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14/4/15

14 de abril


En Vigo, una manifestación celebra 
el advenimiento de la 2ª República 
en la tarde del 14 de abril de 1931.
(Fuente: La Voz de Galicia.)

Por pura casualidad, hace unas horas leía Un librero de viejo, el primero de los relatos agavillados en Pisando ceniza, un libro de Manuel Arroyo-Stephens que me está gustando mucho. Mucho.


Copio aquí unas líneas de Un librero de viejo:
Mire esto, me dijo con voz temblorosa. Era la edición en cinco tomos del facsímil de Hora de España. Yo había oído hablar de aquella mítica revista, la mejor que se publicó durante la Guerra Civil. La mencionaban con reverencia los que habían visto algún número suelto, que aparecía de tarde en tarde en las librerías de lance. Si alguien se hacía con un ejemplar lo escondía en su biblioteca y se lo enseñaba a los amigos como un trofeo raro y prohibido. Otros presumían de haberla conocido cuando se publicaba pero hacía años que no la veían. Recordaban a muchos de los colaboradores y su maravilloso diseño gráfico con un gesto expresivo y nostálgico. Yo no había conseguido ver ni un número suelto.
(...) Todos los grandes escritores fieles a la República habían colaborado en sus páginas Por fin lo podía comprobar revisando los índices. Quienes hablaban de la maravilla que era esa revista se habían quedado cortos.

Hasta se queda corto el narrador. Desde luego Andrés Trapiello -en Las armas y las letras- coincide en que Hora de España fue la revista literaria más importante de la guerra, pero algo más, la considera una de las mejores del siglo XX. Su primer número aparece fechado en enero de 1937. El último, antes de la caída de Barcelona, dos años después. La idea de la revista se le debe a Rafael Dieste; el título, a Moreno Villa; las formas, a la experiencia tipográfica de Manuel Altolaguirre y a las viñetas de Ramón Gaya. En los veintitrés números de la revista publican Antonio Machado, María Zambrano, Luis Cernuda, León Felipe, Bergamín, Neruda, Max Aub, Rosa Chacel, Gil-Albert... Y claro, Dieste, Gaya y Sánchez Barbudo, que con Gil-Albert formaban el núcleo duro de Hora de España.

Sesión de cine en las misiones pedagógicas.

Dieste, Gaya, Cernuda, Zambrano y Sánchez Barbudo habían participado de forma muy activa en las Misiones Pedagógicas, una de las más bellas y memorables experiencias de la 2ª República. Un hilo libertario las pespunta con la belleza última de aquella Hora de España.

11/11/12

Lo insólito



He vuelto estos días a La saga/fuga de J. B. La primera edición data de hace cuarenta años. Dicen, y supongo que es verdad -sin dejar de ser insólito-, que año y medio después de su publicación -más o menos en 1973 por estas fechas- se llevaban vendidos cuatro mil ejemplares y se preparaba una segunda edición. Para hacerse una idea cabal de la cifra basta señalar que de sus obras anteriores apenas se habían vendido unos cientos, pongamos por caso de su Don Juan: aquella indiferencia con que fue acogida -quizá su obra más querida- no sólo le dolió sino que lo empujó a aceptar la invitación para impartir un curso de literatura en la universidad de Albany.

Torrente Ballester emigró a América a mediados de los sesenta por despecho literario, porque sentía que aquí no tenía sitio como escritor, justo cuando -aquí- había encontrado el lugar perfecto para escribir, en una casa con vistas al río Lérez: un abuhardillado donde montó su estudio con visos de camarote de bergantín, abierto a la ría, propicio para que lo colmaran ocasos y vendavales. En Pontevedra, donde ejercía de profesor en el instituto femenino, germinó La saga/fuga y ensoñó Castroforte del Baralla, y en ese estudio -corazón de su nostalgia de la ciudad- escribió el capítulo tercero, Scherzo y Fuga (probablemente durante unas vacaciones en sus años americanos), que comienza así: Ese día, o más bien esa noche, me encontré con que yo ya no era quien solía, sino yo mismo.

Torrente Ballester, fotógrafo. (Fotografía de Colita.)

Conocí a Torrente Ballester, de vuelta de América, cuando La saga-fuga de J. B. llevaba un par de años en las librerías, pero sólo había leído Los gozos y las sombras -y era de los pocos entonces, porque esa trilogía sólo se vendió gracias a la popularidad de la serie estrenada en 1982 (cómo olvidar aquella Clara Aldán encarnada por Charo López)-. Después de aquel encuentro, lo primero que hice fue ir a una librería a por La saga/fuga y leer aquellas páginas como si él me hablara, como si continuara escuchando su voz.


A Torrente Ballester le debo a Pessoa, es de esas deudas memorables, la de los descubrimientos cardinales. Le debo también la lección del humor como un asunto mayor de la literatura. Y releer el Quijote como si fuera la primera vez. Hubo otras lecciones, pero ésas fueron las primordiales. Recuerdo que le preguntaban -a propósito de La saga/fuga- por Cien años de soledad que se había publicado unos años antes y -lo estoy viendo- apenas podía disimular cuánto le enojaba la referencia, sobre todo de quienes saltaba a la vista que no habían leído su novela y quizá tampoco la de García Márquez. Y no digamos cuando sacaban a colación el realismo mágico quienes no debían saber del Félix Muriel y a Cunqueiro sólo lo conocían por el forro. En fin, que sigue pareciéndome inverosímil que fuera precisamente La saga/fuga la primera novela suya que se convirtió en un éxito, no por minoritario menos relevante. Me gustó mucho saber que Borges, a otra pregunta tópica de un periodista íbero sobre Cien años de soledad, comentó que no entendía tanto interés por ese libro cuando tenían mucho más a mano La saga/fuga de Torrente Ballester, que es una novela excepcional.

