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10/3/19

El cine en las manos


El 26 de febrero pasado fui a Numax a ver Le livre d'image (2018). Quiero dejarlo anotado porque se trata de un acontecimiento.


Pasaron más de treinta años desde la última vez que vi en una sala comercial una película de Godard en España: Je vous salue, Marie, en los cines Alphaville de Madrid, un día de julio de 1985; un estreno que los franquistas trataron de boicotear por considerarlo un filme blasfemo (ya hay que ser ignorantes); en fin, tan cerriles aquellos fachas como los de ahora mismo, sólo que los de entonces ya no nos parecían tan peligrosos.


Al salir de Le livre d'image (es un decir, quién puede salir de esa caverna platónica, de esa utópica noche del cine), aún conmovido por ese final maravilloso donde Godard se autorretrata con humor en el bailarín de Le masque, el primer segmento de Le plaisir (1952), de Ophüls, recordé un texto del cineasta Nicolas Klotz a propósito de Adieu au langage (2014) que leí en el número 33 de La Furia Umana. Su título, Nos yeux sont des animaux. Pour Jean-Luc Godard.  Nuestros ojos son animales. Cabe añadir: animales nictálopes, animales amigos de la noche del cine. Traduzco unas líneas:
Godard es quizá el único cineasta contemporáneo que realmente corre el riesgo de poner en crisis nuestra experiencia de espectador. Porque si Godard siempre ha sido y seguirá siendo un cineasta experimental es porque, como en Hitchcock y Lynch, la experiencia del espectador se sitúa en el corazón de su trabajo. Pero Godard va mucho más allá. Lo que pone en crisis es nuestra capacidad para ver (o no) y de escuchar (o no) lo que está allí, en el instante del espectro cinematográfico que se despliega.

Y en el penúltimo párrafo, sobre la muerte del cine, considera que habría que hablar más bien de la desaparición del espectador cineasta. Lo que éramos todos hace unas décadas. (En adelante un montaje de frases sueltas.) Cuando el cine estaba en todas partes y lo llevábamos en la cabeza. Amábamos el cine y a los amigos con los que íbamos al cine y hablábamos de cine. Y el cine nos hablaba y nos daba ideas. Y nos enseñaba a vivir y a inventar nuestras vidas. Los buenos filmes eran aquellos que no entendíamos del todo, que se nos resistían, que había que volver a ver. Éramos espectadores. Y viendo Adieu au langage pienso en la vida y la muerte, no del cine sino del espectador cineasta.


Volver a ver, cómo no, Le livre d'image. Porque somos espectadores. Una forma de resistencia.

Pongamos que son malos tiempos para la lírica.


Malos tiempo para el cine de Godard. Aunque, la verdad, dudo que fueran buenos buenos alguna vez.

Igual no quedan muchos espectadores dispuestos a hacer su trabajo. Desde luego no aquellos varados en el encanto de los filmes con Anna Karina (por cierto, la Cinemateca Portuguesa le dedica una retrospectiva en mayo).


El trabajo que propicia (aunque no obliga) el cine de Godard.

El trabajo de hacer nuestra película con lo que nos da a ver y oír (oír con los ojos y ver con los adentros) o hacer su película nuestra, que vienen siendo momentos de un mismo movimiento en el cine íntimo del espectador.

Digamos que no son buenos tiempos para pedirle al espectador que piense.

Que piense el cine, que viene siendo la manera de hacer cine de Godard. Desde siempre.


Hacer cine como un pensar con las manos, que es lo propio del ser humano, como decía Denis de Rougemont, y nos recordaba el cineasta en su JLG/JLG - autoportrait de décembre (1994) y en la monumental y sublime Histoire(s) du cinéma. Como nos vuelve a recordar al comienzo de su última obra, Le livre d'image.

Porque una imagen no es -en un sentido godardiano- un plano, un cuadro, una fotografía, una instantánea: es el resultado instantáneo (o sea, mental) de una relación. Como en ese momento donde cuaja la guerra como pecado original con esa lanza que atraviesa a Sigfrido (en Die Nibelungen, de Fritz Lang) y a Cocteau (en Le testament d'Orphée).

