Mostrando entradas con la etiqueta Mark Twain. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mark Twain. Mostrar todas las entradas

13/7/14

Letraherida Eva


Me gustó mucho Only Lovers Left Alive (2013), la última película de Jim Jarmusch.


Igual fue por verla con fiebre (38,8º), quizá, pero no creo. Será más bien que a la fiebre le sienta bien la película (o viceversa).

Imágenes publicitarias de la película. 
(Fotografías de Sandro Kopp.)

A Ángeles no le gustó gran cosa (eso sí, se divirtió lo suyo con  la vampira traviesa encarnada por Mia Wasikowska: el humor permea siempre el cine de Jarmusch), pero enseguida supo que era de esas películas que me encandilan.


Que ya me bastaba con ver deambular a Tilda Swinton -la Eva vampira- por la casbah de Tánger camino del café Mil y Una Noches.


No digamos cuando se dispone a viajar a Detroit para reunirse con su amado y prepara el equipaje. (Cómo no recordar el maletín rojo de Pearline. Una caja de sueños. Un talismán.)


A Eva le cuesta elegir qué libros llevar para el viaje y las noches por venir, tanto que vuelve a leer -a devorar ojos y manos- y acariciar aquellos libros que deja en Tánger.


Nunca nadie -como Jarmusch y Tilda Swinton (al compás de la música de Jozef van Wissem) en Only Lovers Left Alive- ha mostrado la pena de separarse de los libros que se aman.


Y cuánto significan para aliviar el peso del tiempo. (Sobra decir que Jarmusch ha vuelto a ganarse un altar en el cine de los libros.)


Y cómo no iba a gustarme esa secuencia donde su amado -Adán, claro, en la piel de Tom Hiddleston- la lleva  a ver las ruinas del Michigan Theater de Detroit.


Una catedral del cine convertida en un aparcamiento. (Recuerdo que Pepe Coira me contó -debió leerlo en unas memorias- de un pueblo de La Rioja, donde cada domingo por la mañana los vecinos, antes de ir a misa, pasaban por el cine y apuntaban su nombre con una tiza en el suelo, delante de la taquilla, para guardar el sitio. Ir al cine como ir a misa. Rituales comunitarios.)

El Michigan Theatre en 1999. (Fotografía de Stan Douglas.)

Cómo iba a olvidar Jarmusch los cines abandonados.


Como el cine Alcázar de Tánger. Cómo no iban a dolerse unos vampiros amantes del arte por el tiempo perdido de los cines.


Y qué decir de esa deliciosa escena donde los amantes vampiros escuchan a la cantante libanesa Yasmine Hamdan. Una canción que (nos) los alivia y revive.


Jarmusch escribió el papel de Eva -una druída de hace 3000 años- para Tilda Swinton (habla maravillas de la actriz, y le sobra razón). En realidad, hizo Only Lovers Left Alive movido por el deseo de volver a trabajar con ella. (Cuenta Tilda Swinton que el cineasta concibió los personajes de Eva y Adan a partir de los Diarios de Adán y Eva de Mark Twain: una historia de amor enhebrada con el hilo del humor.) Tanto uno como otra siempre habían querido hacer una película de vampiros y se pasaron ocho años hablando del proyecto, y fue la actriz quien le recomendó al director de fotografía Yorick Le Saux. (Según Tilda Swinton, Jarmusch no ha rodado sino películas de vampiros, así que nadie mejor que el cineasta para acompañarla en un viaje como Only Lovers Left Alive.)


A Jarmusch le costó más de la cuenta poner en pie el proyecto, justo durante una fiebre vampírica de hace unos años (por supuesto Only Lovers Left Alive no tiene nada que ver con crepúsculos y derivados, ni con Déjame entrar, la hermosa película de Tomas Alfredson, que le había gustado mucho). Por lo visto los productores le sugirieron más derramamiento de sangre y un ritmo más rápido, y por toda respuesta Jarmusch cortó algunas de las escenas de acción que ya había rodado. Será un rumor. Qué más da.