No resisto la tentación de citar unas cuantas líneas del informe del censor sobre la novela: De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor. Y se explica: Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo santo que apareció en el agua y una serie de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando, alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto. El diagnóstico no puede ser más esclarecedor: Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación. Y añade esta perla cultivada: Se propone se aplique el silencio administrativo. Algo así merecería figurar en La saga/fuga y quién sabe si Torrente no se sintió alguna vez tentado de enhebrarlo en alguna figuración de J. B.

(Fotografía de Chema Conesa.)

Lástima que entonces sólo le pregunté sobre la literatura, si fuera hoy le hubiera tirado de la lengua sobre el cine. Cada vez que volvía de Albany aprovechaba para ver alguna película en Nueva York: el Satyricon de Fellini, una vez; El discreto encanto de la burguesía de Buñuel, la última. No sé si le gustaban los fantasmas del cine, pero hubo una casa de fantasmas que le marcó para siempre y devino la matriz de su literatura, la casa de su abuela en Serantes, una casa grande, destartalada, llena de muebles hermosos y desvencijados, de puertas y ventanas con vida propia; caja de resonancia de todos los vendavales, de todos los ruidos, de los pasos quedos de todos los fantasmas... animados en el teatro de sombras que despierta una palmatoria temblorosa en la mano de un niño caminando por un pasillo en la noche oscura.


Pero si finalmente ya no hace falta reivindicar la imaginación y el humor en Torrente Ballester, suele olvidarse -o no se recuerda o valora lo suficiente- el erotismo que destilan sus obras. Tan cegato para tantas cosas con los años, hasta para leer -quizá el menoscabo más doloroso para un lector empedernido como él-, nunca le faltó la vista para ponerle los ojos encima a las mujeres hermosas. No faltan los testimonios. Os dejo el de Félix de Azúa, quizá el más gozoso:

Un viejo glorioso

De mis Encuentros con Grandes Hombres de Antaño guardo un magnífico recuerdo del que me permitió conocer y simpatizar con Gonzalo Torrente Ballester. Debió de ser hacia 1990, en pleno verano parisino, y le estábamos esperando en La Closerie des Lilas, al final del Bulevar Raspail, un grupo de amigos españoles.

Uno de ellos, personaje descomunal que ahora no quiero nombrar, había citado también allí al hijo de un hermano suyo que vivía desde hacía décadas en Extremo Oriente y a quien no había vuelto a ver. Tampoco su sobrino le había visto nunca, desde una lejana visita al cumplir los tres años, cuando se despidieron de la familia antes de emprender el gran viaje al Este.

Torrente llegó muy puntual, muy contento, muy bien colocado detrás de sus enormes gafas de megamiope. Lo cierto es que en una primera impresión, a don Gonzalo, que era delgado como un alambre, sólo se le veían las gafas, dos colosales rosetones semiopacos, tras los cuales vivía el literato.

Fue muy amable con todos y procedió a contar dos anécdotas encadenadas, realmente jocosas y bien narradas, aunque no acabé de entenderlas porque me distraía verle consultar la carta, operación que duró toda la segunda anécdota. La estudiaba de lado, es decir, por el borde, como si tratara de desentrañar una anamorfosis de Holbein.

Cuando había ya decidido pedir un Negroni, llegó el sobrinito, el cual era ya un mocetón de casi treinta años, alto y apuesto, al que acompañaba la mujer más espectacular que yo haya visto en toda mi vida.

Era a todas luces nórdica y muy joven, medía unos dos metros de altura y bajo su cabellera habríamos podido dormir todos los presentes, como bajo el manto de la Virgen de los Desamparados. Las curvaturas y grosores anatómicos que la adornaban eran de una rotundidad soberbia, barroca, salomónica. Y como en París hacía muchísimo calor, iba casi desnuda.

Mediante enormes esfuerzos logramos simular una naturalidad perfectamente farisea y procedimos a inverosímiles acrobacias con tal de no mirar las abundancias de la soberana criatura, lo que causó algún derrame de botellas y la caída de una silla.

Era sumamente difícil y doloroso no mirar aquella masa radiactiva de erotis­mo salvaje cuya jovialidad y fortaleza vital se manifestaban en unas risas wagnerianas que hacían vibrar las copas de martini y palpitar sus enormes senos casi por entero ajenos a todo cubrimiento.

Debo decir que, a diferencia de los presentes, don Gonzalo no disimuló en ningún momento. A la semiextinguida luz de su tristísima y casi muerta visión, aquella presencia debió de haber sido como la del ángel del séptimo sello, y en consecuencia, desde que alcanzó a divisarla la miró con un descaro y una agresividad que a todos los presentes nos llenó de zozobra.

De pronto, sin previo aviso y ante el pánico general, se levantó mascullando excusas en voz baja y fue aproximando su silla a la de la muchacha con breves saltitos de rana hasta casi sentarse en su falda, todo ello sin dejar de escrutar las partes superiores para ir luego lentamente bajando hacia las inferiores como si se tratara de la carta de los cocteles.

Cuando ya se encontraba a media inspección, apartóse unos centímetros y pió con dulce acento gallego: “No le importa, ¿verdad hijita? ¡Es que es tan insólito!”.

La tremenda walkiria estalló en unas carcajadas que limpiaron el aire de toda miasma y fantasmagoría, lo que no sólo nos alivió, sino que nos permitió, también a nosotros, echar una miradita. Se lo debemos a don Gonzalo, a quien Dios tiene en su gloria.