Lo propio del cine se hace montando, uniendo, conectando, acercando fragmentos, imágenes y sonidos por lejanos que puedan parecernos, pero llamados a encontrarse: un arte manual que Godard domina -hay que decirlo- como nadie.


Un filme-mano, Le livre d'image. Con cinco partes. Como los cinco dedos de una mano.
Lo de los cinco dedos fue algo que vino bastante rápido: el primer dedo es el de los remakes, el de las copias; el segundo dedo es la guerra, y después encontré ese viejo texto en francés de Las veladas de San Petesburgo [de Joseph de Maistre, escrito en 1821]; y más tarde, el tercero, era un verso de Rilke (Esas flores entre los raíles, en el viento confuso de los viajes); el cuarto dedo era -justo vinieron casi juntos estos dedos- el libro de Montesquieu El espíritu de las leyes; y el quinto es La Région centrale, que es la película de un americano, Michael Snow (...). Y después tuve la idea de que la región central era el amor que había entre un hombre y una mujer, que está cogido de La tierra, de Dovjenko.

El primer dedo, el de los remakes, despliega el método de Le livre d'image, la regla del juego del dispositivo armado -y amado- por Godard, una regla cifrada en una cita de Brecht: Sólo en el fragmento es posible encontrar la verdad, y anunciada en un escueto y precioso tráiler.


El método -a la manera de Walter Benjamin en la Obra de los pasajes- consiste en reactivar fragmentos del archivo del cine (U samogo sinego morya, de Boris Barnet; Vértigo, de Hitchcock; Johnny Guitar, de Nicholas Ray; Paisà, de Rossellini; Salò, de Pasolini...), pinturas, textos, voces (la más presente, sobra decir, la cavernosa voz de Godard), música..., sacándolos -alejándolos- de su órbita -habitual- para convertirlos en meteoritos que cobran un rumbo imprevisto y chocan de forma inusitada, y cristalizan -justamente- en una imagen. En una forma que piensa (y da que pensar). En las imágenes (mentales) del espectador que hace su trabajo con Le livre d'image.


Ese verso de Rilke sirve de pórtico al segmento admirable de los trenes (de la historia, del cine). Los trenes de Berlín Express, de Jacques Tourneur; de Arsenal, de Dovjenko; de Shanghai Express, de Sternberg... Y cómo iba a  faltar The General, de Buster Keaton.


Y esa región central deviene también el mito de la Arabia feliz. (Para Nicole Brenez, cómplice de Godard en Le livre d'image, la película es un panfleto a favor del mundo árabe.)

Un filme memorioso y laberíntico, peregrino y contemplativo, experimental y exuberante, radical y melancólico, ardoroso y lírico.

Un filme libre, estimulante, inagotable.


Un filme político. Caviloso, airado, dolorido, resistente, esperanzado.


Donde aflora una poética de la discontinuidad y el contrapunto.

Un filme pintado también. Godard lleva toda la vida haciendo cine de pintor. Aquí, de un pintor fauve, diríamos.


Un libro iluminado, Le livre d'image.

Al final, sobre negro, la voz de Godard nos habla de la necesidad de la revolución, de la utopía... Y se enciende.


Un ataque de tos está a punto de interrumpir su discurso pero aún tiene aliento para unas últimas palabras, una cita de Estética de la resistencia, de Peter Weiss:
Même si rien ne devait être comme nous l’avions espéré, ça ne changerait rien à nos espérances.
Incluso si nada resultara como esperábamos, eso no cambiaría nada de nuestras esperanzas.  Entonces calla y vemos la escena del bailarín de La masque en Le plaisir, de Ophüls: ese viejo (lo descubrimos al quitarle la máscara) que muere bailando. Bailando hasta el final, el viejo Godard. Con el cine en las manos.

28/12/15

Que 120 años no son nada


El cine cumple 120 años. El día de los Inocentes: qué mejor fecha para celebrar las películas que vieron nuestra infancia.


