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25/8/19

Canalladas


En el aquel de traer a cuento el domingo pasado a los blacklisted que trabajaron con Buñuel en México, recordé otros episodios de la caza de brujas en Hollywood y pasé algunas horas esta semana comprobando que la memoria no me engañaba. Y mientras documentaba mis recuerdos comprobé que aquel tiempo de canallas, como lo definió Lillian Hellman, se evoca a menudo como una historia de héroes y traidores, pero suele solaparse la responsabilidad de los ejecutivos de Hollywood que hicieron causa común con los inquisidores del HUAC (el Comité sobre Actividades Antiamericana del Congreso de los USA). O dicho de otra forma: la lista negra en Hollywood fue posible porque los ejecutivos (mandamases y financieros) de los grandes estudios tragaron (a diferencia de los empresarios teatrales de Broadway, pongamos por caso) con los requerimientos del Comité; sin ese acatamiento, el HUAC hubiera tenido los días contados (Hollywood le servía de altavoz para atemorizar a la izquierda y reforzar el control social). Conviene recordar que si te veías en la lista negra, quedabas sin trabajo y sólo te rehabilitabas y recuperabas el empleo si, además de confesar tu culpa como comunista (fueras o no militante del partido), ejercías como delator, si dabas otros nombres de comunistas. No bastaba la confesión, había que degradarse con la delación. Algunos guionistas siguieron trabajando con seudónimos o en negro, utilizando como pantalla a otras personas (guionistas, como Philip Yordan, o no), fue el caso de Dalton Trumbo, Hugo Butler, Ben Maddow, Michael Wilson o Ring Lardner Jr.; directores y actores lo tenían más complicado, hubo quien volvió al teatro en Broadway (John Cromwell), quienes trabajaron en el exilio (Jules Dassin, Joseph Losey, Hugo Butler, Betsy Blair o Lionel Stander) y quienes tuvieron que esperar a que se extinguiera la lista negra unos quince años después (Gale Sondergaard). También había una nebulosa lista gris integrada por quienes, aún sin figurar en la lista negra, ya no encontraban trabajo o, en el mejor de los casos, sólo en producciones marginales o en los estudios de Poverty Row, los pobretones de Hollywood.  (En las comparecencias ante el HUAC, no faltaron acusaciones de antifascistas prematuros, si el antifascismo de este rojo o aquella roja se había manifestado antes del ataque japonés en Pearl Harbour, por ejemplo apoyando a la República durante la guerra civil española.)

Ring Lardner Jr. ante el HUAC en el otoño de 1947.

Ring Lardner Jr., el guionista de Woman of the Year (Cukor, 1942) o MASH (Altman, 1970), uno de los Diez de Hollywood (los diez testigos hostiles ante el HUAC, acusados de desacato y condenados a penas de prisión), comunista desde 1936, encarcelado en 1950 durante casi un año en el penitenciaría de Danbury, por negarse a declarar su afiliación (invocando la Primera Enmienda) y delatar a otros, escribió cincuenta años después en sus memorias Me odiaría cada mañana (las palabras que pronunció ante el HUAC cuando le preguntaron si era miembro del Partido Comunista: Podría contestar, pero si lo hiciera me odiaría cada mañana):
...no fuimos tan heroicos como la gente nos pinta. Analizando el asunto, me parece más riguroso decir que, dadas las circunstancias, sólo había una actitud posible salvo que estuviéramos dispuestos a comportarnos como unos perfectos hijos de puta.
Fotografías de la ficha carcelaria de Ring Lardner Jr 
en Danbury con su fecha de ingreso: 6 de junio de 1950.