15/10/11

Cuando fuimos Félix Muriel


Tal día como hoy hace treinta años murió Rafael Dieste. Ya puestos a morir, el día de Teresa de Ávila no es una mala fecha. Por eso os convoqué hace casi un mes con El quinqué color guinda, esa lámpara maravillosa que ilumina el desván de la infancia del autor de Historias e invenciones de Félix Muriel, justamente para contaros algo más de este libro donde cuaja el aquel memorioso de un maravillado mirar.


Érase una vez en el exilio, a principios de 1943. En el Café Tortoni de Buenos Aires, Rafael Dieste y su mujer Carmen Muñoz se reunían con los amigos Luis Seoane, Manuel Colmeiro, Lorenzo Varela, Arturo Cuadrado. Allí el exilio dolía menos. Luis Seoane le encarga a Rafael Dieste un libro para la colección de narraciones -Camiño de Santiago- de la Editorial Nova, que acaba de fundar con Arturo Cuadrado y la Imprenta López. Y le da un plazo de entrega de dos meses. Dieste acepta el encargo con un gesto de asentimiento que provoca no pocas bromas entre los contertulios a propósito del cumplimiento, no tanto del encargo cuanto del plazo. En el desafío quizá encontró el escritor la motivación para el reto.

Dieste trabajaba en la editorial Atlántida y, después de la jornada laboral, empezó a dictarle a Carmen las historias de Félix Muriel. Me gustó mucho saber de esa destilación oral, porque son cuentos que se leen muy bien en voz alta, y se disfrutan doblemente al decirlos y decírselos a quien quieres. De hecho, aquellas historias que, por así decir, fueron desafiadas en público, en público certificaron la vigencia del reto. Durante aquel mes de enero de 1943, Rafael Dieste escribió cuatro de los cuentos y cada sábado leía uno en la tertulia del Tortoni. Juana Rial, limonero florido, pongamos por caso. O quizá era Carmen quien lo leía. A Dieste escritor le encantaba que Carmen le leyera en voz alta, no sólo lo que él escribía, sino lo que leían de otros autores. De vez en cuando él comentaba algún detalle, algún episodio, algún párrafo, y a Carmen le fascinaba la iluminación de los textos revelando vetas insospechadas, y le apenaba que aquellos alumbramientos se perdieran. Pero no se perdían, le aseguraba Rafael, porque los compartía con ella. ¡Qué fácil imaginar esas escenas a la luz de su Epistolario amoroso!

Dichosos aquellos que degustaron los cuentos de Félix Muriel recién salidos de la cocina de Dieste. Qué envidia retrospectiva. Pero las lecturas del Tortoni se interrumpieron con las vacaciones del verano en febrero. Qué raro resulta dicho así. El verano austral de febrero de 1943, que Dieste aprovechó para escribir La asegurada, la historia de Eloísa, esa mujer que vaga por los caminos preguntando por su amor, esperando cada día a que vuelva de las Américas, interrogando desde los cantiles a los navíos que se asoman por la línea del horizonte, una de las piezas más bellas del libro. Escribió el cuento el propio Dieste, a mano, pero no llega a categoría de conjetura pensar que Carmen se lo iba leyendo y que Rafael corregía al hilo de aquella voz en la que cobraban verdadera vida las palabras en las que vivirá para siempre la loca Eloísa.

Los nueve cuentos llevaron más de dos meses, claro, aun resulta milagroso que sólo precisara de cuatro, y el libro salió de la Imprenta López en junio de 1943. Aquella primera edición de Historias e invenciones de Félix Muriel por la Editorial Nova iba ilustrada con once dibujos a toda página de Luis Seoane, cualquier día os traeré algunas de esas ilustraciones.

Cuando el espíritu de un escritor alcanza cierto estado de disponibilidad, qué poco se necesita para transitar los desvanes del pasado y abrir los arcones de la memoria. Alguna vez contó Dieste que el Félix Muriel nació cuando andaba sumergido en meditaciones sobre el tiempo y su relación con la memoria, en busca de las raíces de una temporalidad inmortal. En los cuentos de Historias e invenciones... encontramos ese acorde íntimo que resucita nuestra propia experiencia y nos la devuelve significativa y reveladora, como si un cristal perfectamente tallado reflejara la prosa de Dieste y nos devolviera la imagen prístina de aquel que habíamos olvidado que somos.

Que lo más insignificante se transfigure en transporte iluminador y memorioso da idea de esa alquimia de la escritura que sólo es posible en la gran literatura. El recorrido de un pasillo se convierte en la gran aventura de cruzar el país del miedo en Este niño está loco, el viaje homérico de un niño que teme a las sombras, porque la mirada infantil transforma lo cotidiano en crisol de prodigios -los mil cielos claros o terribles que hacen viajar la casa- y un espacio doméstico en un territorio tenebroso, en un camino de aprendizaje, en una odisea vital. Dieste remonta el río de la memoria y nos arrastra con él hasta ese niño que fuimos, y lo que pasó una noche es nuestra noche de miedo, y en un relámpago final, que estalla tras condensar las impresiones sucesivas en el curso de la lectura, somos aquel niño en el umbral del cuarto oscuro, pero esta vez atrapados en el latido lírico de un tiempo recobrado.

Rafael Dieste en Galicia, de vuelta del exilio 

Historias e invenciones de Félix Muriel enhebra la luz con las sombras. Las tinieblas son insondables y la luz muy poquita cosa, un quinqué -color guinda, eso sí-, unos farolillos, una luciérnagas, así que todo lo más podemos alcanzar vislumbres, un rayito apenas pero que basta para animar a un personaje, como en Un quinqué color guinda a Matilde, con una sonrisa que era como un poquito de limón, o a doña Joaquina, hecha de boj y de luto. Parece como si Rafael Dieste dispusiera las palabras en una  sintaxis a modo de cedazo para atrapar destellos del tiempo perdido o sombras fugitivas de un pasado remoto, reminiscencias de las imágenes primordiales cuando fuimos Félix Muriel.

