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28/6/13

Ven y mira (mac)



Hace un año inauguramos la serie de entregas mensuales consagradas a los carteles de cine. Y a modo de celebración vamos a dedicarle la número trece a  Macario Gómez, uno nuestros cartelistas históricos, que firmó por primera vez como mac en 1955, el año que nací.


En las fachadas o vestíbulos de los cines que frecuentábamos en los años decisivos (hasta que cumplimos los veinte, digamos), casi nunca pudimos ver la obra de nuestros cartelistas preferidos -Anselmo Ballester, René Péron, Saul Bass o Waldemar Swierzy-, quizá alguno de Zulueta fuera la excepción. Pero nos extasiábamos y soñábamos con los carteles de mac.



















Fueron obras de cartelistas como mac las que nos vieron crecer como espectadores. Carteles que despertaron nuestra cinefilia primeriza y nos ofrendaron promesas de asombro y felicidad.

26/11/12

Los ojos de un niño hace veintisiete mil años



Después de la noche del jueves, cuando vi La cueva de los sueños olvidados (2010) de Werner Herzog, releí algunos capítulos de Los pintores de las cavernas de Gregory Curtis, uno de los libros de no ficción con los que más disfruté en los últimos años, en particular las páginas dedicadas a la cueva de Chauvet, descubierta en las últimas horas de la tarde del 18 de diciembre de 1994, en un acantilado sobre las riberas del Ardèche, donde cincuenta años antes operaban los republicanos españoles en la Resistencia francesa encuadrados en la 19ª Brigada de la 3ª División de guerrilleros al mando del legendario Cristino García Granda; esas páginas multiplicaron mi deseo de ver la película de Herzog -que nos permite visitarla (de la única manera posible)-, y no digamos Le Pont d'Arc, el texto de John Berger sobre aquellas pinturas de hace treinta y dos mil años, las pinturas rupestres más antiguas que se conocen, quince mil años más antiguas que las de Lascaux o Altamira; unas obras tan bellas que desechan, imagino que para siempre, cualquier hipótesis sobre el progreso en el arte rupestre -con unos inicios rudimentarios que fue ganando en sofisticación-, y aun en cualquier arte.


No sé si andaba muy sensible el jueves pasado pero el caso es que me emocionó La cueva de los sueños olvidados, una película para ver con ojos y manos, tal es la impresión táctil que comunica, volviendo casi palpables unas pinturas que -justamente (en todos los sentidos)- no se pueden tocar. No pude verla en 3D, donde supongo que esa impresión resultará aún más intensa, tratándose de una herramienta que permite mostrar de forma más viva el aprovechamiento de las irregularidades y escorzos de las paredes de la cueva por los artistas del Paleolítico con vistas a potenciar la percepción de los volúmenes y movimientos de las figuras. Un uso del 3D por parte de Herzog que ha inspirado algún comentario a tener en cuenta: por primera vez resulta verdaderamente útil.

Herzog en la cueva de Chauvet durante el rodaje 
de La cueva de los sueños olvidados

Herzog plantea la película como un viaje en el tiempo hacia el alba del alma humana pero también como un descenso hacia la memoria que cobijan el silencio y la oscuridad de la cueva de Chauvet, clausurada por un desprendimiento en el acantilado desde hace veinte mil años. Estas imágenes -escuchamos en la voz de Herzog- son recuerdos de sueños largamente olvidados. (...) ¿Seremos capaces de entender la visión de los artistas a través de ese abismo de tiempo? La película nos permite ponerle los ojos encima a la mirada de nuestros ancestros hecha memoria inscrita en la piedra a través de la noche de los tiempos. Como todo viaje en el tiempo, no puede ser sino fantástico. Como descenso hacia el misterio, no puede ser sino lección de abismo. Cómo va a extrañarnos que Herzog, en el último tercio del viaje sobrecogedor que depara la película, decida guardar silencio y mirar (con nosotros) aquellas maravillas: los trazos audaces, el gesto fervoroso en cientos de figuras, de rinocerontes, leones, bisontes, caballos... los bellísimos caballos de Chauvet.