Será por el temporal que ventea a gusto estos finisterres, que uno se viene arriba y quiere ver quizá más motivos de fiesta que en otros cumpleaños de aquellas primeras proyecciones de los Lumière tal día como hoy en París, vividos con aire mustio y ánimo melancólico, bueno, más melancólico que hoy, como esos días que uno se consuela consultando la programación de la Cinemateca Portuguesa o comprobando que los multicines Norte aún resisten (y anuncian ya una joyita como La academia de las musas, de Guerín, para Año Nuevo).


El caso es que hace diez días me enteré (eso sí, con un par de meses de retraso) de que en Brasil se proyectaron 125 películas de Godard (entre cortos, largos, piezas publicitarias y para la televisión...), la más amplia de las retrospectivas que nunca se le hayan dedicado al cineasta, y en paralelo cursos y mesas redondas sobre su filmografía; una retrospectiva (Jean-Luc Cinèma Godard) celebrada simultáneamente en Brasilia, São Paulo y Rio de Janeiro, entre el 21 de octubre y el 30 de noviembre pasados. Me gusta mucho el título elegido para el catálogo disponible en pdf (más de 300 páginas, con textos de Alain Bergala, Nicole Brenez o Raymond Bellour), Godard inteiro ou o mundo em pedaços.


Poco antes (otro día de temporal) recordaba esa escena memorable de La noche de la iguana donde Hannah Jelkes (Deborah Kerr) evoca sus encuentros amorosos; el primero, cuando tenía dieciséis años, en un cine de Nantuckett, (una sesión de sábado por la mañana, con su bolsa de palomitas, precisa Tennesse Williams en su texto) durante la proyección de una película de Greta Garbo, un chico le toco la rodilla con la suya, ella la apartó, él insistió con la rodilla, ella gritó y al chico lo detuvieron, pero Hannah lo libró del calabozo echándole la culpa al trastorno provocado por la Garbo, que le hizo gritar de emoción.


Tennesse Williams se pasaba los veranos por Nantuckett  y seguro que conocía el cine que recuerda Hannah Jelkes. Al parecer, la sala por excelencia de Nantuckett (que cuenta con un festival de cine, en junio de 2016 celebrará su 21ª edición) era el Dreamland Theatre y, mira por dónde, va a ser restaurado.


Y por quedarnos ahí enfrente -Atlántico mediante-, la semana pasada me enteré de que los cinéfilos de Nueva York también están de enhorabuena, el viernes 19 de febrero de 2016 abre Metrograph, un cine con dos pantallas -en el 7 de Ludlow Street con Canal-, con proyección en 35 mm y digital, y dedicado al arte y ensayo, un concepto que allí sigue vigente y que aquí desapareció con los años setenta (cómo olvidar tantas películas en el cine Rosalía de Castro, el sancta santorum del cine de arte y ensayo en Vigo). El Metrograph contará también con una librería especializada, una cafetería y un restaurante, en fin, para quedarse a vivir allí. Por si faltara algo eligieron como imagen publicitaria de la apertura uno de los emblemas de esta escuela: Anna Karina en el cine -en Vivre sa vie-, viendo Juana de Arco, de Dreyer.


Casi me atrevo a decir, aunque sea con la boca pequeña y con el temporal a favor, nada que temer, que 120 años no son nada.

8/3/15

Y una cría de quince años vio Pierrot le fou


Hojeando viejas revistas de cine, encuentro en el número 20 de la revista Contracampo (de marzo de 1981) una entrevista con la cineasta belga Chantal Akerman, con ocasión del estreno comercial -por primera vez en España- de una película suya, Les rendez-vous d'Anna (1978).