18/9/11

Un maravillado mirar

Después de publicar esa llamémosle descarga (en un sentido musical, por ejemplo las sesiones del maestro Cachao) de la entrada anterior, esa misma noche, como si me llamara, busqué las Historias e invenciones de Félix Muriel de Rafael Dieste; para mi sorpresa, apenas me llevó tiempo encontrarlo, lo tenía muy a mano, como si me esperara.



Un ejemplar de la edición de 1974 en la colección Alianza Tres. En la portada había anotado la fecha en que lo compré, el 26 de noviembre de 1982, en una librería de Pontevedra, ¿hace falta añadir que ya no existe?  Nueve relatos y ciento cincuenta páginas. Si tuviera que elegir los libros más queridos de la literatura del siglo XX, éste sería de los primeros. Diré más, creo que se trata de uno de los libros fundamentales de la literatura en castellano. Mencioné que contiene nueve relatos, pero Historias e invenciones de Félix Muriel, más que un libro de relatos es un libro de iluminaciones, una indagación poética en torno a las nacientes de la identidad, un tapiz de motivos primordiales. Historias e invenciones de Félix Muriel deviene la odisea íntima de  Rafael Dieste, que remonta  el río del tiempo para alumbrar los adentros con la candela de la memoria fermentada en la imaginación.

En cuanto tuve el libro en las manos -creo que la última vez que lo leí fue hace once años, recién llegados a este finisterre vecino a los paisajes evocados en Félix Muriel- recordé aquel aforismo de Dieste: El cuento -traduzco del gallego- es el remolino que hacen alrededor de una lámpara muchas mariposas, todas abismadas en la misma luz. Una bella definición que cierra algo así como un hexálogo -centrado en la unidad y en el final del cuento- que puso como introducción a su libro Dos arquivos do trasno (De los archivos del trasgo), pero que muy bien puede leerse como una metáfora de la concepción que alienta en Félix Muriel; y aun otro aforismo -El final [de un cuento] ha de tener la virtud de hacer simultáneas en el espíritu las imágenes que fueron sucesivas [en la lectura]- puede verse como expresión de la forma en que cristalizan esas historias e invenciones: espejos del alma, revelaciones, epifanías.

No he podido apartarme del libro en estos días y he interrumpido las lecturas de Ángeles para leerle fragmentos de las Historias e invenciones de Félix Muriel, como si los leyera por primera vez. Aquella edición de Alianza Tres ya sólo puede encontrarse en alguna librería de viejo, pero en las librerías de nuevo podéis encontrar -espero- la edición de Cátedra -los libros negros de las Letras Hispánicas-, que incluye la narración De cómo vino al mundo Félix Muriel que se había publicado medio año antes de que Historias e invenciones... saliera de la Imprenta López (calle Perú, 666) de Buenos Aires con la que se habían asociado Luis Seoane y Arturo Cuadrado para fundar la Editorial Nova.

De pie y de izda. a dcha., Otero Espasandín, Rafael Dieste, 
Antonio Baltar y Luis Seoane; sentadas, 
Mireya Dieste, Carmen Muñoz (la mujer de Dieste) 
y Maruxa Fernández, en Buenos Aires, 1943. 
(Fotograía de A Nosa Terra)

Fue el propio Luis Seone quien le encargó a Rafael Dieste, durante una tertulia en el Café Tortoni (muy probablemente en enero de 1943), un libro para la colección de narraciones de la editorial. La primera edición de Historias e invenciones de Félix Muriel en la Editorial Nova -colección Camiño de Santiago nº 5- que apareció aquel mes de junio de 1943 en Buenos Aires llevaba once dibujos a toda página de Luis Seoane que no incluye la edición de Alianza Tres pero sí -aunque con una impresión deficiente- la de Cátedra. De aquella primera edición os contaré el próximo 15 de octubre -quedáis emplazados-, de la de Cátedra sólo añadiré que data de 1985 y, que yo sepa, no se ha reeditado.

Rafael Dieste había empleado antes el seudónimo de Félix Muriel para firmar algunos textos, pongamos por caso, en la revista que dirigía durante la guerra civil, Nova Galiza -llevaba por subtítulo Publicación quincenal dos escritores galegos antifeixistas-, entre 1937 y 1938 en Barcelona; también había fundado en Valencia con Gil-Albert, Sánchez Barbudo, Manuel Altolaguirre y Ramón Gaya la revista Hora de España, y en 1938 se incorporó al Ejército del Este para compartir con Sánchez Barbudo la redacción de la revista El Combatiente del Este. Cuando llega la derrota de la República, Rafael Dieste y Carmen Muñoz -se habían conocido durante las Misiones Pedagógicas- toman en compañía de tantos miles de republicanos el camino del exilio hacia la frontera francesa.

Misiones pedagógicas. Estreno del Teatro de Títeres 
con Retablo de fantoches de Rafel Dieste 
en Malpica el 20 de octubre de 1933.
(Fotografía de José Val del Omar) 

Rafael acaba confinado en el campo de concentración de Saint-Cyprien y Carmen, herida en el bombardeo de Figueres, en el hospital de la Piedad de París. Las cartas de Carmen Muñoz y Rafael Dieste durante esa separación componen el Epistolario amoroso, editado por La Voz de Galicia en 1995 y que leí gracias a la calurosa recomendación de Pepe Coira hace unos años (me hice socio de la Biblioteca Municipal de Ribeira para poder sacarlo y fotocopiarlo), es uno de los más bellos y tiernos epistolarios que haya leído nunca.