Y si uno debe cifrar el legado más valioso de La cueva de los sueños olvidados, más allá o más acá de las pinturas mismas, apuntaría que Herzog ha conseguido profundizar el misterio de la mirada de nuestros ancestros; no sólo no ofrece respuestas, sino que nos lleva ante las fronteras de lo numinoso, ante un abismo insondable a la medida de una inagotable curiosidad por el temblor primordial de lo humano. El mismo temblor de la luz en las sombras que producían las antorchas con las que se alumbraban, una escena que Herzog ilumina con la danza de Fred Astaire con las sombras en Swing Time (1936), la película de George Stevens que aquí se tituló En alas de la danza. Un relámpago fílmico enhebra sombras a través de un abismo de tiempo.



Entonces recordé a un niño de hace veintisiete mil años. Lo cuenta Gregory Curtis en Los pintores de las cavernas. En Chavet apenas hay huellas de presencia humana al margen de las que dejaron los propios artistas que la pintaron. Fueron muy pocos quienes entraron en la cueva y en contadas ocasiones. Quizá ni siquiera se consideraban pintores, quizá sólo se veían como mediadores de algo mucho más grande que ellos, quizá sólo prestaban su mano para que el espíritu pintara con ella. Sea cual fuera el propósito de las pinturas, al parecer perduraron generación tras generación sin que hubieran de ser visitadas, adoradas o contempladas siquiera. Quizá nos legaban la memoria de una mirada, de una visión, y confiaban en el poder de esas imágenes inscritas en las sombras. Pero al menos hubo alguien que vio esas pinturas cinco mil años después, antes de que un desprendimiento la sellara y que Chauvet y compañía la descubrieran en la última década del siglo pasado. A juzgar por el tamaño de sus pisadas y por las dos huellas de una mano manchada de barro en las paredes de la cueva, el visitante debía tener unos diez años y llevaba una antorcha, que acercó a la pared con regularidad, dejando una serie de marcas de carbón. De esa forma marcaba el camino y podía encontrar a la vuelta la salida de la cueva, como un Pulgarcito del Paleolítico. Esa antorcha prueba que el niño entró en la cueva con intención de explorarla y las huellas, que iba solo. ¿Quién era aquel niño? ¿Cuál era su propósito? ¿Contó alguna vez lo que vio? ¿Inventó cuentos a partir de aquella experiencia? ¿Se convertiría en pintor de otras cuevas aún por descubrir?


Mientras contemplaba esas pinturas de Chauvet, gracias al viaje de Herzog y a la iluminación de Peter Zeitlenger, el director de fotografía de La cueva de los sueños olvidados, tenía la sensación de vivir la misma experiencia (fantástica) que cautivó los ojos de un niño hace veintisiete mil años.

8/6/12

La hora de la elegía



Hace tres meses que no vemos nada de John Ford, comentó Ángeles, como de pasada. Eché cuentas y tenía razón. Tres meses sin Ford. Hay que ver. Y seguí echando cuentas y, aunque Ford no ha estado ausente, han pasado nueve meses sin acercar una película suya a la escuela, desde agosto con Centauros del desierto.  Y pensé que Ángeles -editora paciente y celosa archivera de esta bitácora- se refería a esa doble ausencia. Le pusimos remedio de inmediato a la una y ahora  vamos a ponérselo a la otra. Vimos They Were Expendable.


En países francófonos titularon el filme Los sacrificados


Aquí, No eran imprescindibles. Creo que "Carne de cañón" hubiera sido una traducción bien traída, porque el título original denota la condición de los personajes de la película: eran prescindiblesThey Were Expendable habla de los días de la derrota de los USA frente a Japón en Filipinas, tras Pearl Harbor; de los hombres que fueron abandonados a su suerte, de un sacrificio inútil, de una inmolación sin sentido. La película empezó a rodarse en febrero de 1945, cuando la guerra en Europa iba camino de concluir pero la opinión pública americana se preguntaba por qué no daba acabado en el Pacífico; el rodaje se prolongó hasta el mes de mayo y, cuando se estrenó el 20 de diciembre, la guerra había terminado. They Were Expendable no celebra la victoria, sólo recuerda a los muertos; no canta la gloria de la guerra, levanta un memorial a la devastación de tantas pérdidas. Sin alzar la voz, en un tono documental, en clave casi íntima. De quien estuvo allí, de quien ha visto, de quien ya no podrá olvidar. Y sólo encuentra en los rituales funerarios la única forma de otorgar sentido a tantas muertes.

