Mostrando entradas con la etiqueta Tavernier. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Tavernier. Mostrar todas las entradas

15/9/19

La reina del bar Saïdani


Que tardara diez años en palabrear aquí Max et les ferrailleurs (1971), de Claude Sautet, cobra visos inverosímiles. Aún más inverosímil tratándose de una película con Romy Schneider, una actriz de casa, tan familiar me resultaba desde niño, antes de verla en una pantalla, cuando sólo la ojeaba en las fotografías del Hola y  la imaginaba en las películas de Sissi que mi madre me contaba mientras cosía.


Pero fue en Max y los chatarreros donde realmente vi a Romy Schneider, donde se me reveló aquella gran actriz, cuando pasaron la película en el cine Yut de Tui (entonces Tuy). ¿Cómo extrañarse de que me cautivara aquella Lily? (¿O de que, unos años después, me doliera en carne propia su desgarradora Nadine, la desgarrada actriz de L'important c'est d'aimer (1975), de Andrzej Zulawski?) Pasaron casi cuarenta años y, aun gustándome mucho en otras películas (pongamos por caso la palmípeda Leni de The Trial, con Orson Welles), mi preferida sigue siendo la Lily de Max y los chatarreros.


Romy Schneider rodó cinco películas con Claude Sautet. La primera Les choses de la vie (1970), que también vi en el cine Yut; luego Max et les ferrailleurs y César et Rosalie (1972); la cuarta, Mado (1976), con un papel pequeño pero -gracias a ella- memorable, que se adjudicó en cuanto supo de él, y la última -esta vez sí era una película por y para Romy Schneider-, Une histoire simple (1978), que casi (a veces sin casi) me gusta tanto como Max et les ferrailleurs.

Claude Sautet con Romy Schneider 
en el rodaje de Max et les ferrailleurs.

Al final Sautet casi se había resignado a la terca leyenda de que él había escrito (siempre) para Romy Schneider:
Por extraño que parezca, mi trabajo con ella, que ha sido tan importante para los dos, lo hice, por así decir, a mi pesar, porque no pensé en ella inicialmente ni para Max et les ferrailleurs ni para César et Rosalie [y menos aún para la primera, Les choses de la vie; por entonces la única idea que tenía de Romy Schneider era Sissi y no le seducía nada]. Fue ella quien quería; ella, quien se impuso.

 La actriz habló de su relación con el cineasta cuando ya habían rodado tres películas:
Una sintonía como la nuestra es algo raro. De una película a otra, no ha hecho sino profundizarse. Es difícil de explicar, pero cuando trabajamos juntos es extraordinario. Claude [Sautet] es el director que mejor me conoce.

Max et les ferrailleurs tiene su origen en la novela del mismo título de Claude Néron. Cuando estaba acabando el guión de Les choses de la vie con Jean-Loup Dabadie, uno de los productores le pasó el libro. A Sautet le cautiva ese mundo de los suburbios donde se había criado, va a ver a Néron y decide enseguida que Max et les ferrailleurs será su próxima película, y la exaltación por el nuevo proyecto se vuelve el mayor estímulo para rodar Les choses de la vie: le alegra un montón entenderse con marginados después de vérselas con burgueses (y, retrospectivamente, repetir con los actores protagonistas).


Cuando aún no se ha estrenado Les choses de la vie, ya lo encontramos manos a la obra con Max et les ferrailleurs. Tanto Sautet como Néron venían de la periferia parisina. El cineasta, de Montrouge; el escritor, de Nanterre, donde viven Lily y los chatarreros. Sintieron una afinidad inmediata. Néron era un autodidacta que había ejercido muchos oficios antes de ganarse la vida como escritor: taxista, botones, carpintero... Tenía un habla particular, el habla de la banlieue, pasada de moda. Él mismo había sido, más o menos, un chatarrero en Nanterre, según cuenta Sautet, y le mostró los sitios donde había trabajado, que no habían cambiado.


En la panda de Néron había un policía como Max; un militante comunista que se había convertido en inspector de policía. Desgranaba los mismos razonamientos y predicaba las mismas teoría que Max, algo así como el fin justifica los medios o el cinismo al servicio del idealismo, claro que completamente ajeno al delito que inspiró al escritor para la novela.