En Historias e invenciones de Félix Muriel, la voz de Dieste, desde el exilio de Buenos Aires y con las heridas de la guerra en el alma aún en carne viva, aflora en la memoria transfigurada por el sueño y el tiempo vivido para destilar una experiencia fundacional, trasformando el viaje al pasado en  una forma de introspección y la escritura en herramienta de conocimiento, de producción de sentido. Y Rafel Dieste/Félix Muriel encuentra su lámpara maravillosa para iluminar el desván de la infancia en el quinqué color guinda que da título a la primera de las narraciones, verdadero aleph (el de Borges se publicó un año después) del tiempo primordial. Empieza así:

Alumbrando el rellano de la escalera había un quinqué de petróleo, cuyo depósito era de cristal color guinda y levemente modelado como un pequeño mar en que estuviera meciéndose el crepúsculo.

Aquel rellano fue siempre lugar donde se dieron cita a la vez la gran franqueza y el dilatado misterio...

Pero no me resisto a traeros el cuarto párrafo:

Allí se despedía por última vez a los hermanos y se salía al encuentro de los que volvían de ciudades lejanas y espléndidas, que están más allá de aquellos montes, mucho más allá; y más allá de la línea remota del mar abierto, donde se desvanecen, ya muy pequeñitas, las velas de los bergantines.

Y un pedacito del séptimo:

La primavera está en todas partes. Las grandes promesas se hacen de mil maneras, viajan en las nubes, son crines de caballos, o de repente se quedan enjauladas como un pajarillo de sol en un vaso de agua. Así es que pueden muy bien estar en el color guinda de un quinqué de petróleo, sin que lo sepa nadie más que uno, el niño que lo mira...

El quinqué color guinda no es sólo el umbral de las Historias e invenciones de Félix Muriel, también nos muestra el tono de la voz y la partitura del canto. A menudo se ha traído a cuento el realismo mágico para ubicar el ámbito literario del libro de Dieste. Pero si el realismo mágico alude a la preocupación estilística por mostrar lo fabuloso, lo prodigioso, como cotidiano, nada más lejos del mundo de Félix Muriel. Como pone en escena El quinqué de color guinda, se trata de la mirada -y aun de una mirada excesiva- cargada de tiempo, que se abisma en el pequeño mar del ocaso en una íntima y ensimismada procura de la infancia. Quizá nada como unas líneas de Valle-Inclán en La lámpara maravillosa para desvelar el latido de la escritura de Dieste: ...cuando se rompen las normas del tiempo, y el instante más pequeño se rasga como un vientre preñado de eternidad. En el vientre del quinqué color guinda se halla la matriz donde anida lo mágico de lo cotidiano -nada más mágico que la realidad, apuntaba Dieste-, donde cuaja el aquel memorioso de un maravillado mirar.

16/12/10

Galicia desde Moscú


Si éste fuera un país que respetara el cine, la noticia se hubiera leído en la primera plana de El País. Pero como no es el caso -aunque sí un caso-, la noticia sólo puede leerse en la "edición gallega". La película Galicia, que Carlos Velo había terminado en 1936, pocos días antes del comienzo de la guerra civil, que llevaba perdida desde la derrota de la República y sólo en 1985 el propio cineasta pudo mostrar un fragmento de los 20 minutos que dura, apareció en Moscú y se ha depositado en el CGAI. Cuánto se alegraría el maestro -que conoció a Carlos Velo en México y del que me contó jugosas anécdotas-, seguro que me hubiese llamado para celebrarlo.

Fotograma de Galicia de Carlos Velo incluido en Ispanija
un filme de montaje de la cineasta soviética Esfir Shub 
producido durante la guerra civil española

Es muy probable que no quede nadie vivo entre los que una vez vieron Galicia. Ya nadie vive de los que la hicieron. Quizás no viva nadie de los que aparecen en la película. Nadie ha visto Galicia y se van muriendo los que vieron aquella Galicia de 1935 y 1936. Durante décadas se habló de Galicia y ya nadie contaba con que apareciera, y a fuerza de desaparecida se había convertido en una leyenda, como Mariñeiros (1936) de José Suárez de la que ya hablé aquí, ¿aparecerá también algún día?

Basta con mencionar algunos nombres de los que participaron en la producción de Galicia, además de Carlos Velo, autor durante su exilio mexicano de Torero (1956), una obra de referencia en el cine documental, para comprender la apuesta cinematográfica que representaba la película: el etnógrafo Xaquín Lourenzo, Castelao -diseñó los rótulos y créditos-, Rafael Dieste -colabora en el guión-, y el investigador del folklore Bal y Gay. Galicia quería hacerle un sitio a Galicia en el mapa del cine. Pero no en cualquier lugar de ese mapa, sino entre la vanguardia del lenguaje cinematográfico de su tiempo. Porque las obras de referencia para Carlos Velo y los cineastas de su generación eran el Dovjenko de La tierra (1930) y el Flaherty de Hombre de Arán (1934).

Fotograma de Galicia de Carlos Velo

Fotograma de La tierra de Dovjenko

Entre tantas orfandades derivadas de la guerra civil, también la del cine. A la cinematografía de este país le amputaron las raíces y las alas, las raíces que dotaban a las películas de una identidad y las alas que le permitían buscar nuevas y bellas formas donde cuajar lo propio. La guerra civil cortó los hilos de las generaciones siguientes con los que de forma natural debían ser sus maestros y les impidió ver las obras en las que podían reconocerse. La guerra civil truncó la posibilidad de aprender con los maestros y de producir un cine con mirada propia. Y si Carlos Velo se miraba en sus contemporáneos -Flaherty, Dovjenko-, tras la guerra fue imposible recuperar el aire de los tiempos ¿hasta que fue -es- demasiado tarde?  

