Mostrando entradas con la etiqueta Nobuhiro Suwa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Nobuhiro Suwa. Mostrar todas las entradas

30/10/13

La noche transfigurada



Un fiscal, un comisario, un médico, unos cuantos policías y dos detenidos por asesinato viajan en tres coches por una carretera perdida de Anatolia en busca del lugar donde los asesinos confesos enterraron el cuerpo del delito.


Como por lo visto habían bebido lo suyo el día de autos y las únicas referencias geográficas que recuerdan los victimarios son una fuente, un árbol de copa redonda y un campo labrado, o quizá porque es de noche y fuentes, árboles y campos parecen iguales, o quién sabe si voluntariamente, el caso es que tardan en dar con el sitio y no será hasta el amanecer cuando lo encuentren (en una secuencia memorable).


A esas alturas han transcurrido las dos terceras partes de Érase una vez en Anatolia (2011) de Nuri Bilge Ceylan.


Pero no han hecho falta ni quince minutos para darnos cuenta de que el cineasta turco no está filmando un thriller o un noir, ni siquiera un policial. La búsqueda del lugar donde enterraron el cuerpo es un mero pretexto.


Hay otros asuntos enterrados que le preocupan más al cineasta; secretos fantasmas, digamos, tan mal enterrados como la víctima, por otro lado.


La estructura de road movie deviene una falsilla para trazar otras historias o para balizar los desvíos en la carretera perdida; o si se quiere, la road movie cobra visos de palimpsesto melancólico donde cada personaje inscribe su relato callado, que se desprende de forma sutil a través de miradas reveladoras (esos zapatos de tacón de la viuda en los que se fija el médico), relámpagos de belleza (ese tren que atraviesa la noche), pinceladas negras (esos melones que van a parar al maletero donde transportan el cadáver) o silenciosos vislumbres (esa lágrima temblorosa prendida del párpado del policía) .


Y gracias a la iluminación de Gökan Tiryaki, la noche entera -colmada de viento y sombras, y pintada a brochazos con las luces de los coches- se nos viste de noche transfigurada (que tanto nos recordó a la de ¿Dónde está la casa de mi amigo? de Kiarostami), propicia a la visita de los fantasmas de la memoria, ese pasado que oprime el corazón de los personajes; propicia también a la deriva onírica, y aun a la epifanía.


Como en esa escena hipnótica -central y cardinal- de Érase una vez en Anatolia, cuando la comitiva judicial hace un alto en casa del alcalde de un pueblo remoto de la estepa y, mientras cenan, el anfitrión  les cuenta cuánta falta les hace una morgue, porque allí sólo quedan viejos, los hijos están en Alemania y sólo se acuerdan del pueblo cuando mueren sus padres, entonces quieren despedirse y darle el último beso, y claro, si mueren en verano y tardan días en llegar, el cuerpo huele... Entonces se va la luz.


Y aparece la hija del alcalde que viene a traerles el té, como si de una visión angélica se tratara.


En el curso de la película, el personaje del médico -el doctor Cemal (Muhammet Uzuner)- no sólo se nos figura un personaje chejoviano, sino un trasunto del propio Chéjov; una figuración quizá agudizada porque estos días volví a Leyendo a Chéjov, ese viaje literario de Janet Malcolm que me está gustando mucho más que la primera vez hace casi diez años (quién sabe si porque leo mejor -o más adentro- La dama del perrito o El beso).


Pero esa escena en la que aparece la hija de la alcalde, iluminada por una candela, en las sombras de una noche de viento mientras ladran los perros, me recordaba algo más. Confirmé el pálpito en los créditos finales donde se reconoce la deuda de Ceylan con Chéjov, y en ficcionario, la jugosa bitácora de José Antonio Cascudo, encuentro la fuente de esa escena arrebatadora.