Chantal Akerman

Le preguntan por Pierrot le fou, una película que mencionaba a menudo:
En general, a mí no me gustaba mucho el cine. Iba al cine con los amigos, a mis trece o catorce años, para cogernos de la mano y besarnos en la oscuridad y esas cosas. [Veían El día más largo, Los cañones de Navarone o Los diez mandamientos.] El cine parecía una cosa para cretinos. Yo prefería la literatura, quería ser escritora. Entonces vi Pierrot le fou, por casualidad, entré en el cine por el título, por los carteles, sin saber quién era Godard, sin que nadie me hubiese hablado de la película. Fue una conmoción. Mi primera conmoción en el cine, la segunda fue Michael Snow [vio La Région centrale en el cine Elgin de Nueva York, en el invierno de 1972].
 Fotograma de Pierrot le fou.
La de Godard fue algo más emocional, como un impacto en el desierto donde me encontraba, El impacto de Snow ocurrió cuando ya empezaba a reflexionar un poco sobre la forma, despertó en mí algo que ya presentía. Pero, finalmente, la conmoción que representó Godard no volvería a producirse. Puede que simplifique un poco, pero todas las películas que veía, que quizá eran obras maestras, las rechazaba. Decía, ¡no es tan bueno como Godard! Me volví tan dogmática y cerrada como el más acérrimo defensor del cine tradicional. En aquella época proyectaban [en la Cinemateca de Bruselas] películas como Cuentos de la luna pálida de Kenji Mizoguchi, o películas de Pudovkin, y era incapaz de prestar atención, porque tenía los ojos llenos de Godard. Y esto duró uno o dos años, y son años que he perdido.
 Fotograma de Pierrot le fou.

Chantal Akerman era una cría de 15 años cuando vio Pierrot le fou (debió ser a finales de 1965 o principios de 1966, en Bruselas) y se dio cuenta de que el cine podía ser experimental y personal, una experiencia poética; que era arte. Iba para escritora y aquella noche, después de ver Pierrot le fou, ya sólo quería ser cineasta.

Chantal Akerman con 18 años 
en su (chaplinesca) primera película, 
Saute ma ville,  un corto de 13 minutos.

Habían pasado otros 15 años cuando evoca el impacto de la película de Godard en la entrevista de Contracampo, a esas alturas ya había rodado algunos filmes fundamentales como Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, estrenado una década después de la epifanía de Pierrot le fou, cuando Chantal Akerman no había cumplido los 25.

Chantal Akerman.
Debajo, un fotograma de Jeanne Dielman.

Esa cautividad de la mirada que le impedía apreciar maravillas como Cuentos de la luna pálida (por culpa de Godard) me empuja a ver ahora en esta fotografía de abril de 1966 un acto de desagravio.

Godard en la tumba de Mizoguchi.

Más de cuarenta años después le seguían -le siguen- preguntando a Chantal Akerman por la revelación que experimentó con Pierrot le fou. Como en esta entrevista para la colección Criterion:



En 2010 ya estaba hasta el moño de la dichosa pregunta -y más cuando se la espetan a la primera de cambio-, así que no puede extrañarnos si en alguna entrevista despacha la cuestión Pierrot con acritud:
Él [Godard] me dio el empujón, pero eso es todo.
Pero no es eso todo. Un año después quien la entrevista es Nicole Brenez, una estudiosa del cine que la cineasta respeta y con la que fluye la conversación, entre otras cosas porque Nicole crea nubes para que -llegado el momento- llueva, remontando el río de su cine hasta el relámpago primordial, y entonces sí, Chantal Akerman vuelve a evocar el nacimiento de su amor por el cine con Pierrot le fou:
Sí, no había visto nada igual. No sabía que las películas podían ser así. Me dio la fuerza, el deseo, ese deseo loco de convertirme en directora. pero al verla de nuevo, no me gusta tanto. Bueno, depende, me encanta la parte del Sur y esa canción, Ma ligne de chance

Nicole Brenez le pregunta si también le gusta la explosión final.
Oh, por supuesto. La explosión más que nada. Mierda, mierda, mierda [las últimas palabras de Pierrot]. 

Hace más de treinta años la obra de Chantal Akerman era una laguna más, de esos cineastas que descubría en las páginas de revistas como Contracampo, Casablanca o Dirigido por, y de los que no había podido ver ninguna película. Pero hace más de veinte Chantal Akerman se convirtió en una urgencia. Ya conté aquí cómo conocí a Guerín en 1992. En aquellas conversaciones me habló de cuánto había significado para él descubrir en los 70 los filmes de Chantal Akerman o Philippe Garrel (otra de mis lagunas de entonces). Cineastas a los que era difícil seguirles la pista, había que viajar para ver sus películas más recientes. A menudo Guerín evocaba este o aquel viaje en relación con las películas que le habían permitido ver. Viajar para ver cine. Ver cine para viajar. Ver por ejemplo Toute une nuit (1982) la película de los abrazos desesperados de Chantal Akerman, con sus personajes devorados por la oscuridad.