En el centro, Ford con la cámara en Midway

John Ford rodó con una cámara de 16 mm La batalla de Midway. Cuentan que, mientras filmaba el ataque aéreo sobre un depósito de agua al descubierto, les gritaba órdenes a los zeros japoneses para que ejecutaran las trayectorias requeridas con vistas a una composición dinámica de diagonales en el plano y que los maldecía cuando no obedecían sus indicaciones. Hay un momento en que la película salta, cuando una bomba de fragmentación estalla cerca; Ford resultó herido en un brazo (una herida similar a la del personaje de John Wayne en They Were Expendable) pero siguió filmando. Al mando de la Field Photo, la unidad de fotografía de la Oficina de Servicios Estratégicos, el cineasta recorrió los distintos frentes de la segunda guerra mundial en Extremo Oriente, norte de África y en Europa. Vivió el día D a bordo del destructor Plunket, que a las seis de la mañana echó el ancla frente a la playa de Omaha; unas horas después, en plena carnicería, Ford y sus cámaras de la Field Photo desembarcaron en un camión anfibio para filmar los combates. Y cuando las playas quedaron en manos de los aliados y comenzó la invasión, el cineasta acompañó a las tropas en Normandía. George Stevens, que rodará unas semanas después en Dachau las primeras imágenes en color de los campos de concentración (imágenes donde late la perplejidad de lo inesperado, cuando los cámaras se encontraron con lo inimaginable, todo aquel horror), contó su encuentro con Ford; Stevens, a cubierto tras un seto, y Ford de pie, contemplando la batalla. Claro que había puesta en escena en su comportamiento y el aquel de alimentar una leyenda, y también probablemente una temeridad que era una máscara del miedo, y el deseo de ganarse una medalla, y la necesidad imperiosa de ver. Había todo eso y más en el tipo contradictorio que era Ford.

En el centro, Ford en rodaje de They Were Expendable

Fue en los jornadas posteriores al día D, cuando Ford conoció personalmente al teniente Bulkeley, el héroe de guerra en el que se inspira el personaje de Robert Montgomery en They Were Expendable, un proyecto que ya le habían ofrecido un año antes pero que se resistía a aceptar (quizá porque se trataba de algo demasiado cercano a cuanto había presenciado), y navegando en su compañía en una de las lanchas torpederas que mandaba en el canal de la Mancha, pudo estudiar el comportamiento de aquel hombre bajo el fuego y tirarle de la lengua a propósito de la experiencia que había vivido tres años antes en Filipinas. Uno  de los hombres de Bulkeley le contó a W. L. White, el autor del libro en que se basa el guión de la película, la situación que vivieron allí: "Supón que eres un sargento de ametralladores, que tu ejército se bate en retirada y el enemigo avanza. El capitán te pone al frente de una ametralladora para que cubras la carretera. Quédate aquí y mantén la posición, te dice. Cuánto tiempo, preguntas. Es igual, responde, tú mantén la posición. Así que no eres imprescindible... No te importa hasta que vuelves aquí, donde la gente pierde horas y días y a veces semanas, cuando has visto a tus amigos dar sus vidas para ganar unos minutos". Héroes a su pesar, tipos que hicieron lo que tenían que hacer. No importaba que la misión que les encomendaran fuera una estupidez y ellos carne de cañón. Sólo podían esperar la muerte y nada tenía sentido. Pero era su trabajo. Eran prescindibles. Por eso, la película no podía ser sino un réquiem. Una de las más bellas plegarias fúnebres de Ford, cuya obra tras la segunda guerra mundial figura amojonada de rituales funerarios. Quizá porque, después de ver lo que el vio, un hombre, como señaló Straub, aparte de los ritos, no tiene muchos medios para seguir adelante.


They Were Expendable forma parte de ese rosario de películas enhebradas por poemas de cine como Esplendor en la hierba o El espíritu de la colmena, filmes donde un poema cobra visos reveladores o vislumbres del misterio que envuelven las imágenes. Aquí Ford echa mano del Réquiem de Stevenson para que Rusty Ryan, encarnado por John Wayne, pronuncie el elogio fúnebre de dos compañeros, dos de esos hombres que eran prescindibles, y en ellos honrar a todos cuantos fueron sacrificados.