Chéjov cuenta en Las bellas (1888) un viaje de adolescencia del narrador con su abuelo por las riberas del Don durante una ardiente jornada de agosto. A medio camino paran en una fonda para dar de beber a los caballos y descansar. El dueño del negocio (un armenio de suprema fealdad) llama a su hija para que les sirva el té a los viajeros. Cuando la chica aparece, quedan extasiados ante su belleza y experimentan una suerte de epifanía, como si una brisa fresca inundase mi alma, barriendo todas las impresiones del día, todo el tedio, todo el polvo del camino.


Casi me atrevería a decir que, sin serlo de forma literal (y sin necesidad de verla como tal), Érase una vez en Anatolia se nos aparece como una de las más bellas adaptaciones de Chéjov -no de un relato en particular (más allá de esta escena) sino de un universo chejoviano-, y no ya por razones argumentales, sino -sobre todo- por una sintonía poética, en ese delicado equilibrio entre lo que se vela y lo que se desvela (o en lo que velándose se desvela, y viceversa), entre lo real y lo surreal (lo real como velo de lo surreal); una película chejoviana por reserva, por pudor, por tono. Por iluminación. Y por esos secretos fantasmas en una noche trasfigurada.




Y por un final donde se conjuga la mirada del escéptico y la compasión. Puro Chéjov. Y el silencio del corazón. Puro Ceylan.


Hace tres años, a finales de julio, escribí las primeras líneas de una entrada que se iba a titular "Los elementos", a propósito de Los climas de Nuri Bilge Ceylan. Y eso fue todo. Esto fue todo:

A menudo se desenfunda el formalismo a propósito del cine de Nuri Bilge Ceylan. Con el pretexto de su película Tres monos (2008) me referí a la cuestión de las formas, que, en el fondo, se reduce a cinco palabras: la forma es la cuestión. Ayer vimos Los climas (2006). Esta mañana me desperté reviviendo (y re-viendo) sus imágenes, que se adherían al cine interior, diríase que con una terca persistencia retiniana. Por los pasajes de la memoria transitaban Viaggio in Italia de Rossellini, El eclipse de Antonioni, Un couple parfait de Suwa, Reyes y reina de Desplechin, y esas películas de Bergman en las que el verano deviene una piel finísima que envuelve las pesadillas de las relaciones de pareja.

Ahí se quedó la entrada. En el umbral de Los climas. Hasta ayer, nuestra película preferida de Nuri Bilge Ceylan.


Hasta que vimos Érase una vez en Anatolia.


Una película larga (dos horas y media), donde más que la trama cuenta lo que calla (aunque se trata del filme más hablado del cineasta).


Una road movie, donde más que el viaje cuentan los desvíos por la conciencia de los personajes (una road movie metafísica acerca de la vida, la muerte y los límites del conocimiento, como la definió Manohla Dargis en una reseña del New York Times).


Una película preñada de silencios memoriosos, que se hilvana con miradas a los adentros y puntadas de humor negro.


En fin, una película bellísima; tanto, que se hace muy muy corta.


Una maravilla.

10/9/13

Pasamos


Uno de estos días vimos Antes del anochecer (2013), la tercera entrega de esa trilogía (de momento) -con Antes de amanecer (1995) y Antes del atardecer (2004)- que viene rodando Richard Linklater con Ethan Hawke y Julie Delpy, y que nos ha permitido acompañar a Jesse y Céline desde su enamoramiento en Viena, pasando por su reencuentro en París (tras la cita fallida y la separación), hasta estas vacaciones en Grecia, ya casados y con hijos, y con la relación en crisis. En el tramo central de Antes del anochecer, durante un largo paseo de Jesse y Céline, ella recuerda una película que vio de adolescente y la emocionó.


No menciona Viaggio in Italia, pero basta la evocación, porque el filme de Rossellini resuena en el curso de las imágenes de Linklater -como resuena en Un couple parfait de Suwa o en Copie conforme de Kiarostami-, hilvanando una suerte de filiación.


Ese paseo acontece tras un memorable monólogo de Natalia (Xenia Kalogeropoulou), una viuda, recordando a su marido durante el almuerzo de despedida de los protagonistas de Antes del anochecer con los amigos que los acogieron en el Peloponeso.