Cuando empezaron a trabajar en Max et les ferrailleurs, Sautet y Claude Néron hablaron sobre el tema de la traición, la de Max, claro, pero también la del cineasta respecto al libro, donde el personaje de Lily tenía poca importancia. Le estuvieron dando vueltas antes de desarrollarlo. Después trazaron en unas cuantas páginas sendos retratos de Max y Lily. A partir de ahí empezaron a ver la película.


Fragmentos de esos retratos los usa Sautet para dar informaciones esenciales sobre los personajes, bajo la forma de diálogos o voz en off , como en una secuencia muda con los chatarreros y Lily donde escuchamos cómo el comisario Rozinsky/François Perier los describe con cierto aire paternalista, hablando de ellos casi como de niños traviesos, mientras que Max los ve como criminales en potencia.


El guionista Jean-Loup Dabadie intervino más tarde, cuando Néron y Sautet había escrito un primer guión, eso sí con una contribución cardinal a la estructura, reconocida por el cineasta:
Escribí las 9/10 partes del guión con Claude Néron. Pero fue Dabadie quien aportó la idea del flashback de apertura que evitaba una larga exposición.

La película empieza con una situación que corresponde al desenlace y retrocede en el tiempo para contarnos cómo se desarrolló la historia para que Max (un espléndido Michel Piccoli) acabara así: cómo causando la perdición de tantos, acabó perdiéndose el mismo.


En un principio el personaje de Lily era pequeño, pero Romy Schneider se empeña en encarnarlo y entones... se convierte en la luz de la banda de los chatarreros, una luz que Max porfía en atrapar con su cámara de fotos en una escena inolvidable: quién no se quedaría prendado por ella. "La luz de Lily", hubiera podido titular esta entrada.


Cuenta Sautet (en el libro de conversaciones con Michel Boujut) el encuentro con Romy Schneider después de que Marlène Jobert haya rechazado el papel; le cuenta la historia minimizando el personaje de Lily porque pensaba que no era un papel para ella, pero la actriz enseguida le dice: Soy yo.


Los días siguientes Romy Schneider lo llama por teléfono, le manda telegramas. Alas para el cineasta que entonces decide rodar Max et les ferrailleurs con Michel Piccoli (Montand y Delon, propuestos por los productores, declinan el papel -por obra y gracia de los dioses lares del cine, todo hay que decirlo-) y Romy Schneider: los mismos protagonistas de Les choses de la vie.
Cuando Romy se empeñó en hacer Lily, le pregunté: ¿Pero te sientes capaz de interpretar a una prostituta? Fuimos a muchos bares. Comprobé cómo se creaba una familiaridad inmediata entre Romy y las prostitutas que nos encontrábamos. Creo que es el papel que más disfrutó interpretando. La lavaba de una vez de Sissi y de las heroínas amables.
Ella quería probarme y probarse, en fin, que podía mostrar una parte de ella misma que todo el mundo había ignorado hasta entonces, una sensualidad popular que resplandecía en cada plano con una intensidad constante, como un desvelamiento largamente aplazado.
 

Romy Schneider hubiera detestado el combo, ese monitor del que se sirven los directores para controlar el encuadre durante el rodaje de cada plano desde hace unos treinta años (o sea, sin mirar directamente la escena que se rueda). Romy Schenider necesitada sentir la mirada del director sobre ella cuando rodaba. Sautet no le podía quitar los ojos de encima, si no la actriz exigía otra toma.


El cineasta fue también un testigo privilegiado de la relación de Romy Schneider y Michel Piccoli (un actor al que también se le admira mucho en esta escuela):
Tenían una sintonía como no he vuelto a encontrar, sin competencia, un apego mutuo. Una relación tierna y maravillosa. Michel tenía con ella una paciencia ejemplar y ella le estaba profundamente reconocida. Se divertían juntos todo el tiempo. Cuando yo estaba absorbido por alguna cuestión técnica, les escuchaba burlarse de mí. Eran como hermanos.

Cuenta también Sautet que fue el propio Michel Piccoli quien encontró el sombrero negro de Max que tanto contribuye a la estilización del personaje. Max viene a ser -ese es su papel, en realidad- un guionista- metteur en scène dentro de la película, quien trama la acción y dispone escenario y actores de la representación.