Y aunque en medio de la batalla, y en plena retirada, no hay tiempo para ceremonias solemnes, unos versos pueden valer por todo un funeral y consagrar la memoria de los muertos, el único poema que sabe Rusty Ryan, quizá porque lo aprendió en la escuela cuando era un niño y soñaba con el mar.


UNDER the wide and starry sky,
Dig the grave and let me lie.
Glad did I live and gladly die,
And I laid me down with a will.

This be the verse you grave for me:
Here he lies where he longed to be;
Home is the sailor, home from sea, 
And the hunter home from the hill.

Bajo el inmenso y estrellado cielo
cavad mi tumba y dejadme descansar.
Viví alegre y alegre muero,
y sólo pido un último deseo.
Que grabéis estos versos en mi tumba:
"Aquí yace donde quería estar;
el marinero, de vuelta del mar,
y el cazador de vuelta de la colina".

Y nada más Stevenson que ese viejo del astillero, encarnado por Russell Simpson (el Pa Joad de Las uvas de la ira), que se niega a abandonar su lugar en el mundo y se queda solo, con un rifle y un garrafón por única compañía, mientras suena Red River Valley. Nada más Ford, sobra decir.


Pero además del poema de Stevenson, They Were Expendable cobija también una de las más bellas, contenidas e intensas historias de amor que haya filmado Ford. Una historia pespuntada por unos cuantos momentos de pausa privilegiados, de ésos que, dejó dicho Bénard da Costa, (sólo) Ford tiene el secreto.


La historia de amor de Rusty y Sandy, la enfermera encarnada por Donna Reed, dura apenas diez minutos en la pantalla, pero nadie puede olvidarla y recordamos cada uno de sus preciosos momentos, como el de aquella cena maravillosamente iluminada por Joseph H. August (uno de los hombres de la Field Photo -herido también durante el rodaje de La batalla de Midway- en su última colaboración con Ford).


Cuentan que el cineasta se mostró desabrido con la actriz, como si quisiera hacerle saber que no pintaba nada en una película de hombres como They Were Expendable, o que sólo representaba uno de esos peajes que hay que pagar en una película de Hollywood. Pero Donna Reed convirtió aquella antipatía en una herramienta de trabajo, para dotar a Sandy de la fortaleza que requería una enfermera en medio del caos, la derrota y la muerte. Y se ganó el respeto de Ford. Pero quizá no lo supo hasta que llegó la hora de rodar aquella cena; en el último momento, cuando iba a filmar el plano en que Sandy se arregla ante un espejo antes de sentarse a la mesa con Rusty y compañía, el cineasta sacó del bolsillo un collar de perlas y se lo tendió a Donna Reed; no le dijo nada, sólo le puso el collar en las manos; era uno de esos talismanes que Ford se sacaba de la manga para conseguir determinada tonalidad emocional.



No, a la hora de la verdad, a un hombre sólo le quedan los rituales como refugio frente al absurdo, aunque en medio e la guerra cualquier ritual deviene apenas una frágil luz en las tinieblas.


Y suena a tregua.


Y sabe a despedida.


Y si a la hora de decir adiós, Ford echó mano de las palabras de Stevenson, nuestra mirada busca el cine de Ford. Para un réquiem. Cuando la memoria invoca la hora de la elegía.

26/1/11

El tragaluz del silencio


Si no fuera por Shoah no me habrían interesado las memorias de Claude Lanzmann. Leí La liebre de la Patagonia porque quería saber más del autor de Shoah -más que una película, un monumento a la memoria del horror-; en realidad quería saber más sobre la génesis y la cocina de una producción cinematográfica dedicada a la muerte de los judíos en los campos de exterminio, una película de nueve horas y media que le costó a Lanzmann doce años de su vida, tiempo suspendido durante el que sólo vivió para La Cosa, como él llamaba al filme que traía entre manos: era una manera de nombrar lo innombrable.  