Natalia rememora cómo la abrazaba para dormir o cómo silbaba al caminar, pero últimamente empieza a olvidar los pequeños detalles y siente que lo está perdiendo. Entonces se obliga a recordar, cada rasgo de su cara, sus dientes, su pelo... Sólo que ya no está.


A veces puede verlo, como si un velo se moviera y él aparece y casi puede tocarlo...


Lástima, enseguida vuelve la realidad y se desvanece otra vez.


Procura estar atenta a primera hora, cuando la luz llega más atenuada, porque el sol consume la visión; él, no siempre, pero a veces aparece y desaparece, como el sol sale y se pone. Es como la vida. Aparecemos y desaparecemos. Y somos tan importantes para algunos... Pero sólo estamos de paso.


Algún día Jesse y Céline recordarán las palabras de Natalia y quizá entonces, a solas -quién sabe si también solos- la memoria los trastorne íntimamente, más hondo en todo caso que la conmoción presente al escucharla de viva voz. Desde luego fueron esas palabras las que me llevaron de vuelta a Viaggio in Italia (1953), aun antes de la evocación de Céline (y de la contemplación de los iconos en una capilla bizantina que visitan en el curso del paseo, otro pespunte con el filme de Rossellini).



Los filmes de Rossellini con Ingrid Bergman -y en especial Viaggio in Italia- devienen tentativas de dar forma fílmica a la experiencia de lo sagrado, no en un sentido religioso, o no sólo religioso, o religioso en un sentido etimológico: de religare, estar unido, atado... Para Rossellini la experiencia de lo sagrado se cifraba en una conmoción íntima, como revelación de nuestra contingencia, de nuestro desamparo, de que el único asidero reside en la conciencia de unión con el lugar -como matriz numinosa (el caos primordial en la isla volcánica de Stromboli)- y con el tiempo -como ese pasaje entre el pasado y el presente (las ruinas y el arte, la historia y la cultura en Viaggio in Italia); una conciencia que sólo aflora en el desvalimiento y la soledad, pero no siempre... La conciencia, en fin, de las ataduras con la tierra -naturaleza y misterio- del peregrino que somos, de que estamos de paso. Y pasamos.

(Continuará el "Viaje por Italia".)

21/11/09

Una niña en el bosque


Hay pocas formas más bellas para acabar un día que un cuento. Y qué mejor si se trata de un cuento tan bello como Yuki et Nina (2009), la película de Nobuhiro Suwa e Hippolyte Girardot. Como todos los cuentos, habla del miedo a lo desconocido y del dolor de la separación, o sea, de una iniciación y de un aprendizaje. Una verdadera odisea. Más aún si se trata del viaje de una niña de nueve años. Sus padres se separan: el padre se queda en Francia, la madre se marcha al Japón. Yuki irá a vivir con su madre y pronto se encontrará a miles de kilómetros de Nina, su mejor amiga. Pero las niñas no se resignan y van a poner todo de su parte para evitar que las separen. La película de Suwa y Girardot se despliega en una encrucijada de la infancia y cartografía herencias, vínculos y afinidades entre padres e hijos, pero esas filiaciones se nos muestran decantadas por el punto de vista de Yuki cuya mirada vertebra la película y nos lleva de viaje. Y como Yuki, tampoco nosotros podemos imaginar la naturaleza abismal de la experiencia que le aguarda. En el bosque. Ese territorio en el que se aventura Suwa arrastrado por Girardot, y gracias a esa inspiración transita por una geografía imaginaria que abre los horizontes de su cine. Pero la belleza del filme que enhebraron juntos radica en transitar ese territorio fronterizo sin levantar la voz, manteniéndose a la distancia justa de la experiencia de la niña, a la altura de Yuki. Al salir del cine, recordé algo que escribió Simone Weil a propósito del espectáculo de las flores del cerezo en primavera, de la fragilidad como condición de la belleza que nos llega a lo más hondo. Como ese viento que sopla en el corazón del bosque como huella del temblor que conmueve a Yuki.