Este mes, el profesor Vladimir Magidov encontró en un archivo de Moscú cuatro o cinco horas de cine rodado en Galicia durante la 2ª República. Entre esas horas de cine, los 20 minutos de la película de Carlos Velo; algunas de sus imágenes se habían pespuntado en Ispanija (1939), un filme de montaje dirigido por Esfir Shub. Con Galicia recuperamos la certeza de una quiebra, de una ausencia y de una pérdida. Irremediables. Y la alarma, me comenta Manolo González -mi historiador (de cabecera) del cine gallego-, sobre los tesoros custodiados en archivos que se las ven y se las desean para conservar el patrimonio cinematográfico, ahora que la crisis lleva aparejados recortes que devienen atentados memoricidas. Nadie se para a pensar que cualquier fragmento de película por humilde que sea a dieciséis o veinticuatro fotogramas por segundo atesora -mientras se conserva- una historia de amor de la luz por el tiempo. No otra cosa es el cine. Y en Galicia, esa historia de amor cobra visos de elegía por una Galicia perdida tras una derrota interminable.

Carlos Velo

Tiene su aquel de justicia poética que Galicia se haya conservado en Moscú. A Carlos Velo le encantaban esos planos en contrapicado -de las campesinas, de los segadores, de las pescantinas o de los arrieros- que enfatizan la figura humana, que dotan a los cuerpos de los trabajadores de una presencia casi escultórica, esos ángulos tan característicos del cine soviético. Carlos Velo les llamaba planos rusos. ¿Y dónde iban a guardarse mejor los planos rusos de Galicia que en Moscú?

10/12/10

La soledad de la infancia

Decía Rafael Dieste que los maestros debían recordar la propia infancia. Más aún, que nadie debería ejercer como maestro si ha olvidado el niño que fue. Las mejores películas sobre la infancia nos ayudan a recordar el niño que fuimos, y aun a revelarnos lo que no sabíamos de nuestra infancia. Por eso me gustan especialmente las películas sobre la infancia; las películas sobre los niños; no con niños, sino sobre niños. Y no hay muchas grandes películas sobre niños, pongamos por caso He nacido, pero... de Yasujiro Ozu, Alemania, año cero de Roberto Rossellini, La canción del camino de Satyajit Ray, La infancia de Iván de Andrei Tarkovski, Quieto, muere, resucita de Vitali Kanevski, Paisaje en la niebla de Theo Angelopoulos, Mes petites amoureuses de Jean Eustache o Mouchette de Robert Bresson, es decir, películas que iluminen la infancia en y desde la pantalla; algunas de esas películas son mis favoritas y han amojonado esta escuela: Qué verde era mi valle de John Ford,  La noche del cazador de Charles Laughton, Los contrabandistas de Moonfleet de Fritz Lang, Dónde está la casa de mi amigo de Abbas Kiarostami, Rosetta de los hermanos Dardenne. Y El espíritu de la colmena de Víctor Erice, una película que muestra, quizá como ninguna otra, la experiencia primordial que representa el cine en la infancia: la pantalla como lugar de encuentro del niño con los misterios de la existencia. En la soledad de la infancia, las películas representaban -no sé si podría escribir el verbo en presente- el umbral de un sueño, el deslumbramiento de la belleza (fatal) y la promesa de un mundo, como sugiere el título de La promesa de Shanghai, la película de Erice que (fatalmente) se quedó en la escritura de un promisorio -y maravilloso- guión que duele leer y que apenas alivia imaginar -no ver, sólo imaginar- en una pantalla; pero algunas de esas películas cifraban un íntimo reconocimiento, porque la mirada del cine nos veía.


Como nos veía Antoine Doinel en una playa de Normandía al final de Los cuatrocientos golpes de François Truffaut. Cuando la vi por primera vez ya no era un niño pero no me quedaba lejos el niño que había sido, como tampoco a Truffaut cuando la rodó a los 26 años: Si he escogido expresar la soledad de un niño es porque la infancia no está muy alejada de mí. Todavía soy sensible a la verdad del niño; estoy seguro de qué es. Fue una película crucial por tantas cosas que a veces se olvida que (nos) enseñó a filmar la infancia, una verdad que no nos resulta plenamente accesible ni transparente; hay algo en la infancia que definitivamente se nos escapa, pero que reconocemos en filmes como Los cuatrocientos golpes. Y es precisamente en ese reconocimiento de la infancia -de nuestra infancia- donde el filme de Truffaut se emparenta con películas como El espíritu de la colmena. Películas en las que nos reconocemos más allá de los incidentes que se nos relatan, porque lo que reconocemos es una mirada que desvela nuestra infancia, sus rincones oscuros y sus epifanías.


Los cuatrocientos golpes fue la primera película que motivó a Víctor Erice a escribir sobre cine y podemos  rastrear las huellas de la película de Truffaut en El espítitu de la colmena; huellas visibles -diríamos que superficiales-, como esa escena de las niñas asistiendo a la proyección de El doctor Frankenstein que remite a la escena en que Antoine Doinel y su amigo René en una función de títeres con niños más pequeños-, pero sobre todo huellas invisibles -y más hondas-, esas filiaciones que, por un lado, las religan con los caminos del cine (moderno) y, por otro, traman el tejido fílmico de ambas películas. Filiaciones con un cine entendido como una forma de expresión, en palabras de Truffaut cuando se refería a las películas de Renoir, Ophüls o Rossellini, tan personal como las huellas dactilares, un cine al que aspiraban los críticos de los primeros Cahiers -Rohmer, Godard, Chabrol, Rivette o el mismo Truffaut- y enseguida cineastas de la nouvelle vague. Filiaciones con un cine que conserva en las texturas de sus películas las arrugas del tiempo y los arañazos de la vida en la piel de la ficción, que cuaja en la voluntad de aprehender el presente y que borra o desdibuja las fronteras entre lo que parece y lo que es, entre lo que se vive delante y detrás de la cámara, que derriba los muros entre la representación y la realidad, una demarcación que deviene frontera porosa, propicia a la ósmosis. Me refiero a esas fronteras difusas entre el Antoine Doinel y el Jean-Pierre Léaud, entre Ana y Ana Torrent. Pero también entre Antonine Doinel y Truffauf, entre Ana y Erice, o más precisamente entre Antoine Doinel/Jean-Pierre Léaud y Ana/Ana Torrent y, respectivamente, los niños que Truffaut y Erice fueron. Son esas filiaciones las que convierten a Los cuatrocientos golpes y El espíritu de la colmena en obras germinales. Son esas filiaciones las que nos conciernen y comprometen como espectadores. Esos niños, y aun esos cineastas, somos también nosotros, en el aquel de mirar nuestra infancia por primera vez.