Lanzmann dedica las últimas ciento veinte páginas de sus memorias a los años de Shoah, y no puede decirse, ni mucho menos, que las cuatrocientas anteriores sobren. Tiene mucho que contar y lo cuenta muy bien, basta apuntar que a los dieciséis años, en plena 2ª guerra mundial y ocupación nazi de Francia, es miembro de las Juventudes Comunistas y participa activamente en la Resistencia; pero añadamos la amistad de juventud con Gilles Deleuze y de toda la vida con Sartre (ambos eran sentimentales, lloraban en el cine y les encantaba Sólo los ángeles tienen alas de Hawks), la historia de amor con Simone de Beauvoir (con la que recorrió España con un Simca en 1955), Les Temps Modernes -que ahora dirige-, el viaje a Corea del Norte y China  (donde trabó amistad con Chris Marker) a finales de los 50, el FLN argelino, la amistad con Franz Fanon (el autor de Los condenados de la tierra que leímos en los primeros 70)... Lanzman vivió lo suyo y escribe con garra, pasión y nervio, así que las memorias seguirían teniendo interés aunque no fuera el autor de Shoah. Pero lo es, y traza el relato con vistas al estallido vital que representa esa película que ha definido como su única patria. Es imposible resistirse a la idea de que todo lo vivido -incluido el ejercicio del periodismo- por Lanzmann era una larga preparación para rodar Shoah, una obra que, como le comentó Jean Daniel, el director de Le Nouvel Observateur, tras su primera proyección íntegra, justifica una vida.

Antes de ver Shoah, conocía tres películas de no-ficción que se corresponden con otras tantas formas cinematográficas, tres modalidades de acercamiento fílmico a la memoria de los campos nazis. En 1945, George Stevens -el director de Gunga Din (1939) o La mujer del año (1942) y futuro director, pongamos por caso, de  Raíces profundas (1953)- y su equipo de operadores filmaron con cámaras de 16 mm y en color la liberación del campo de Dachau. Se trata de imágenes que aprehenden el encuentro con lo innombrable y que transmiten el efecto perturbador de la sorpresa y lo ininteligible. Los cámaras no sabían lo que les esperaba y aquellos supervivientes, esqueletos andantes que yacían en el suelo o deambulaban por  el campo se les aparecían como fantasmas de un espanto inconcebible; no sabían qué estaban filmando. Aquellos planos son portadores de la vibración de una mirada cándida y perpleja, antes de que la razón comprenda el horror recién descubierto, y de las primeras imágenes en color de los campos. Ese mismo año, en 1945, el operador británico Sidney Bernstein rodó en el campo de Bergen-Belsen imágenes de los nazis  abriendo las fosas comunes. El material fue montado bajo la supervisión de Alfred Hitchcock, que ordenó mantener las panorámicas que unían a los verdugos nazis con los cadáveres de los judíos exterminados, evitando así que la película, Memoria de los campos, se viera como un montaje, es decir, se trataba de mantener y aun subrayar en el montaje del filme el efecto-realidad de las imágenes de Bernstein. Ambas películas fueron enlatadas y enterradas en archivos y no se vieron hasta cuarenta años después la supervisada por Hitchcock y casi cincuenta la filmada por Stevens y compañía. Recuerdo que les proyecté Memoria de los campos a los alumnos de la EIS durante una clase de Historia del Cine y varios pidieron permiso para salir del aula porque no soportaban aquellos planos de cadáveres y más cadáveres desenterrados de las fosas sin fin de Bergen-Belsen.


Noche y niebla (1955) de Alain Resnais, en la que Chris Marker trabajó como ayudante de dirección, fue la primera película de no-ficción sobre los campos que se distribuyó en los cines -no aquí, claro-; en el curso de sus treinta y tres minutos conjuga imágenes de archivo en blanco y negro de los campos y del nazismo con travellings filmados en color y en presente, planos de lo que quedaba de los campos, mientras escuchamos un hermoso texto de Jean Cayrol, que formó parte de la Resistencia francesa, fue capturado y deportado, y sobrevivió. Las palabras de Cayrol, los líricos movimientos de cámara de Ghislain Cloquet y Sacha Vierney, y la música de Hans Eisler le permiten a Alain Resnais cobijar la memoria de los campos con un poema fílmico que redime, si eso es posible, la historia de aquel horror, de aquella maquinaria industrial destinada al exterminio de una parte de la humanidad; como dijo Serge Daney evocando la primera vez que vio la película de Resnais, gracias al cine supe que la condición humana y la carnicería industrial no eran incompatibles. En Noche y niebla, se escucha por primera vez una mención a los rojos españoles en el calvario de la escalinata de la cantera de Mauthausen y la complicidad de los franceses en las deportaciones. Pero, si bien es cierto que en los campos murieron y fueron asesinados miles de rojos, gitanos, eslavos... de todos los países ocupados, no cabe olvidar que el decreto nazi de noche y niebla tenía por objetivo primordial el exterminio de los judíos, y fueron millones las víctimas. Y apenas si se menciona la palabra judío en Noche y niebla.