Suwa y Girardot
en el rodaje de
Yuki et Nina


De Suwa ya hablamos a propósito de Un couple parfait. Girardot es un actor francés de larga trayectoria que quizá compagine en el futuro la interpretación con la dirección. Nunca habían trabajado juntos. Empezaron a trabajar en un proyecto común hace tres años indagando en los sentimientos personales respecto a la infancia y a la paternidad. Un proceso introspectivo que acaba cuajando en Yuki, una niña en la que cohabitan la herencia francesa (el padre de la niña lo interpreta el propio Girardot) y japonesa. Que Girardot combinara su presencia delante y detrás de la cámara permitía que la dirección surgiera también desde dentro de las situaciones: Un actor decide ya en buena medida la puesta en escena, controla los ritmos, las miradas. Una dirección que encontraba su correspondencia y modulación en Suwa tras la cámara: Hippolyte habla francés y tenía un contacto más directo con los actores. Gracias a esto yo podía quedarme en segunda línea y percibir las cosas de otro modo. Cada escena requería, por tanto, encontrar una convergencia de percepciones. Como en las películas anteriores de Suwa, el guión -por llamarle de alguna manera- consistía en una partitura de estados de ánimo, de claves tonales, de sentimientos que preñarían las situaciones que viven los personajes.


Es fácil imaginar que las niñas, Yuki y Nina, determinaban el rodaje de la película, de ahí surge la extrema dificultad de la filmación, un proceso delicado que los espectadores percibimos con la emoción a flor de piel de quien asiste a algo que sólo podría preverse hasta cierto punto. En definitiva, una buena parte del trabajo de Suwa y Girardot consistió en preparar lo que no podían anticipar y en prepararse para registrar lo que el azar les deparara. Y en aceptar una restricción básica: Noë Sampy, la niña que interpreta a Yuki, no estaba dispuesta a fingir, sólo interpretaba lo que de verdad sentía, aquello en lo que creía. La apertura a lo imprevisible y la vocación de verdad dotan a Yuki et Nina de un estremecimiento íntimo de tal belleza, a la vez serena y convulsa, que convierte su contemplación en una intensa experiencia cinematográfica.


Tras intentar que los padres de Yuki reconsideren su decisión y comprobar que la ruptura es inevitable, las niñas huyen juntas y se pierden en un bosque. Entramos en el territorio de los cuentos, que ya había sido sembrado en la primera parte del filme cuando las niñas echan mano del universo imaginario para evitar que las separen. La gran escena del bosque nos depara el momento inefable por excelencia de esta película admirable. Las niñas se pierden de vista y Yuki se interna en la espesura que parece transfigurarse con su presencia hasta llegar al lindero del bosque. Y entonces descubrimos, como la niña, que estamos en otro mundo: ha cruzado un abismo que aún no puede nombrar. Porque, sin que lo hubiéramos advertido, se ha producido un salto entre dos universos, entre dos esferas de la experiencia, entre dos tiempos unidos por lazos invisibles. Una ruptura que no es una elipsis, ni un flashforward, ni un flashback.


Es uno de esos momentos primordiales que trasforman la infancia en una experiencia fundacional. Una revelación que la razón no puede traducir pero que el filme de Suwa y Girardot puede denotar en todo el misterio que encierra su ausencia, su invisibilidad. Porque lo invisible y la ausencia son las huellas perdurables del cine. Allí donde se revelan las afinidades que perviven más allá de la geografía de los mapas y el tiempo de los relojes. Porque Yuki descubre una filiación que sutura las heridas de la separación y que la religa con unas raíces que desconocía. Pero, como en todos los cuentos verdaderos, sólo tras afrontar el aislamiento radical, la soledad, el desamparo de la 'noche oscura'. Cuando sólo era una niña en el bosque.