Fotograma de Tout une nuit.

Hace unos años encontré un texto de Guerín con motivo del ciclo dedicado a Chantal Akerman por la Filmoteca Española en 2005. Más que leerlo, escuché su voz hablándome casi con las mismas palabras:
A los cineastas nos gusta muchísimo inventar historias, y una de las cosas que más me conmueven es esa capacidad para dar un simple esbozo, pero un pequeño trazo perfecto que deja un espacio de sugerencia a partir del cual yo proyecto toda la historia que no necesito que me cuenten entera y en detalle. Son películas que piden un espectador-cineasta por así llamarlo, que deben ser completadas, que esperan que el espectador aporte su mirada y prolongue las pistas muy precisas que nos da. Todos los cineastas, cuando estamos haciendo una película, la cuestión que siempre nos preguntamos es: ¿Cuándo estoy dando demasiado, y cuándo demasiado poco? Siempre nos debatimos con esa cuestión. Chantal Akerman me da exactamente lo que necesito, y no me da más. Después de ver Tout une nuit, tengo la sensación de que podría escribir cuatro o cinco películas que están apuntadas, sugeridas; los espacios, tiempos, gestos, actitudes que me da son tan sugerentes que estas otras películas posibles están virtualmente latiendo en ella.

Hay películas feliz -y fatalmente- culpables, como la que alumbró a Chantal Akerman -muy cineasta de cineastas, como la define Guerín-, aquella cría de 15 años que una noche salió de ver Pierrot le fou con ese deseo loco de hacer cine.

8/5/11

Huellas en la arena

Hay películas peligrosas. Pocas, pero las hay. De ésas que uno se pregunta si las hemos visto o las hemos soñado. Por milagrosas. Por inefables. Por radicales. De ésas que se distinguen por un decir tan claro que sobrecogen y confunden. Por distintas. Por insondables. Por calladas. De ésas bendecidas con el don del cine verdadero y destiladas en imágenes cristalinas, aun para fijar en sus fotogramas la más honda negrura. Por secretas. Por indecibles. Por esenciales. Películas peligrosas porque, después de verlas -y durante un tiempo-, las películas de todos los días -las otras películas, digamos- parecen prescindibles. 

Bresson dirige a Nadine Nortier en Mouchette

Mouchette (1967) es una de esas películas. Por eso cada vez que la vemos nos preguntamos. ¿Quién fue tu maestro, Robert Bresson?  ¿De dónde saliste? Y pareciera que las películas de Bresson existen fuera del cine, o que son cine de otro mundo. Sin embargo, nos recordó Víctor Erice, si sus películas no tuvieran ninguna relación con el resto del cine, no podríamos comprenderlas. ¿Y cómo resistirse a la sensualidad que desprenden las imágenes de Mouchette en un bellísimo blanco y negro obra de Ghislain Cloquet? Casi resulta inverosímil que en las últimas entrevistas que le hicieron a Bresson algunos periodistas le reprocharan la frialdad de sus películas. Es como tachar de frías las pinturas de Rothko o de Morandi. Eso sí, como en el caso de estos pintores, la sensualidad -la belleza material, cálida, plástica- devenía, por así decir, como un efecto de la economía expresiva, como expresión de una eficacia poética.

Robert Bresson

Obstinado, raro, marginal. Son algunos de los adjetivos con los que se calificó a Bresson en vida. Un perro verde. Un caso aparte. Un solitario. Un cineasta cada vez más solo a medida que se iba desprendiendo de los afeites del cine para abrazar la desnudez del cinematógrafo. Un solitario a su pesar, porque Bresson no era un artista arrogante sino un cineasta fiel a los principios decantados en el curso de sus películas y destilados en las Notas sobre el cinematógrafo, un texto esencial, no ya sobre el arte cinematográfico sino sobre el arte a secas, al tiempo que una obra de arte ellas mismas.