Uno de sus amigos y camarada era el guionista Richard Collins (con funciones de responsabilidad en la sección del Partido Comunista en Hollywood), incluido en la lista negra como testigo hostil desde las primeras convocatorias del HUAC en 1947. A Ring Lardner Jr el 12 de abril de 1951 le faltaba poco para salir de la cárcel cuando un preso le avisó de que estaban hablando de él en la radio. Lo siguió hasta la sala común y escuchó a su viejo amigo Richard Collins delatando ante el HUAC a sus antiguos camaradas, incluido Ring Lardner Jr. Entre esos camaradas que delató Collins figuraba su propia mujer, la actriz Dorothy Comingore. No sé si os suena, pero seguro que recordáis a Susan Alexander el personaje que encarnó en Citizen Kane.


Tampoco es extraño si no os suena. Antes de rodar con Welles su filmografía hilvanaba personajes sin acreditar y, acreditada como Linda Winters, papeles secundarios y un par de papeles principales en westerns de serie B. En Citizen Kane aparece acreditada por primera vez como Dorothy Comingore. Después de rodar con Welles, imaginó que le llegarían más papeles así... Lo recordaba el propio cineasta en sus conversaciones con Henry Jaglom:
Durante dos o tres años rechazó todos los papeles que le ofrecían en espera de alguno como el de Susan Alexander. (...) A todo el mundo le gustó el trabajo de Dorothy en Kane, así que se encontraba en muy buena posición. Poseía ese pathos susceptible de transformarse en amargura y resentimiento, ese pathos que procede de la inseguridad...

Collins no sólo la delató. Le contó al jurado que se había divorciado de ella porque se negaba a dar nombres. Dorothy Comingore no sólo se negó a declarar y delatar a nadie cuando compareció ante el HUAC, se burló del tribunal y la prensa aireó aquellas chanzas al día siguiente. La venganza no se hizo esperar: Collins consiguió incapacitarla por militancia comunista y alcoholismo, y la actriz perdió la custodia de los hijos. Y siguió el calvario: sin trabajo, el teléfono pinchado, registros domiciliarios en su ausencia, encerrona con policías que la detienen por prostitución, ingreso en un manicomio aconsejada por un juez para recuperar la custodia de los hijos (no los volvió a ver hasta que fueron adultos)... Un rosario de canalladas. Y el eclipse.


Su ultima película la rodó en 1951, un año antes de comparecer ante el HUAC: un papel secundario en The Big Night, de Joseph Losey. Fue el último crédito de Dorothy Comingore, en una película marcada por la lista negra. En el apartado del guión figuran acreditados el director y Stanley Ellin (el autor de la novela que adaptan), pero en realidad Losey lo reescribió con Hugo Butler en un recóndito refugio de montaña a varias horas de Los Ángeles, así el guionista pudo evitar ser arrestado por desacato al Comité sobre Actividades Antiamericanas. Pero la reescritura se interrumpe cuando Butler se exilia en México con la familia; lo sustituyó, recién salido de la cárcel, su amigo Ring Lardner Jr. (que lo había reclutado para el Partido Comunista en 1943) para terminar el trabajo por un modesto sueldo que el director pagó de su bolsillo. Y continuó el acecho: el FBI presionó y pagó al actor protagonista, John Barrymore Jr., para que informara sobre las posibles actividades antiamericanas del cineasta, con quien había trabado amistad durante el rodaje. Fue la última película de Losey en Hollywood antes de exiliarse en Europa.


Quince años después, el cineasta recuerda en una conversación con Tom Milne a propósito de The Big Night cuánto le gustó trabajar con Dorothy Comingore, una actriz de enorme sensibilidad, y para dar una idea de la atmósfera terrible que se respiraba en Hollywood con la lista negra evoca una visita a la actriz en un hotel. Cuando la vio, Losey se llevó una sorpresa: llevaba el pelo casi al rape. ¿Por qué se lo había cortado de esa manera, si tenía una melena maravillosa? Dorothy se lo contó:
Bueno, oí por la radio a mi marido declarando ante el Comité de Actividades Antiamericanas y acusando a sus amigos. Me sentí como una colaboracionista, así que me rapé la cabeza.