27/2/09

Los límites de la ficción (y de su guión)



En el nº 19 de Cahiers de cinéma (España) del pasado enero leo:

Habría que reconocer que la seguridad del guión ya no funciona. El dominio del relato y el virtuosismo de la puesta en escena que antes intentaban, y conseguían, abarcar el mundo, proyectar una hermosa unidad, son ya algo caduco (…) El apetito de inteligibilidad ya no encuentra con qué alimentarse en la pesada mecánica de una ficción segura de sí misma. Reclama la precisión, la modestia, el respeto de situaciones que sólo un “gesto” documental puede ofrecerle. (Jean-Pierre Rehm)


Jean-Claude Carrière

En El País del sábado 17 de enero pasado leo el diagnóstico de Jean-Claude Carrière a propósito del estado de cosas del cine:

El guión no es la última aventura de la etapa literaria sino la primera de algo muy distinto (…) El cine se rige hoy por una ley innoble: la falsificación de la acción, que no está ya en la pantalla, sino en la cámara: falta imaginación y trabajo en los guiones. (…) El cine ha perdido la fuerza cultural que tenía en los sesenta y setenta, cuando era imposible cenar sin hablar de Fellini, Renoir o Buñuel.

O sea, por un lado, la ficción no es suficiente, y por otro, la que se hace es muy mala. Vayamos por partes. Sobre lo de la fuerza cultural del cine en las cenas, quizá Carrière ya no encuentre a nadie con quien cenar mientras habla de Renoir, pero uno aún encuentra con quien comer y cenar mientras echa mano de Ford, Bergman o Godard. Y desde luego, aquí el cine no tiene fuerza cultural, pero es que no la tuvo nunca. Pero entremos en el nudo de su diagnóstico.

Carriére habla de que la acción ya no está en la pantalla. El problema, desde esa perspectiva, es más grave: no es que la acción no esté en la pantalla, que podía no estar, es que la acción no está en la cabeza –en la imaginación- del espectador, que es donde realmente debe acontecer la acción. Dicho de otra forma, estamos olvidando que el cine se hace de cachitos de película pegados con un determinado orden –el montaje- y que se proyectan sobre una pantalla, pero que se viven en la mente de cada espectador. Olvidamos que un guión debe escribirse para esa pantalla interior donde transcurre el tiempo del filme y donde acontecen las emociones. O sea, en el guión no contamos una historia, describimos los pedacitos de filme que unidos más tarde se convierten en la cinta de los sueños para el espectador. Dicho de otra forma, en el guión no se cuenta una historia sino los ladrillos de una construcción que cobrará forma virtual en el imaginario de quien la contempla. Y el primero que contempla esa película imaginaria es el lector del guión.



Así que estamos ante un grave problema, porque nos encontramos delante de un texto difícil de leer, más aún, que no basta leer, que hay que imaginar, que hay que ver la película que sale de esos cachitos, de esos pedacitos que sólo cobran sentido al desplegarse sobre una pantalla íntima. Total que, como muchas veces (por no decir casi siempre) los guionistas dudan de esos lectores, en vez de contar los pedacitos cuentan la historia, que ya no es cine sino literatura (probablemente mala literatura), pero que dan una apariencia de fluidez (de facilidad) que finalmente acaba cuajando en un engaño que se convierte en el germen de un gigantesco malentendido, la película que veremos, que no dejará espacio a la imaginación, y provocará que el espectador apague su proyector interior y se conforme con la golosina visual que le ofrece la pantalla (de la televisión, del cine…). Habrá fracasado entonces el encuentro de miradas que el cine debería proponer para convertirse en mero consumo de imágenes.


W.G. Sebald

Por otro lado, la ficción no es suficiente. Y no sólo en el cine. La literatura desde hace varias décadas transita por territorios donde la ciencia y la vida salen al encuentro de la invención con pretensiones mestizas. Los ensayos de Borges, pongamos por caso. Los libros de aluvión de Cortázar (El último round) o de Monterroso (La palabra mágica). La obra entera de W. G. Sebald. Buena parte de la de Enrique Vila-Matas. Literatura donde la nota ensayística, el diario, la ficción, una noticia, la investigación médica o la esquina de una calle encuentran acomodo en una obra donde la ficción cumple un papel catalizador, iluminador si se quiere, pero no colonizador. Quizá porque lo real exige un ultimo refugio en la ficción al amparo de las inclemencias abrasivas del tiempo.