Robert Bresson

La distinción, o mejor, la separación radical entre cine y cinematógrafo constituye la piedra angular de la poética de Bresson. Basta leer una de las primeras Notas:

"Dos tipos de películas: las que emplean los medios del teatro (actores, puesta en escena, etc.) y se sirven de la cámara para reproducir; las que emplean los medios del cinematógrafo y se sirven de la cámara para crear." (Las cursivas son de Bresson.)

Fotograma de Mouchette

El cine reproduce lo que está pensado, escrito, preparado, y se hace con actores; el cinematógrafo crea a través de las relaciones entre los planos, se nutre de lo inesperado y se hace con modelos, o sea, con no-actores. Si la etimología de persona remite a la máscara del teatro griego, un actor representa para Bresson la máscara de una máscara, alguien condenado a interpretar, a construir un personaje, una interioridad ficticia que se comunica a través de una forma de (estudiada) expresividad. Por eso elegía modelos porque es lo que no alcanzaba a saber de ellos lo que despertaba su interés, porque una verdadera mirada no se puede producir ni inventar, sólo se puede atrapar y entonces, cuando se captura, el plano resulta admirable; porque lo que le importaba a Bresson no es lo que el actor revelaría sino lo que el no-actor escondía, o lo que mostraba sin querer, irracionalmente, como cuando experimentamos un escalofrío o se nos pone la piel de gallina.

"Todo movimiento nos descubre (Montaigne). Pero sólo nos descubre si es automático (no gobernado, no deliberado)."

"A propósito del automatismo, esto también de Montaigne: No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestra piel que se estremezca de deseo o de temor; la mano va a menudo donde no la enviamos." (En ambas notas las cursivas son de Bresson.)

Arriba, fotograma de Mouchette
abajo, fotograma de Rosetta, de Jean-Pierre y Luc Dardenne


El 28 de enero de 2000, cuando Rosetta se proyecta en los cines del mundo, Luc Dardenne trabaja con Jean-Pierre en el guión de El hijo -a esas alturas aún no encontraron el título (tardarán un mes en dar con él)- y escribe en su diario:

"El actor no tiene una interioridad que podría querer expresar. Está ante la cámara, se comporta. Cuando quiere que algo salga de él, es malo. La cámara, despiadada, ha grabado su voluntad, su interpretación para que salga ese algo. Debe abstraerse de toda voluntad y acercarse a lo involuntario, al automatismo de una máquina, de la cámara. Lo que Bresson escribió sobre el automatismo citando a Montaigne es totalmente cierto. Nuestras indicaciones a los actores son físicas y, la mayor parte del tiempo, negativas por detenerlas cada vez que creemos que se salen del comportamiento que son para la cámara. Grabando este comportamiento, la cámara podrá grabar la aparición de miradas y de cuerpos más interiores que cualquier interioridad expresada por la interpretación de los actores. Para la cámara, los actores son reveladores, no constructores. Lo que exige mucho trabajo."

Fotograma de Mouchette

Si lo sabía Bresson, el trabajo que exigía. Por eso prefería que antes de entender una película se sintiera, que los sentidos interviniesen antes que la inteligencia:

"Lo que manda es lo interior. Los nudos que se atan y se desatan en el interior de las personas es lo único que da a las películas su verdadero movimiento."

"Ahonda en tu sensación. Mira lo que hay dentro. No la analices con palabras. Tradúcelas en imágenes hermanas, en sonidos equivalentes. Cuánto más neta sea, más se afirma tu estilo. (Estilo: todo lo que no es técnica.)"

Fotograma de Au hasard Balthazar
cuyo impulso creativo Bresson prolonga en Mouchette
los únicos filmes que rodó casi seguidos.

Bresson concibe el cinematógrafo como una forma de ascesis, de depuración; como una exigencia de desnudez esencial -"construye tu película sobre lo blanco, sobre el silencio y la inmovilidad"-. Soñaba a veces que su película se hacía paso a paso bajo la mirada, como un lienzo de pintor eternamente fresco. De hecho, pensaba su cinematógrafo como un pintor:

"Ve tu película como una combinación de líneas y de volúmenes en movimiento al margen de lo que representa y significa."

"Sé preciso en la forma, no siempre en el fondo (si puedes)."

"Ten el ojo del pintor. El pintor crea mirando."