14/7/19

El 4º tuerto


Hubo una vez cuatro tuertos en el cine. ¿O eran cinco? Los tres primeros tuertos -con parche en el ojo- eran (son) gigantes: FORD, LANG, WALSH. ¿Qué os voy a contar? El quinto igual no era tuerto, pero también llevaba parche; claro que, con según cuántas copas encima (o con lo que fuera que se metiera aquel día) cambiaba el parche de ojo, pero, cuidadito, Nicholas Ray es Nicholas Ray y tiene venia, así que podía hacerse el tuerto cuanto quisiera y ponerse el parche donde le petara. El cuarto tuerto era el húngaro André De Toth.


No era un gigante como los tres primeros ni fue tan amado como el quinto, pero era un gran director. Cito apenas seis películas suyas espléndidas -no son las únicas (sí, las que más me gustan)- que avalan con creces el adjetivo: la antinazi None Shall Escape (1944), dos noir -Pitfall (1948) y Crime Wave (1953), un par de westerns (con su aquel noir también) -Ramrod (1947) y Day of the Outlaw (1959)- y su última película, Play Dirty (1969); incluso títulos como Slattery's Hurricane (1949 o Man in the Saddle (1951), sin gustarme tanto, deparan siempre alguna secuencia memorable, ideas fulgurantes de puesta en escena y ambición formal.


De las que más me gustan siento predilección por Day of the Outlaw (a Ángeles también le gusta mucho, volvimos a verla este viernes). Un western de atmósfera tan glacial que hasta los interiores (tan desnudos, tan dreyerianos, diríamos) destilan una intemperie turbia de almas y espacios, donde el hielo amenaza con enlodarse sin remedio con los gritos de unos personajes que se ahogan en el silencio de una naturaleza inclemente. Un poema de amarga desolación. El topónimo de aquel villorrio perdido en aquel paraje helado resulta de lo más elocuente: Bitters.


Como autor del guión, a partir de la novela (con el mismo título) de Lee E. Wells, figura acreditado Philip Yordan, el guionista más sospechoso de la historia del cine. Según Ben MaddowYordan no escribió una palabra en su vida. Durante años le sirvió de pantalla a guionistas blacklisted (como el propio Ben Maddow), que pudieron seguir trabajando y cobrando sin acreditar. André De Toth asegura que escribió los diálogos con Robert Ryan, el actor protagonista (se implicó a fondo en la película), aunque no le importó que Yordan se llevara el crédito; le gustaba aquel tipo (y no era el único: al parecer, Yordan caía simpático). Cabe sospechar, si pensamos en la minuciosa preproducción del director, que la reescritura del guión fue más allá de los diálogos.


André De Toth trabajó con un presupuesto muy ajustado pero pudo decidir asuntos cardinales como rodar en blanco y negro, en lo más crudo del invierno, construir el villorrio en las montañas de Oregón (en la película, Bitters es un poblacho perdido de Wyoming) con una precisa orientación geográfica en su trazado (de hecho tuvieron que construirlo dos veces: la primera vez no respetaron las indicaciones del cineasta) y elegir a un magnífico director de fotografía como Russell Harlan (no habían vuelto a colaborar desde Ramrod). No olvidemos el gran trabajo (por sustracción) del director artístico Jack Poplin.


El reparto se quejó lo suyo por tener que rodar en tan duras condiciones meteorológicas. La verdad, debía hacer un frío que pelaba: atraviesa la pantalla y lo experimentamos al ver la película. Pero las quejas desaparecieron en cuanto André De Toth se presentó una mañana desnudo de cintura para arriba y empezó de esa guisa una nueva jornada de rodaje (imagino que la treta funcionó porque el reparto lo formaban mayormente hombres, muy sensibles a esas demostraciones masculinas). Quien no se quejó, sino que se lo pasó de lo lindo, fue Russell Harlan, encantado de rodar en exteriores. Se palpa la alianza del cineasta con su director de fotografía en esa panorámica de 360º (una figura tan cara a De Toth) que destila toda la desolación del lugar justo cuando más lacerante nos resulta.