Pero además debemos tener en cuenta que, cuando hablamos del guión, trasteamos un texto combustible que puede estallarnos en las manos, si nos encastillamos en lugares comunes o aplicamos recetas de manual, que no son más que tranquilizantes de uso tópico ante el desasosiego de abrirnos a lo desconocido –al verdadero misterio- que lleva aparejada cualquier obra viva.



Admitámoslo, algunas de las películas realmente vivas de esta década no se despliegan a partir de un guión clásico o al uso (Borau lo definió así: un guión es un texto que contiene una película ya inventada pero aún no realizada), sino más bien a partir de sus grietas, de sus lagunas, de sus márgenes: La leyenda del tiempo de Isaki Lacuesta, No quarto da Vanda de Pedro Costa, Un couple parfait de Nobuhiro Suwa o En construcción de José Luis Guerín… O recordemos Alicia en las ciudad de Wenders –incluso París-Texas, no digamos En el curso del tiempo-, En la ciudad blanca de Alain Tanner… Y aún más atrás, Stromboli o Viaggio in Italia de Rossellini.



En resumidas cuentas, a veces la vida no cabe en un guión, pero claro, exige idear el dispositivo, el método idóneo para registrarla. Y la disponibilidad de ánimo. Exige instalarse en la frontera de la incertidumbre. En los límites de la ficción (y de su guión).

9/2/09

La intimidad

Lo único que de verdad importa es lo que pasa entre dos personas que están en la misma habitación. (Francis Bacon)



Todos los filmes, que merecen ser llamados filmes, son todos filmes peligrosos para todos los implicados en su realización. Quizá no hay un gran filme sin el sentimiento de que podría haber sido una catástrofe, que incluso debería haberlo sido sin esa especie de milagro que lo salvó. Estas palabras de Jacques Rivette podrían haber sido escritas a propósito de algunos filmes de Nobuhiro Suwa (Hiroshima, 1960). En especial de Un couple parfait (Una pareja perfecta, 2005).

La filmografía de Suwa puede contemplarse como una conversación inacabada –quién sabe si inacabable- con la modernidad cinematográfica europea. Una modernidad que Rivette, entonces crítico de Cahiers, auscultó y proclamó a partir de Viaggio in Italia (1953) de Rossellini, precisamente el filme con el que Suwa dialoga en Un couple parfait y con el que establece un productivo juego de espejos: tan semejantes, tan distintos. Desde Viaggio in Italia, cualquier filme cuenta la historia de cómo se hizo, una huella de la modernidad que hoy podríamos rastrear en una película capital –de cabecera- como La regla del juego (1939) de Jean Renoir. En ese sentido, no resulta exagerado afirmar que las películas de Suwa llevan su making of incorporado.


Rodar supone, entonces, encarar con alegría lo imprevisible, hasta el punto en que distinguir entre ficción y documental deviene superfluo –otra huella de la modernidad-. Tengo siempre la impresión de que todos mis filmes son documentales sobre “mis” actores y sobre la manera de hacer cine”, asegura Suwa. Así, Un couple parfait puede verse como un documental sobre la actriz Valeria Bruni-Tedeschi que interpreta a Marie, su protagonista. De igual forma que Viaggio in Italia era, y continúa siendo, un fascinante documental sobre Ingrid Bergman, más aún, sobre su relación con Roberto Rossellini; en la misma medida que la primera película que hicieron juntos, Stromboli (1949), puede –incluso debe- contemplarse como el documental sobre una actriz –o mejor, una estrella- arrancada del cine de Hollywood que acaba en una isla perdida del cine europeo.