Si miramos bien Only Lovers Left Alive, el verdadero, el único, vampiro -con todas las letras- es el arte, que desde la noche de los tiempos nos sorbe el seso (y nos salva). Basta ver leer a Tilda Swinton. Letraherida Eva.

1/12/11

Una herida de luz



Con  ciertos temas ahorro preámbulos: detesto la literatura infantil (y la juvenil ni os cuento). Detesto las etiquetas infantil y juvenil, y la producción de mercancía averiada con esa denominación de origen -perfectamente prescindible, si no dañina (por su propia inanidad)- que se reivindica, promueve y justifica, bajo la espuria cobertura de la animación a la lectura. Y ya no digo nada en estas fechas cuando, por más que uno lo rehuya, acaba coincidiendo en librerías con padres o tíos acarreando ese género para hijos o sobrinos. Sobra decir que no considero literatura infantil Alicia en el país de las maravillas ni La flecha negra ni Las aventuras de Huckleberry Finn ni mucho menos los cuentos de Grimm, Andersen o Perrault, aunque también los niños puedan disfrutarlos. Y tampoco desde luego los cuentos de hadas, que son lo menos infantil que hay pero la mejor literatura que los niños pueden leer.


Desconfío (y Ángeles aun más, si eso es posible) de los profesores que recomiendan libros de literatura infantil; sospecho  que no leen, y pretenden educar más que dar a leer (porque en el fondo piensan que leer, sólo leer, no es suficiente), quieren enseñar más que acompañar a las criaturas por los pasajes umbríos (que inevitablemente han de transitar), y buscan aleccionar más que mostrar umbrales de lo aún desconocido (pero que ya habita en ellos). Creo que nunca se deberían recomendar libros que no nos hayan apasionado antes (la pasión se nota y se denota y, a veces se contagia), es decir, no deberíamos poner un libro en las manos de un niño si no sentimos envidia porque él va a leerlo por primera vez, un placer que nosotros ya no podremos disfrutar, como Walter Pidgeon en Qué verde era mi valle, cuando pone La isla del tesoro en las manos de Huw. Si un libro no nos ha trabajado -o nos trabaja- por dentro, por qué va a merecer la pena que lo lea un niño.

Bronwyn lee para Huw La isla del tesoro 
en Qué verde era mi valle

Los cuentos de hadas germinan en los miedos primordiales y permiten cuajar las experiencias cardinales de los niños perdidos que somos todos -todos irremediablemente huérfanos a la hora de la verdad-, no para curarlos -curarnos- sino para convivir con los terrores cruciales (el abandono, la orfandad, la muerte...). Y es justo esa experiencia tenebrosa la que evita, como si de la peste se tratara, la llamada literatura infantil, que nace bajo el signo fatídico de lo educativo (y de la contagiosa y vírica estupidez de lo políticamente correcto). Si la lectura ha de resultar una experiencia fundacional, habrá que admitir que el lector -por niño que sea- ha de correr riesgos, que leer depara terror y cobijo, angustia y amparo, pena y consuelo, daño y reparación, pérdida y gracia.


Y habrá que arriesgarse a exponer a los niños a lecturas tan peligrosas, pero (las únicas) decisivas. En tan arriesgada travesía quizá necesitan compañía, la nuestra, y no hay mejor abrigo que leer con ellos. Para que nos tengan cerca mientras la madrastra de la Cenicienta corta los pies de sus hijas para que les sirva el zapatito de cristal que acaba ensangrentado por la carnicería (tal como lo narran los Grimm), o cuando Pulgarcito engaña al Ogro que acaba comiendo a sus hijos, o en el bosque donde el lobo seduce primero y devora después a Caperucita. Si leer ha de significar algo medular en la vida de uno, ha de doler e iluminar. Como una herida de luz.


(Ilustración de Gustavo Doré para la Caperucita roja de Perrault y fotografías de Ricard Terré)