Max traiciona a Lily y, a través de ella, a Abel/Bernard Fresson, pareja de Lily y amigo suyo de otro tiempo: Max bien podrían haberse llamado Caín.

Sautet fija el encuadre de un plano 
en el rodaje de Max et les ferrailleurs.
Un plano al que pertenece el siguiente fotograma.

Salta a la vista en el curso de la película cómo disfruta Piccoli encarnando a Max. Según Sautet,
Michel había sentido enseguida una grandeza patética en la locura del personaje. Experimentaba un gran placer en interpretar la venalidad del corruptor. Fue un sueño. 

Por decirlo con el título de la última obra del director, Max es un corazón en invierno, en el invierno más crudo tras perder (y perderse) a Lily, la primavera con todas las cosas de la vida, por decirlo con el título de la primera película que rodó la actriz con el director.


A la hora de destilar esa deriva trágica en las formas, Max et les ferrailleurs deviene (a conciencia) la película más estilizada de Sautet, eludiendo el tratamiento banal de un fait divers:
 Trabajé mucho en ese sentido con el director de fotografía René Mathelin y con el decorador Pierre Guffroy. Por ejemplo en la escena donde Lily se encuentra por primera vez con Max como cliente. Ella lleva un vestido rojo en una habitación roja.

Bertrand Tavernier, que también trabajó con Romy Schneider (La mort en direct, 1980), consideraba Max y los chatarreros uno de los mayores logros de Sautet, y la estructura de la película (pespuntada con el hilo de la fatalidad, digamos) digna del mismísimo Fritz Lang, más aún: la película más cercana al universo de Fritz Lang que se haya hecho nunca (ahora no se lo vamos a discutir). Decía también que no conocía a otro cineasta con tantos conocimientos de música como Sautet y esa vertiente musical se ve en la construcción de sus películas; él mismo es coautor con Philippe Sarde del tema de Max y los chatarreros.


Sautet conjuga la mirada clínica sobre la trama que arma Max y la compasión por los chatarreros, pero también por el propio Max y, sobre todo, por esa Lily encarnada maravillosamente por Romy Schneider, como en esa escena maravillosamente filmada en que Lily llega al bar Saïdani donde se reúnen sus amigos y sentimos de forma conmovedora que ella es alguien para la banda de los chatarreros y compañía, que después de una vida con mala estrella ha encontrado un lugar (un hogar, también) en el mundo, el humilde y precario trono del bar Saïdani, en trance de estragarse por la maquinación de Max. (Ah, Lily conduce un 850 blanco, igualito al coche que yo tenía cuando vi la película por primera vez, mi primer coche, el de mis primeros viajes con Ángeles.) Una escena, en fin, que deviene apenas una muestra (acotada pero justa) de la fluidez en la dirección de Sautet tan valorada en su momento por Pierre Rissient (con Tavernier uno de los primeros valedores de la película), una fluidez -añade uno- que contribuye a un efecto de borrado de la personalidad del director tras la puesta en escena.


Max y los chatarreros, un polar setentero que deviene una hermosa historia de amor, tan tortuosa como desesperada, era la película -de entre las suyas- que prefería Sautet:
...porque cuando vuelvo a verla me siento colmado. Siento un placer sin inquietud. Por una vez no veo nada que quitar, nada que añadir.

En 1978, el cineasta escribió un texto sobre Romy Schneider tras rodar Une histoire simple, cuando imaginaba que harían más películas juntos; no podía imaginar que sería su última película con ella (la actriz murió cuatro años después):
Es bella, con una belleza que ella misma se ha forjado. Una mezcla de encanto venenoso y pureza virtuosa. Es altiva como un allegro de Mozart, y consciente del poder de su cuerpo y de su sensualidad. (...) Desde el comienzo del rodaje de Les choses de la vie, comprendí la suerte que tuve al encontrar una actriz y una mujer en un momento mágico.
 