Fotograma de Mouchette

El cine de Bresson y sus Notas decantan una poética del corte -los fragmentos (planos, imágenes) que articulan sus películas- que vuelve superflua la jerarquía tradicional de la planificación cinematográfica -plano general, plano medio, primer plano-, porque cada corte representa una pincelada que transforma el tono de la que le precede y se transfigura por la herida de un corte nuevo.

"¡Cuántas cosas se pueden expresar con la mano, con la cabeza, con los hombros!... ¡Cuántas palabras inútiles y engorrosas desaparecen entonces! ¡Qué economía!"

Fotograma de Mouchette

Una poética del corte que prolonga sus resonancias a través de la repetición de imágenes -ángulos y movimientos de cámara- y miradas, creando rimas y correspondencias para dotar de un ritmo y de una respiración, de una trama sensitiva en la que los sonidos y el decir de los modelos cobran un valor tímbrico y matérico como pocas veces podemos contemplar en una pantalla, porque las palabras recuperan su cualidad de materia sonora y el oír proyecta un mirar:

"El ojo (en general) es superficial, el oído, profundo e inventivo. El silbido de una locomotora imprime en nosotros la visión de toda una estación."

"Entonaciones precisas cuando tu modelo no ejerce ningún control sobre ellas."

Fotograma de Mouchette

Una repetición que, por otra parte, atraviesa las fronteras entre películas y que revela la cualidad obsesiva del cineasta: cuando Bresson encuentra la forma exacta de filmar una escalera, una ventana o una puerta no duda en repetir ese plano en otra película si precisa de esos mismos elementos.


En estos últimos meses hemos vuelto al cinematógrafo más de una vez para ver Mouchette (1967); quizá no sea su mejor película, pero es la que prefiero, tan clara como esquiva, tan bella como sórdida, tan luminosa como desesperanzada, tan sencilla como misteriosa, tan concreta como abstracta... Mouchette es una niña de catorce años que vive una historia que, si no supiéramos que Bresson la ha adaptado de una novela de Bernanos, bien pudiera haber salido de la pluma de Dostoievski, tan humillada y ofendida que esos días de infancia a los que asistimos en Mouchette pueden verse como un vía crucis (como la peripecia del burro en Au hasard Balthazar, su película anterior). Encontramos ecos de Mouchette en Rosetta, como descubrimos huellas de L'argent en El silencio de Lorna, por seguir abriendo pasajes entre Bresson y los hermanos Dardenne. No es de extrañar que Nicole Brenez le hubiera escrito a Jonathan Rosenbaum un email arrebatado después de ver Rosetta: "Es  la Mouchette de nuestro tiempo". Ecos y huellas que no han de confundirse con rasgos de estilo: Bresson no se parece a nadie y nadie puede parecerse a Bresson a la hora de perseverar en la búsqueda primordial de la verdad que sólo el cine puede revelarnos a través de las imágenes que se transforman al montarlas, conjugando ritmos, líneas tonales y armónicos, como si de una composición musical se tratara. Y de eso se trata, sobre todo, en Mouchette. Como mucho, se puede uno contemplar en ese espejo, seguir ese ejemplo, si se puede.

Fotograma de Mouchette

Cada vez que vuelvo a Mouchette me resulta más difícil espigar las escenas memorables, no sólo porque son cada vez más numerosas, sino, sobre todo, porque me cuesta arrancarlas del curso de la película: la escena de la caza que establece la pauta de acoso que vive la protagonista; la escena de los autos de coche con esa maravilla -y milagroso azar- de la mujer que pone la ficha en las manos de Mouchette (una escena que Bresson había desarrollado "completa" en el guión pero aquí reduce a los términos esenciales);

Dos momentos de la escena de los autos de choque 
en Mouchette


la escena de la violación que nos atenaza sobre todo por ese gesto de la niña abrazando al agresor, que nos da la medida de su desvalimiento y el vacío afectivo que la habita;

Fotograma de Mouchette

y la escena final, la desaparición de Mouchette, una de las más bellas y dolorosas escenas de la historia del cine, con ese tractor que se aleja y que cifra el frágil hilo que podría haber sujetado a la niña a este negro y despiadado mundo, una escena conjugada en tres movimientos, las tres veces que Mouchette se envuelve en el vestido de muselina -como un sudario-, que una mujer le había dado para arreglar el cadáver de su madre, y se echa a rodar por la pendiente hacia el agua...