Conviene tener presente estas tres muestras de la representación cinematográfica de la memoria de los campos para comprender el dispositivo fílmico radicalmente distinto con el que Lanzmann dio forma a Shoah: no usaría imágenes de archivo, no emplearía la música, no echaría mano de ningún comentario off, sólo filmaría los lugares de los campos de exterminio de los judíos y su entorno, y las presencias de los verdugos y de quienes regresaron de la muerte en el aquel de cavar en el pozo de la memoria para reconstruir la industria de la muerte puesta en marcha por los nazis, pero centrándose en el último momento, es decir, cuando los trenes llegaban a los campos de exterminio, las cámaras de gas, los hornos, el humo, el olor de la carne quemada, la ceniza, y el silencio. Las voces de los que regresaron  conjugadas con las imágenes de las huellas que perviven en los lugares del horror resucitan la memoria del exterminio a través de ese tragaluz del silencio que representa Shoah.


Por eso quería leer las memorias de Lanzmann, para conocer los gérmenes del proyecto, el proceso de documentación y búsqueda de los personajes, cuándo necesitaba saberlo todo para poder preguntar y despertar la memoria de un personaje mientras rodaba -Lanzmann insiste siempre en preguntar y repreguntar, ningún detalle resulta banal, ningún testimonio debe perderse: es el compromiso que le ata a la memoria de los que regresaron- o cuándo prefería que no le contaran todo para no perder el aura de la voz de lo que se cuenta por primera vez, la financiación, qué sucedía tras la cámara durante el rodaje, las decisiones en el montaje, sus frustraciones...

A la dcha., Lanzmann en un fotograma de Shoah

En fin, el largo viaje que supusieron los años de Shoah, desde 1973, cuando le sugieren la idea a Lanzmann hasta 1985, cuando se estrena la película en París. De la distribución en Estados Unidos se encarga Dan Talbot, un viejo conocido ya de esta escuela, y la exhibe durante meses, concluida la etapa de su cine New Yorker, en su nueva sala, el Cinema Studio, en la esquina de Broadway con la calle 68 de Nueva York. Shoah se proyecta por primera vez en España en junio de 1988, en la sala Torre de Madrid 1, antigua sede de la Filmoteca Española, mientras los nazis autóctonos aúllan en el exterior protestando contra la película. Lanzmann podría haber contado más pero vale la pena todo lo que cuenta sobre Shoah. Hay dos episodios en esas páginas que habrían justificado las memorias. Uno representó una sorpresa, desde luego para Lanzmann, pero también para mí: el momento en que conduciendo por una carretera polaca en febrero de 1978 vio un cartel con letras negras sobre fondo amarillo que indicaban, como si nada hubiera pasado, el nombre del puebo: TREBLINKA. Entonces, ese nombre que se empeñaba en existir, ese topónimo que se atrevía a existir, estalla en Lanzmann como una epifanía:

La confrontación entre la perseverancia en el ser de ese pueblo maldito, terco como los pueblos milenarios, entre su plana realidad de hoy y su significación espantosa en la memoria de los hombres, sólo podía ser explosiva. La explosión se produjo unos instantes más tarde, cuando, yendo en el coche me topé sin esperármelo con un largo convoy de vagones de mercancías enganchados unos a otros y detenido junto a un andén de tierra batida sobre la que derrapé antes de pararme en seco. Estaba en la estación de Treblinka.

(...) Treblinka se hizo tan de verdad que no podía esperar más, una urgencia extrema, con la que viviría ya en adelante para siempre, se apoderó de mí, tenía que rodar como fuera, rodar cuanto antes: aquel día recibí el mandato.