Claude Sautet con Romy Schneider 
en el rodaje de Les chose de la vie.
Porque Romy es a la vez una mujer radiante y herida, y una actriz que lo sabía ya todo, pero que nunca había podido expresarlo. Romy es la vivacidad misma, una vivacidad animal, con cambios de expresión brutales, yendo de la agresividad más viril a la dulzura más sutil. Romy es una actriz más allá de lo cotidiano, que cobra una dimensión solar. Tiene esa ambigüedad exclusiva de las grandes estrellas.  
Claude Sautet con Romy Schneider 
en el rodaje de Une histoire simple.
(...) Todavía puede dar mucho. Ella actuará siempre... porque Romy tiene un rostro que el tiempo no puede destruir. No puede sino madurar.
Claude Sautet con Romy Schneider 
en el rodaje de Max et les ferrailleurs.

Desde aquella noche en el cine Yut, cada vez que vuelvo a Max et les ferrailleurs compruebo cómo resplandece con todo su oscuro fulgor y que Romy Schneider, aun con su máscara de maquillaje, nunca se desnudó tanto como con Lily.


La reina del bar Saïdani en una joya negra de Sautet.

3/4/16

Una banda de cinéfilos imberbes


Ya conté aquí mis querencias de programador. Cuántas veces habré soñado de adolescente en Tui con programar las películas del cine Yut o del Bolívar, o -quizá más que nada- los programas dobles del Teatro Principal. Cuántas veces habremos hablado el maestro y yo de los ciclos temáticos que programaríamos en el Teatro Principal (cerrado desde 1972) cuando fuera -cuando sea- restaurado como lleva soñando Esther tantos años como ha perseverado bregando por su rehabilitación. Cómo no envidiar entonces a aquellos cinéfilos imberbes que consiguieron hacerse con la programación del cine Mac Mahon (donde Charles Simic vio Cantando bajo la lluvia doce veces siendo adolescente) cuando aún iban al instituto. Claro que era en París, y en los 50, y hablando de cine -y cinefilia-, era como jugar en casa. La banda de los macmahonianos.


Emile Villion compró en 1943 el cine Mac Mahon, próximo a los Campos Elíseos y que llevaba el nombre de la calle donde se había construido cinco años antes. Como no podía permitirse grandes estrenos, tras la guerra empezó a proyectar películas americanas, prohibidas en Francia durante la Ocupación, para atraer a los soldados americanos estacionados en París, y le fue bastante bien (unos años después será un cine popular entre los militares americanos de la OTAN). Pierre Rissient y sus amigos Michel Mourlet, Marc Bernard, Michel Fabre y compañía, estudiantes de secundaria en el Liceo Carnot (a dos pasos) son asiduos espectadores del cine Mac Mahon. La verdad, más que espectadores, unos locos del cine (frecuentaban también la Cinemateca de Langlois en la avenida de Messine y tantos cines y cine-clubes de París, procurándose los filmes deseados que llevarse a los ojos). Pertenecen a esa primera generación de cinéfilos (sus hermanos mayores eran los cahieristas, otra banda, los Rohmer, Rivette, Truffaut, Godard, Chabrol o Douchet).


Rissient recuerda que vio Night and the City (Noche en la ciudad, 1950) de Jules Dassin a los 15 años en el Studio Parnasse (otro templo de la cinefilia) y el hecho de que se la ninguneara lo experimentó como la primera injusticia en su vida de cinéfilo.

Cinéfilos (Rivette, Domarchi, Godard, Moullet) 
en el Studio Parnasse, en 1956.

En 1953, Rissient y sus amigos le proponen a Emile Villion encargarse de la programación, El Mac Mahon era un cine pequeño y desde luego tenía que conocerlos, no sólo como espectadores habituales sino como cinéfilos empedernidos, y seguramente ya le habían comentado las películas de la cartelera y hasta le habrían sugerido títulos a proyectar, porque la propuesta de aquellos jovenzuelos (Rissient tenía 17 años) no le extrañó, sólo les pidió una lista de las que ellos consideraban grandes películas de grandes cineastas. La primera que le recomendaron fue They Live by Night (Los amantes de la noche, 1948), de Nicholas Ray. A Villion no le pareció una buena idea (Ray no figuraba en su constelación de grandes directores, además aquella película era una opera prima), pero ellos insistieron, él transigió al fin y la película fue un éxito.