Fotogramas de la escena de la desaparición de Mouchette

Quizá ninguna escena puede situarnos ante el misterio primordial del cine de Bresson -y de la poética del corte y la repetición- como este final bellísimo de Mouchette que Bertolucci homenajea en Soñadores.

Bresson rescata a Mouchette

Con más de ochenta años, durante la promoción de L'argent (1983), su última película, Bresson explicaba a quien quería escucharle que sus películas no eran obras, sino apenas tentativas en el camino del cinematógrafo, búsquedas de una impresión de lo verdadero; que se obligaba a no saber qué iba a rodar al día siguiente para poder recibir una fuerte impresión, quería capturar en ese preciso instante el sentimiento que suscitaba lo que tenía delante de los ojos, porque creía en la inmediatez del lenguaje cinematográfico.

Fotograma de Mouchette

En esa búsqueda de las formas cinematográficas de lo verdadero no se comprometió sólo Bresson, también Rossellini o Renoir, del que cita La regla del juego en la escena de la caza de Mouchette, especialmente significativa porque la cita era una practica inusual en el cine de Bresson. Como ellos, esperaba lo inesperado, y concebía el rodaje de una película -son palabras de Erice- como un dispositivo de captura de una verdad desconocida, es decir, como búsqueda de una revelación. Pero Bresson  eligió un método radical, el camino solitario. Aunque, bien mirado, quizá no pudo elegir, lo suyo era, por así decir, una soledad congénita. La del cinematógrafo. Una poética, un método, una obsesión.

Fotograma de Mouchette

En 1963, Bresson se encontraba en Roma preparando su versión del Génesis, desde la creación del mundo hasta la Torre de Babel, una película producida por Dino de Laurentiis. Pero, como se sabe, el proyecto nunca se realizó. Bertolucci ha contado cómo acabó el proyecto bíblico de Bresson:

"Mauro Bolognini me invitó a una cena en honor de Robert Bresson que había estado en Roma durante las últimas semanas preparando un episodio de La Biblia, una película producida por Dino de Laurentiis con varios directores. Bresson había escogido el episodio del Arca de Noé. Antes de que me lo presentaran, Bolognini me advirtió que Bresson estaba de bastante mal humor y me explicó brevemente la causa.

Esa mañana, mientras Bresson ensayaba, Dino de Laurentiis había aparecido por el estudio donde observó grandes cajas que contenían varias parejas de animales salvajes: dos leones, macho y hembra, dos jirafas, macho y hembra, dos hipopótamos, macho y hembra, etc. Pocas horas después, Dino le comentó a Bresson que le hacía mucha ilusión ser el único productor del mundo capaz de hacer descender al elevado Maestro a la tierra, por producir un filme con valores reales de producción... [Obsérvese la detestable soberbia de pretender convertir en alguien al director de Un condenado a muerte se ha escapado (1956) y Pickpocket (1959) le bastaba concederle dirigir una película en la que se viera el dinero invertido]

No se verán más que sus huellas en la arena, susurró Bresson. Una hora después Dino de Laurentiis lo despedía."

Robert Bresson

Bresson sólo era fiel a sus principios:

"TRADUCIR el viento invisible mediante el agua que esculpe a su paso."

Robert Bresson en el rodaje de L'argent 

En sus últimos años, mientras la salud se lo permitió, Bresson volvió a trabajar en el Génesis. Le apasionaba el Diluvio. Le obsesionaba filmar el agua que entraba en las casas y resolver la ecuación técnica que le permitiera registrar, con un objetivo de 50 mm -Bresson nunca utilizaba otro-, los cuartos traseros de un ciervo y la pata de una jirafa en el mismo plano.

Fotograma de Procés de Jeanne d'Arc

Cuando se enteró de la muerte del cineasta, Florence Delay -su Juana de Arco- escribió: "Ya no veremos la mano de Eva posarse sobre la mano de Adán".