El primer movimiento de Day of the Outlaw se correspondería con el tercer acto de un western centrado en la lucha ganaderos/granjeros donde estaría a punto de estallar el enfrentamiento entre el ganadero Blaise Starret/Robert Ryan y el granjero Hal Crane/Alan Marshal que viene a Bitters a recoger el alambre de espino para cercar sus tierras, un conflicto anudado también por el triángulo con Helen Crane/Tina Louise, en un tiempo amante de aquél y ahora esposa de éste.


Pero el enfrentamiento definitivo que preludia ese soberbio travelling siguiendo una botella de güisqui vacía que rueda por el mostrador, como cuenta atrás de una violencia a punto de estallar, se quiebra y suspende cuando irrumpe Jack Bruhn/Burl Ives al frente de su banda de forajidos, un giro que lanza la película en una dirección inesperada, cargada con una tensión y urgencia crecientes que compromete a todos los avecinados en el villorrio por el tiempo que los forajidos, perseguidos por el ejército después de atracar el convoy con la paga de los soldados, los tengan secuestrados; la banda hace un alto obligado en Bitters: Jack Bruhn tiene una bala profunda en el pecho, que le sacará el barbero, y necesita recuperarse.


La irrupción de los forajidos desplaza el eje de los antagonismos, preñados de matices y complejidad; el principal, encarnado por el jefe de la banda y Blaise Starret, sin olvidar el de Bruhn con los más insolentes y peligrosos de sus hombres, durante todo un segundo movimiento de la trama preñada de un atmósfera claustrofóbica, gravitando en torno a la espera (dilatada hasta lo angustioso en la secuencia del baile con una obsesiva y amenazante panorámica circular), y así en una gradación sostenida hasta su culminación.


Y qué culminación esa extraordinaria secuencia final con la banda, guiada (es un decir) por Blaise Starret, en una huida a ninguna parte, adentrándose en las montañas, donde el tiempo se dilata, con los hombres a caballo enterrándose en la nieve, helándose animales y hombres (ese forajido que ya no puede disparar a Blaise Starret porque se le han congelado los dedos), prisioneros del silencio blanco, en palabras de André De Toth. Pocas veces el cine nos ha deparado un sufrimiento tan vívido destilado por un dolor helado.


En esa última secuencia, Day of the Outlaw deriva hacia lo fantasmagórico (y hasta lo metafísico) y pudiera muy bien verse entonces como el ritual funerario de un género (con Track of the Cat, de Wellman, en la memoria), un western extraño, terminal, tan olvidado (quizá) como hermoso, que le debemos a la mirada ardiente del cuarto tuerto.
  

30/11/11

Dos mil noches después del Hotel Aurora



Continuemos. Si convenimos en clasificar Johnny Guitar como un western, hay que admitir que se trata de un western la mar de raro. Resultado de una colisión de furias, como Vienna y Emma, se resuelve con tiros contados en un estallido plástico -el vestido de encaje de un blanco radiante de Vienna sobre el rojo granítico de la pared del saloon en el que irrumpen Emma y compañía recién llegados de un funeral con el blanco y negro del luto, o el rojo sobre rojo (tan del gusto de Ray) del fotograma que sirve de umbral a esta entrada o el pañuelo escarlata sobre la camisa amarilla de aquélla en la escena final-, conjugado con un desafío verbal desbordante donde se disparan réplicas memorables, en lugar de balas, con miradas asesinas.


Se traspasan los marcos del género y se revientan las costuras de las convenciones como nunca a las alturas de 1954, como casi nunca a nuestras alturas. Cómo va a extrañarnos que Truffaut definiera la película como La  Bella y la Bestia del Oeste. Un western de cámara que transfigura las limitaciones del efímero sistema Trucolor de la Republic y explora los límites de la temperatura de color para ofrendarnos un estallido plástico inusitado digno de un montaje operístico de algún Shakespeare de Verdi; la audacia de semejante barroquismo exacerbado se calibra mejor si pensamos que se trataba de la primera película en color de Nicholas Ray, que había dirigido películas en un blanco y negro tan hermoso como Los amantes de la noche -con fotografía de Georges E. Diskant-, En un lugar solitario -con fotografía de Burnett Guffey-, La casa de las sombras -otra vez con George E. Diskant-