Y cargados de razones, refrendadas además por la taquilla contante y sonante, siguieron programando la cartelera del cine Mac Mahon, amojonando su venidera leyenda.

The Big Sky (Río de sangre, 1952), de Howard Hawks.

Ruby Gentry (Pasión bajo la niebla, 1952), de King Vidor.

Villion siempre destacaba en la marquesina del cine el nombre del director. Y cuando recomendaron The Reckless Moment (Almas desnudas,1949), la última película americana de Max Ophüls, se resistió (se ve que tampoco brillaba en su cielo de directores con mayúsculas), pero acabó dando el brazo a torcer; eso sí, puso con letras grandes y brillantes en la marquesina el nombre de Max Ophüls.


En diciembre de 1954 la banda de Rissient empezó una nueva fase. No sólo películas de director, también de género.

The Prowler (El merodeador,1951), de Joseph Losey.

Whirlpool (Vorágine, 1949), de Otto Preminger.

El Mac Mahon se convirtió muy pronto en una sala de referencia para los cinéfilos parisinos. Los intelectuales del Barrio Latino tomaron nota y acudieron. Y Rissient y compañía, se ganaron el apodo de los macmahonianos (un término inventado al parecer por el periodista Philippe Bouvard). La buena acogida de la programación de aquella banda de cinéfilos imberbes favoreció que Villion aceptase la idea de colocar en el vestíbulo del cine cuatro carteles a modo de cartas de la baraja, cada uno con la fotografía de un director venerado por los macmahonianos: Fritz Lang, Raoul Walsh, Otto Preminger y Joseph Losey. Los cuatro ases del cine Mac Mahon.


Aún hoy sigue siendo un templo de la cinefilia. Un templo consagrado, por así decir, desde que Godard rueda allí una escena de À bout de souffle con Jean Seberg, donde aparece el propio Villion; también tienen su momento en la película macmahonianos como Mourlet o Fabre, y Rissient ejerce como ayudante de dirección.


La banda de los macmahonianos amplió su nómina de locos del cine: Alfred Eibel, Bertrand Tavernier, Patrick Brion... Y su ámbito de influencia desde las páginas de la revista Présence du Cinéma (de 1959 a 1967), donde Alfred Eibel, Michel Mourlet y Jacques Lourcelles se van relevando en la dirección.


Pero el texto cardinal de los macmahonianos, quizá su manifiesto (no declarado), lo publica Michel Mourlet en la rival Cahiers du cinéma (en el número 98, de agosto de 1959), un artículo titulado Sobre un arte ignorado; en el epígrafe de un apartado cuaja la cuestión central: Todo está en la puesta en escena, donde reivindica la perfección suprema -son sus palabras- de El tigre de Esnapur y La tumba india, por entonces las últimas películas de Fritz Lang.


Más adelante, bajo el epígrafe Vértigos y centelleos, leemos:
Puesto que el cine es una mirada y un oído mediadores entre el espectador y las apariencias, puesto que la organización de las apariencias y su aprehensión más eficaz constituyen la puesta en escena, ¿cómo se convertirá ésta en belleza, es decir, en exorcismo de maleficios y canto? La respuesta es: por la selección de las apariencias, el relato sobre el rectángulo blanco de ciertos movimientos privilegiados del universo. Dicho de otro modo, sobre todo en lo que tienen de más íntimo las acciones y reacciones de un hombre en su decorado. (...) la línea melódica, con sus crescendos, con sus pausas, con sus estallidos, con los movimientos secretos del ser, que nos conciernen en lo más vivo de nosotros mismos por las vías del peligro y de la exaltación.
Y hacia el final del artículo encontramos esa línea que Godard cita en el umbral de Le mépris, atribuyéndosela (a sabiendas) a André Bazin, justo al final de los créditos hablados en la voz del propio Godard:
 ...el cine sustituye nuestra mirada por un mundo más acorde con nuestros deseos.

Sí, cuando éramos muy jóvenes, no digo felices, pero desde luego sobradamente indocumentados, esa profesión de fe que era nuestra cinefilia bien podría cifrarse en esa línea de Mourlet, la divisa también de aquella envidiable banda de cinéfilos imberbes,