Aquella urgencia cobró visos de un destino inexorable, de encargo bíblico, y cinco meses después empezaba el rodaje de Shoah, en Treblinka. El otro episodio lo esperaba y me habría decepcionado si Lanzmann no contara lo que se vivió detrás de uno de los momentos terribles, estremecedores e inolvidables de Shoah, me refiero a la escena en la que el judío superviviente Abraham Bomba, uno de los peluqueros de la cámara de gas de Treblinka, mientras le corta el pelo a un cliente, evoca cómo rapaba a las mujeres desnudas momentos antes de ser gaseadas. A bastantes de esas mujeres las conocía, eran de su ciudad, algunas incluso vivían en la misma calle, y les cortaba el pelo allí mismo, en la misma cámara de gas donde iban a morir poco después. El detalle del lugar resulta especialmente significativo porque esa frontera con el agujero negro de la condición humana, del tiempo y de la memoria, en las lindes con lo irrepresentable, es el territorio Shoah. Por eso era tan importante para Lanzmann el testimonio del peluquero de Treblinka y -felizmente para uno- cuenta cómo encontró a Abraham Bomba en Nueva York -era peluquero en los bajos de Grand Central Station-, cómo lo convenció para participar en la película, cómo lo perdió cuando llegó el momento del rodaje años después -ya no vivía en Nueva York-, cómo lo reencontró en Tel Aviv ya jubilado y cómo decidió rodar la escena en una peluquería -elegida por el propio Abraham Bomba- para que, con las manos ocupadas en su viejo oficio, la memoria del peluquero de Treblinka se abriera paso y encontrara las palabras.


Es imposible llevar a término un proyecto como Shoah sin desmesura, al menos en los órdenes de la voluntad y de la obsesión, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una obra que se iba financiando a medida que el dinero se acababa pero no la película, donde a menudo se solapaban o se interrumpían mutuamente el rodaje y el montaje, que descubría la forma a medida que se hacía, que crecía y crecía, y Lanzmann se negaba a ponerle fin, aún faltaba esto, aún quedaba por contar eso, no podía quedarse sin aquello: una película así es una aventura, y por su propia esencia desborda los límites que se le quiere asignar; una película realizada con un equipo muy reducido de personas que merecen ser citadas: los operadores de cámara Dominique Chapuis, William Lubtchansky y Jimmy Glasberg, no quiero olvidar a la ayudante de cámara Caroline Champetier, una directora de fotografía que admiro (la última película suya que vi fue De dioses y hombres de Xavier Beauvois de la que hablaré un día de estos); el sonidista Bernard Aubony, la montadora Ziva Postec, y las montadoras de sonido Danielle Fillios, Anne-Marie Lhote y Sabine Mamou. El montaje de Shoah se prolongó durante cinco años; se trataba de no sacrificar por nada del mundo ni la claridad del relato ni la forma fílmica, buscando el momento preciso del corte, el engarce justo entre las presencias y los lugares, entre las voces y los planos, para que cuando un travelling nos acerque a las puertas de Birkenau tengan la fuerza de una revelación.


Sólo vi Shoah una vez. De una vez. Las nueve horas y media seguidas con dos breves interrupciones aprovechando que tenía que cambiar la cinta -había grabado la película en vhs cuando la pasaron por televisión hace unos años-, porque imaginaba que si fragmentaba el visionado en varios días no pasaría de la primera  de las tres cintas. Es una experiencia demoledora. Devastadora. Cuesta recuperarse.  Durante unos cuantos días no pude ver otra película. No puede ver nada más. Cuesta imaginar que alguien pueda embarcarse en un viaje semejante y llegar hasta el final, llevar a cuestas semejante horror y no abandonar, adentrarse en el abismo del mal y no perder la razón. Pero nadie recorre el país de los muertos y regresa impune. Si lo cuentas, ya no puedes contar nada más, aunque hayas hecho otras películas, que las hizo, ésa es la obra definitiva, el testimonio y el testamento. Es Shoah. Es Claude Lanzmann. Es la mirada de Lanzmann desde el corazón de las tinieblas. A su lado, cualquier otro descenso a los infiernos deviene pura retórica. Por eso nuestra retina ya no puede asimilar nada más en días. Porque hemos visto mucho más de lo que resulta visible en la película, hemos visto lo invisible, lo innombrable, lo irrepresentable. A través del tragaluz del silencio de Shoah, la mirada de Lanzmann nos ha hecho ver aquello que no podía ser mostrado, lo que no quería mostrar, lo que no mostró. Por eso Shoah no es Memoria ni Historia. O no sólo Historia y Memoria. Es, sobre todo, Cine. No es una película sobre la Shoah -caos, catástrofe, destrucción, aniquilamiento, exterminio-. Es la Shoah.