o The Lusty Men -con fotografía de Lee Garmes-,


y se explica -hasta donde es explicable lo insólito- si caemos en la cuenta de que el director de fotografía Harry Stradling, además de iluminar un noir como Cara de ángel de Preminger, le había sacado los colores a un musical como El pirata de Minnelli. El delirio visual más allá de cualquier límite de Johnny Guitar denota el arrebato romántico más allá de cualquier tiempo; allí todo pasa por las miradas y deviene música para los ojos del espectador, algo que se corresponde con la concepción del cine de Nicholas Ray: La cámara es un microscopio que detecta la melodía del mirar; milagrosamente, los excesos -pero también los límites- cobran visos poéticos, latidos líricos, ecos crepusculares, vibraciones trágicas y resonancias oníricas. Un western soñado y un ensueño de la memoria. Quizá por eso quiso Godard que, en Pierrot le fou, Ferdinand (Jean-Paul Belmondo) llevara a su hijita a ver Johnny Guitar, para que aprenda algo que valga la pena -algo que sólo el cine (de Ray) puede enseñarle-, que es una forma de convertir la película en un poema pedagógico.


Y, en fin, si semejante western ha devenido un clásico, hemos de convenir que pocos clásicos menos clásicos que Johnny Guitar. Lo propio, en definitiva, de un cineasta que tenía por divisa soy un extraño aquí, que bajo la forma de réplica pone en labios del protagonista del más extraño de los westerns.

¿A quién si no a Ray se le iba a ocurrir la idea 
de poner a un tipo, apostado para vigilar la llegada 
de sus persiguidores, leyendo un libro?  

Johnny Guitar es un pistolero que sólo quiere destinar sus manos a tocar la guitarra, es decir, un hombre que debe refrenar sus impulsos violentos, como el Dixon Steele de En un lugar solitario; un hombre cansado que llega al saloon de Vienna en busca de un pasado perdido como el Jeff McCloud de The Lusty Men. Sobra decir que Johnny Guitar es un héroe arquetípico del cine de Nicholas Ray, y no aventuramos demasiado si añadimos que, como aquéllos, una versión del propio cineasta. El saloon de Vienna se convierte en el centro neurálgico de la película que se va cargando de electricidad a través del ultimátum de Emma a la propietaria y de la historia de amor de Vienna y Johnny Guitar, que vivieron hace cinco años -el tiempo que llevan si verse- y renace de las cenizas del pasado. En los primeros tres cuartos de hora de Johnny Guitar se arrima la yesca a la madera hasta que el incendio resulta inevitable en el tramo final de la historia.


Desde el minuto 4 en que Johnny Guitar llega al saloon de Vienna envuelto en una premonitoria tormenta de arena, y durante casi media hora, se reunirán allí hasta casi treinta personajes; que tal energía acumulada y polarizada por dos furias como Emma y Vienna no se atropelle ni estalle en ese primer acto da una idea del virtuosismo de la puesta en escena -verdadera caligrafía de las emociones- de Nicholas Ray. A propósito de esa secuencia, Ángel Fernández-Santos evocó la experiencia del cineasta en el Group Theater con Elia Kazan durante los años treinta: "Sólo es imaginable en un explorador exquisito de las complejas cadencias teatrales la concepción de esta portentosa y complejísima escena de Johnny Guitar, que lleva dentro una indagación hasta el límite de las capacidades formales del cine para asumir la esencia de un ritual trágico".