François Truffaut y Jean-Pierre Léaud 
en el rodaje de Los cuatrocientos golpes

Pero quizá nada más elocuente que la propia confesión de Truffaut sobre Los cuatrocientos golpes a propósito de las filiaciones y de las tensiones entre el personaje de Antoine Doinel/Jean Pierre-Léaud y el propio cineasta: Fue Jean Renoir quien me enseñó que el actor interpretando un personaje es más importante que el personaje o, si se prefiere, que hay que sacrificar siempre lo abstracto por lo concreto. No sorprenderá entonces que desde el primer día de rodaje Antoine Doinel se haya separado de mí para acercarse a Jean-Pierre Léaud. Por así decir, la fuerza perdurable de Los cuatrocientos golpes emerge de la verdad de Jean-Pierre Léaud preservada en Antoine Doinel, lo mismo podríamos decir sobre El espíritu de la colmena en relación con Ana Torrent. En ambos películas, lo que nos toca en lo más íntimo, más que una interpretación, es una presencia, una mirada que nos interpela, que nos interroga, que nos reconoce.


En la concepción del cine de la nouvelle vague, y en particular de Los cuatrocientos golpes, tuvo mucha importancia El pequeño fugitivo (1953), una película de Ray Ashley, Morris Engel y Ruth Orkin que le había gustado mucho a André Bazin e inspiró a los futuros cineastas. Y no fueron los únicos, también John Cassavetes siguió los pasos de aquellos pioneros neoyorquinos.


Morris Engel y Ruth Orkin, un matrimonio de fotógrafos, rodaron cámara en mano (con una cámara que desarrollaron ellos mismos) en las calles de Brooklyn y en el parque de atracciones de Coney Island adonde se fuga el niño de siete años que protagoniza la película. Costó 22.000 dólares. En una entrevista publicada el 20 de febrero de 1960 en el The New Yorker, Truffaut declaraba: "Nuestra nouvelle vague nunca hubiera existido sin el joven americano Morris Engel, que nos enseñó el camino de la producción independiente con su bella película El pequeño fugitivo".


En 1958, en la noche de un 10 de diciembre como hoy, Truffaut rueda la escena en la que Antoine Doinel y sus padres vuelven a casa en un Dauphine después de ir al cine. Cuando el equipo y los actores están en plena faena, la policía interrumpe el rodaje por escándalo nocturno. Ese regreso al hogar de Antoine Doinel en compañía de sus padres después de ver Paris nous appartient -un guiño de Truffaut a su amigo Rivette que en realidad no había acabado esa película: se estrenó en 1961- es quizá  la única escena feliz de Los cuatrocientos golpes, la única escena en que vemos a Antoine Doinel reír con ganas, encantado de ver a sus padres contentos, de ser parte de una familia. Fue una escena que Truffaut concibió en el curso del rodaje para que la pérdida que va experimentar el personaje en la deriva de la historia resulte aún más clara. La película empezó a rodarse justo un mes antes, en la noche del 10 al 11 de noviembre muere André Bazin, el maestro, el amigo, un padre para el cineasta. La persona a la que Truffaut más le gustaría mostrar la película, no podrá verla. La rueda a la sombra de su ausencia.

Jean-Pierre Léaud y François Truffaut en Cannes,
 mayo de 1959

Los cuatrocientos golpes se estrena el 4 de mayo de 1959 en el Festival de Cannes, una película dedicada a André Bazin. Y al final de la proyección la historia del cine empezó a girar en otra dirección. Truffaut tenía 27 años y la nouvelle vague se puso de moda de la noche a la mañana. Ahora los productores buscaban películas como Los cuatrocientos golpes. Era ya algo más, mucho más que una película, era el triunfo de un nuevo cine. Jacques Doniol-Valcroze en el Cahiers del mes siguiente escribió: "Los cuatrocientos golpes no pasaría de ser, en el fondo, más que una película conmovedora y la confirmación del talento de François de no ser también como el obús que estalla entre las filas enemigas y consagra su derrota interna". Más de medio siglo después no pasa de ser una batalla de tantas en la guerra del cine, un combate que se sigue librando hoy entre el cine como industria y el cine como arte (de amar), si no irreconciliables sí difícilmente conciliables.

