las estatuas y figuras, parece ser un santuario de ninfas o de Aqueloo. Y si es esto lo que buscas, no puede ser más suave y amable la brisa de este lugar. Sabe a verano, además, este sonoro coro de cigarras. Con todo, lo más delicioso es este césped que, en suave pendiente, parece destinado a ofrecer una almohada a la cabeza placenteramente reclinada. ¡En qué buen guía te has convertido, querido Fedro!

FEDRO.- ¡Asombroso, Sócrates! Me pareces un hombre rarísimo, pues tal como hablas, semejas efectivamente un forastero que se deja llevar, y no uno de aquí. Creo yo que, por lo que se ve, raras veces vas más allá de los límites de la ciudad; ni siquiera traspasas sus murallas
.

SÓCRATES.- No lo tomes a mal, buen amigo. Me gusta aprender. Y el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad. Por cierto, que tú sí pareces haber encontrado un señuelo para que salga. Porque, así como se hace andar a un animal hambriento poniéndole delante un poco de hierba o grano, también podrías llevarme, al parecer, por toda Ática, o por donde tú quisieras, con tal que me encandiles con esos discursos escritos. Así que, como hemos llegado al lugar apropiado, yo, por mi parte, me voy a tumbar. Tú que eres el que va a leer, escoge la postura que mejor te cuadre y, anda, lee.

Sobra decir que también nosotros nos preguntamos por el sauzgatillo. Según el diccionario de la RAE se trata de un arbusto de la familia de las Verbenáceas, que crece en los sotos frescos y a orillas de los ríos hasta tres o cuatro metros de altura, con ramas abundantes, mimbreñas, cuadrangulares y de corteza blanquecina, hojas digitadas con pecíolo muy largo y cinco o siete hojuelas lanceoladas, flores pequeñas y azules en racimos terminales, y fruto redondo, pequeño y negro.


El traductor Emilio Lledó apunta en una de sus notas al texto que el gran filólogo Ulric von Wilamowitz-Moellendorf, en su obra a propósito de Platón, tituló el capítulo sobre el Fedro: “Un feliz día de verano”.