Aquellas furias se alimentaban también detrás de las cámaras. Y la película se nutre de esa savia. Cuentan que Joan Crawford (Vienna) arrastró por el polvo y tiró en medio de una carretera el vestuario de Mercedes McCambridge (Emma) después de que el equipo aplaudiese la interpretación del alegato de Emma alentando a sus hombres para que consumen el linchamiento de Vienna. Cuentan también que Nicholas Ray vomitaba por las mañanas de camino al rodaje: la química del odio entre las furias funcionaba, pero costaba lo suyo embridarla en formas fílmicas.


Recuerdo la primera vez que vi Johnny Guitar, cuánto me chocó aquel saloon, con el mostrador sobre barricas con flejes dorados, la lámpara suntuosa, la pared de roja roca viva, las mesas y uniforme de la propietaria y los empleados con verdes y negros a juego, la escalera que conducía al reducto íntimo de Vienna... Un abrigo para quienes sólo pueden vivir de noche, fantasmas errantes en la frontera de un tiempo perdido. Sólo me viene a la memoria un lugar comparable, el Chuck-a-Luck regentado por Altar Keane, la Marlene Dietrich de Rancho Notorius (1952) -titulado aquí Encubridora- de Fritz Lang. Y recuerdo también cuánto me cautivó sobre todo la cascada que ocultaba el camino que llevaba hasta el refugio donde se desata el duelo final.


Pero hubo dos momentos que se me quedaron grabados. Uno de ellos acontecía en esa secuencia superpoblada a la que me referí antes. Cuando llegan al saloon Dancing Kid -los nombres de los personajes se las traen- y su banda, y se encuentran con Emma y su gente que ya los han declarado culpables del asesinato de su hermano; la tensión parece haber coagulado el aire en un silencio tan espeso que sólo se escucha cómo gira un vaso vacío sobre el mostrador.




Y cuando el vaso está a punto de caer, aparece una mano...


...que mediante un elegante y preciso gesto...


...recoge el vaso en el aire...


...y lo deja otra vez sobre el mostrador.


Es Johnny Guitar (Sterling Hayden), un hombre tranquilo que, como quien no quiere la cosa, les espeta un discursito a propósito de los deseos y debilidades humanas que abrocha con el aquel de lo único que de verdad necesita un hombre es un cigarro y una taza de café, y por lo visto es lo que quiere hacer en medio de semejante situación explosiva: sólo quiere tomarse su café y fumarse un cigarro en paz.


Y a Tom (John Carradine) le gusta escuchar esas palabras. Claro que Johnny Guitar no es Johnny Guitar sino Johnny Logan, pero le gustaría vivir en un mundo donde pudiera ser sólo Johnny Guitar al lado de Vienna. Y eso es lo que parece entender Tom antes de que lo entendamos nosotros. Y aquí viene a cuento un inciso. Ni siquiera en aquella primera vez tuvieron nada que ver ni Joan Crawford ni Mercedes McCambridge -y eso que me gusta mucho esa vena orgiástica de la furia asesina e incendiaria de Emma (que le puede más que el dolor por la muerte de su hermano: qué gran plano su tocado de luto en el polvo tras el entierro)-




ni Sterling Hayden ni Ward Bond ni Ernest Borgnine tuvieron, por sí mismos, un papel relevante en el hecho de que Johnny Guitar se convirtiera en una película de reclinatorio para uno. Pero sí, sin duda, John Carradine tuvo mucho que ver; no ya porque es uno de los grandes secundarios de la historia del cine, sino porque su muerte en los brazos de Vienna -con su vestido blanco- es una escena de imborrable recuerdo. Al propio Carradine le encantó la escena: ¿Acaso se puede morir mejor en una película?


Cuando volví a verla caí rendido ante esos diálogos de Vienna y Johnny Guitar tan citados, pero que, negro sobre blanco, sin la voz de Sterling Hayden y Joan Crawford, parecen -y son- letra muerta. Godard -no fue el único, claro- los citó con un par de réplicas en el final de Le petit soldat, su primera película con Anna Karina.