El fotocromo de Harriet Andersson en El verano con Mónica 
de Bergman, que roba Antoine Doinel 
en Los cuatrocientos golpes 

En el verano de 1958, Truffaut prepara el guión de Los cuatrocientos golpes donde conjuga ingredientes profundamente autobiográficos, sabe lo exigente que va a resultar dirigir a niños y se documenta con rigor. André Bazin le recomienda que visite a Ferdinand Deligny, que dirige un centro en medio de la naturaleza con niños con distintos problemas (de conducta, afectivos, autistas...) con los que experimenta métodos pedagógicos alternativos a los de la educación institucional, en realidad se trata de que vivan de otra manera, de una manera que les permita descubrirse y responsabilizarse de su propia vida. Truffaut le envía el guión en agosto y en septiembre pasa unos días con Deligny y los niños. El pedagogo comenta el guión con el cineasta y le recomienda cambiar algunas de las escenas "artificiales", por ejemplo la escena de Doinel con la psicóloga que Truffaut sustituirá por una confesión improvisada ante la cámara, una de las escenas más verdaderas -y reveladoras- de Los cuatrocientos golpes. Rodó la escena el penúltimo día de rodaje y fue la única escena filmada con sonido directo. Truffaut mandó que saliese todo el equipo y se quedó a solas con Jean-Pierre Léaud. Se sentó delante y le planteó preguntas que el chico no conocía de antemano. Podía contestar lo que le viniese a la cabeza. Léaud estaba tan metido en el personaje que habla de una abuela de la que no existe ninguna referencia en la película, no sólo eso, la historia que cuenta sobre la abuela no era en realidad sobre su abuela sino sobre la abuela ¡de Truffaut!, una historia que le había escuchado al cineasta en algún momento de la preparación de la película.

Rodaje de la última escena de Los cuatrocientos golpes

Me gustó mucho leer hace unos años en una biografía de Truffaut que Ferdinand Deligny había contribuido de alguna manera a Los cuatrocientos golpes. Allá por los años setenta, leímos y subrayamos con devoción Los vagabundos eficaces, una obra que nos recuerda que para educar a un niño es indispensable recordar el niño que fuimos, como Antoine Doinel, aquel niño perdido, perplejo y desvalido en la soledad de la infancia.

Antoine Doinel mira a cámara, nos mira, 
como nos miraba Mónica en la película de Bergman

2/7/10

La inocencia revelada


Me acuerdo de Helen Levitt. Quizá porque orvalla (cada vez que escribo este verbo tengo que ir al diccionario, porque en gallego se escribe con be y siempre dudo, será la edad), orvalla digo, y una niña llora porque su madre no la deja jugar bajo la lluvia, y me dan ganas de asomarme y pedirle que la deje mojarse. Me acuerdo de Rafael Dieste, escribió una vez que conservar la memoria del niño que fuimos es la condición primordial para un maestro. Y para los padres. Me acuerdo del niño que fui cuando escucho el silbo del afilador. Lo escuché ayer atravesando el tiempo desde la infancia. Como la teja empujada por el pie de una niña avanzando hacia el cielo de la rayuela. Me acuerdo de Cortázar. De la sombra de los abedules. De esconderme entre las ramas de un cerezo. Me acuerdo de Helen Levitt. De sus fotografías de niños. Que juegan. En Nueva York. Ahí enfrente, al otro lado del paralelo 42. En una ciudad perdida en el tiempo. Orvalla, memoria.




Hace más de un año recopilé cincuenta fotografías de Helen Levitt, quería escribir sobre ella cuando me enteré de su muerte el 29 de marzo de 2009 en Manhattan. Nunca vi una exposición de Helen Levitt -y quizá no pueda pasarme por Madrid a ver la que le dedican hasta finales de agosto-, sólo fotografías sueltas en museos, galerías o exposiciones temáticas sobre Nueva York; en libros, en revistas, en periódicos. Debe ser que hoy ha cuajado el poso de la melancolía y me han asaltado sus imágenes, pero no tengo mucho que decir sobre ella, o será que está casi todo dicho con mostrar sus fotografías. Poco queda por añadir.

Helen Levitt

Helen Levitt nació en Brooklyn el 31 de agosto de 1913 y, sin terminar la secundaria, empezó a trabajar en un estudio fotográfico del Bronx en 1931. Cinco años después compró su primera Leica porque era la cámara favorita de Cartier-Bresson, y Helen Levitt decidió convertirse en fotógrafa al contemplar sus fotografías.

Fotografía
de Henri Cartier-Bresson


La obra de Levitt documenta las calles de los barrios pobres de Nueva York, desde el Lower East Side al Spanish Harlem. Pero trasciende la aprehensión de la realidad con una mirada que conjuga intimidad y humor. Y el tiempo trabaja en sus fotografías a favor de la añoranza, porque, aun siendo instantes (decisivos) de infancias neoyorquinas, esos niños también fuimos nosotros. Las fotografías de Helen Levitt han rescatado nuestra propia infancia.



Cursiva

En 1948, Helen Levitt participa con sus amigos James Agee y Janice Loeb en la realización de The Quiet One, un filme documental de Sidney Meyers con una duración de 65', y ella misma dirige In the Street, un cortometraje de 14' que lleva un texto introductorio de Agee que bien podría cifrar el universo fotográfico de Levitt: Las calles de los barrios pobres de las ciudades son un teatro y un campo de batalla. Inconsciente y desapercibido, cada ser humano es allí un poeta, una máscara, un guerrero, un bailarín. Y con su arte inocente en medio del tumulto callejero proyectan una imagen de la existencia humana. Aprehender esa imagen fue la tarea de Helen Levitt.





Toda su poética la condensó en un par de frases: La gente se reunía en la calle. Si te quedabas el tiempo suficiente, se olvidaban de que estabas allí. Y ves lo que hay.





También experimentó con el negativo de color, pero le disgustaba no poder controlar el proceso de revelado como había hecho con el blanco y negro.






Cuentan que Helen Levitt vivía en un apartamento austero en Manhattan, con las paredes vacías, huérfanas de cualquier imagen. Sin embargo, su mirada se había demorado en las paredes y las aceras de Nueva York, y con su Leica registró las pinturas infantiles como quien atesora las huellas que conducen al pasadizo secreto para atravesar el tiempo.






En las fotografías de Helen Levitt recuperamos el tiempo en el que la ciudad era un teatro y cada calle un escenario para celebrar la inocencia. Una inocencia que se aleja para siempre en el momento mismo en que las fotografías se revelan.