Roberto Rossellini, Ingrid Bergman y George Sanders
en un momento del rodaje de Viaggio in Italia

Desde 2/Duo (1997), pasando por M/Other (1999), Nobuhiro Suwa elimina la fase de escritura del guión y, a partir de una situación argumental definida, involucra al equipo –actores, director de fotografía y sonidista- en el proceso de creación del filme. En Un couple parfait, el rodaje más corto del cineasta de Hiroshima –once días-, parten de un esbozo de argumento de seis páginas, o más bien de un diseño tonal –una partitura-, sobre la idea del colapso de un matrimonio. Y, claro está, la referencia de Viaggio in Italia. De ahí en adelante Un couple parfait se transforma en un filme a corazón abierto: malestar, sorpresa, desamparo… se convierten en materiales que la cámara de Caroline Champetier, responsable de la dirección artística y de fotografía-, registra con delicadeza. Quién sabe si esos materiales son hijos de lo real o de la ficción, pero llevan la marca del método de Suwa que filma sin la red del guión.


Valeria Bruni-Tedeschi en el rodaje
de Un couple parfait

Si en el cine clásico la cámara permanece a las puertas de la intimidad –recordemos el “toque Lubitsch”, por ejemplo-, el cine moderno la transfigura en savia nutricia. La intimidad deviene tema central. La pareja, el matrimonio, se convierte en figura dominante de los filmes más representativos de la modernidad: el ya citado Viaggio in Italia, los de Cassavettes –con Gena Rowland-, los de Ingmar Bergman –con Harriet Andersen, Ingrid Thulin, Liv Ullman-, los de Godard –con Anna Karina-, los de Eustache, los de Garrel…


Nobuhiro Suwa en el rodaje
de Un couple parfait

En los filmes de Suwa, la intimidad resulta una idea nuclear. La pareja es su tema. Idea y tema que en Un couple parfait se encarnan en un matrimonio –Marie y Nicolas- en proceso de disolución, que acude a París para asistir a la boda de unos amigos. La cámara se planta, por así decir, ante una pareja que se rompe. Entonces asistimos a un delicado tratamiento del espacio –piedra angular de la puesta en escena de Suwa-: el cineasta tiene que resolver en la planificación la misma cuestión que Marie y Nicolas: ¿dónde dormimos?/¿dónde pongo la cámara? Un problema íntimo convertido en un problema de puesta en escena. Un couple parfait se transforma desde ese momento en una experiencia cinematográfica que añade vacilaciones, azares, emociones que brotan… encuadrados con rigor por Suwa.


Fotograma de Un couple parfait

Marie/Valeria Bruni-Tedeschi visita el museo Rodin –escena en la que resuena la visita al museo de Nápoles de Ingrid Bergman en Viaggio…- y, mientras contempla a los amantes –abrazados, fundidos- esculpidos por el artista, una guía cita a Rilke: el cielo próximo aún no alcanzado/ el infierno vecino aún no olvidado. El filme de Suwa abraza el aquí y el ahora de la pareja, y su cámara se convierte en un fonendoscopio del vértigo al que se ve abocada, por eso contemplarla en su cruda belleza nos resulta conmovedor.

En el cuarto del hotel, Marie y Nicolas duermen en espacios improvisadamente separados pero suficientemente próximos. En términos de Suwa, no están en el mismo plano, viven en campo/contracampo. Cuando Valeria Bruni-Tedeschi susurra “duerme bien, mi amor”, algo que Nicolas no puede escuchar, asistimos a un momento estremecedor de la intimidad emocional que sólo nosotros, espectadores privilegiados, podemos compartir, pero, lástima de reglas de juego del cine, no aliviar.

Fotograma de Un couple parfait

Y nada hay más emocionalmente violento que cuando Marie solicita la ayuda de su marido para elegir el vestido que va a llevar a la boda y le pide que la mire: ese “mírame” representa una forma de forzarlo a compartir el mismo plano, a convivir en el mismo espacio, pero también, como ha señalado Luís Miguel Oliveira, una invocación casi mágica a una intimidad que se esfuma ante nuestros ojos, plano a plano, y que no pasa por las palabras sino por algo misterioso e inefable.


Fotograma de Un couple parfait

Quizá por eso, Suwa, al final de la película, invoca, no ya el milagro, como Rossellini, sino los orígenes del propio cine. Quizá estamos ante un nuevo comienzo para todos, de volver a mirar a mujeres y hombres como si fuese la primera vez.