Esos diálogos ocupan apenas la primera parte de una escena que cobra su verdadero significado en el tramo final, no tan citado y pocas veces puesto en valor como se merece -tuve que esperar a verla una tercera vez para valorar la belleza de su forma (y la forma de su belleza)- y hablar de esta segunda parte es el único pretexto para traerlos aquí. Han transcurrido cuarenta minutos de película, algo más de la tercera parte, y la secuencia completa dura unos cuatro minutos y medio. Ha llegado la noche, Johnny Guitar está bebiendo solo en la cocina y Vienna, con un vestido morado y capa granate, se acerca.


Él le pregunta por qué está despierta. Por los sueños, dice ella. Él se vuelve a mirarla. Corte a plano medio de Vienna: Por las pesadillas. Corte a plano medio de Johnny Guitar: Yo también tengo a veces. Le ofrece de beber pero a ella no le ayuda. Corte a la composición inicial:


Vienna entra en la cocina por la puerta batiente y se acerca a Johnny:


Él se levanta como impulsado por un resorte. Corte a primer plano de Vienna con él de espaldas:


Johnny.- ¡No te vayas!

Vienna.- No me he movido.

Contraplano.


Johnny.- Dime algo bonito.

Vienna.- Claro. ¿Qué quieres que te diga?

Johnny.- Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.

Contraplano.

Vienna.- Te he esperado todos estos años.

Johnny.- Dime que habrías muerto si no hubiese vuelto.

Vienna.- Habría muerto si no hubieses vuelto.

Johnny.- Dime que aún me quieres, como yo te quiero.

Vienna.- Aún te quiero como tú a mí.

Contraplano. Johnny coge un vaso de güisqui.


Johnny.- Gracias. Muchas gracias.

Johnny se lo bebe de un trago. Vienna le quita el vaso de las manos y lo tira.

Vienna.- Deja de compadecerte. ¿Crees que lo has pasado mal?

Ella quiere contarle cómo consiguió el local, pero él no quiere escuchar, no quiere que le cuente nada.

Vienna.- Te buscaba en cada hombre que conocía.


Él quiere que olvide todo. Las pesadillas han terminado.

Johnny.- Es como hace cinco años.

Se acerca a ella por detrás, le habla cerca de la oreja. Le dice que no ha pasado nada en este tiempo.

Johnny.- No tienes nada que decirme porque no es real.

La coge de los hombros, la vuelve hacia él:


La toma de las manos, se la lleva fuera de la cocina. A estas alturas ya estamos en manos de Nicholas Ray y nuestro corazón late con la partitura de Víctor Young.


Corte. La cámara los recoge en el saloon y retrocede con ellos en travelling:

Johnny.- La banda está tocando. Celebramos que nos vamos a casar. 


Con el impulso, ella se adelanta unos pasos.


Corte. Primer plano de Vienna mientras se gira hacia él. Las lágrimas corren por sus mejillas:


Vienna.- Te he esperado, Johnny.


Vienna.- ¿Por qué has tardado tanto?

Se besan. Fundido negro.

El presente es una atmósfera irrespirable para el amor de Vienna y Johnny. Pueden fingirlo, pero apenas si logran habitar en el mismo plano. Aquel amor sólo podrá renacer si vuelven al pasado. Entonces Johnny coge la mano de Vienna y la arrastra cinco años atrás, avanzando hacia el pasado. Y Nicholas Ray nos lo muestra enhebrando el avance de los amantes con un travelling de retroceso. Vemos cómo Johnny y Vienna caminan deprisa para reunirse con sus almas que se han quedado prendidas en el Hotel Aurora. Vivimos ese travelling como un viaje en el tiempo. Y a uno le dan ganas de gritar: ¡Ahí veis a Nicholas Ray dirigiendo! ¡Es cine, nada más que cine! La música de Víctor Young nos lleva de vuelta al pasado y en el curso del viaje quedan abolidos aquellos cinco años, la herida de tiempo que separaba a Vienna y Johnny. En ese instante Ray corta y, al fin reunidos en el mismo plano, los amantes se abrazan, porque, ahora sí, es como hace cinco años. Dos mil noches después del Hotel Aurora.