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16/11/14

Ardían las rosas


Eva (Liv Ullmann) y Jan (Max von Sydow) se refugian en una isla durante una guerra civil. Pero es inútil, la guerra trastorna su mundo y los acaba alcanzando. Y lo pierden todo. Hasta la vergüenza. Al final, huyen en un barco de la isla, de la guerra. Pero quizá ya nunca podrán desprenderse de ella. Llega un momento -en una escena espantosa y espléndida- en que el barco casi no puede avanzar entre cadáveres flotando, y  poco después el motor deja de funcionar y quedan varados en medio del mar, se reparten las últimas provisiones, el agua se acaba... Entonces Eva, acurrucada junto a Jan, le cuenta...

Tuve un sueño. Yo iba caminando por una calle preciosa. A un lado, las casas eran blancas, con grandes arcos y pilares. Al otro, había un frondoso parque. Entre los árboles corría un riachuelo de verde agua. Finalmente llegué a una pared alta cubierta de rosas. Y pasó un avión e incendió las rosas. Pero no ocurrió nada. Era una bella imagen. Miré el agua y vi cómo ardían las rosas.
Yo llevaba una niña en brazos. Nuestra hija. Se abrazó fuerte a mí. Llegué incluso a sentir su boca contra mi mejilla. Todo ese tiempo sabía que había algo que no debía olvidar. Algo que me había dicho alguien. Pero se me olvidó.
Se trata de la última escena de La vergüenza (1968) de Ingmar Bergman, iluminada por Sven Nykvist en la isla de Farö. La evoca Ernesto Halfon en el Discurso de Póvoa, un ensayo-cuento que cierra El boxeador polaco.


15 de febrero 2008. Festival Correntes d'Escritas en Póvoa de Varzim. Han invitado a Ernesto Halfon a participar en una mesa redonda alrededor de La literatura rasga la realidad. El escritor prepara el texto de 15' que va a leer, No se aclara demasiado con el tema por más vueltas que le da en el cuarto del hotel. ¿De qué va el dichoso asunto? ¿Se refiere a la encrucijada de la literatura y la realidad?, ¿a la irrupción de la realidad en la literatura?, ¿o viceversa? Así que esa noche, para distraerse, enciende la televisión y ve el filme de Bergman. Luego no consigue dormir. Vuelve insidioso el tema de la mesa redonda y le da vueltas en la cama, y a eso de las cinco o seis de la mañana encuentra en la secuencia final de La vergüenza, con el sueño de Liv Ullmann, la clave para abordar el tema y así abrochar su comunicación en la mesa redonda, el Discurso de Póvoa:  
Así, exactamente, es la literatura. Al escribir sabemos que hay algo muy importante que decir con respecto a la realidad, y que tenemos ese algo al alcance, allí nomás, muy cerca, en la punta de la lengua, y que no debemos olvidarlo. Pero siempre, sin duda, lo olvidamos.
Así, exactamente -también-, el cine. Perdido en la memoria de un sueño donde ardían las rosas. En el agua.
 

5/10/14

Caravana


Hace casi cuarenta años compramos nuestro primer tocadiscos. Y media docena de elepés; uno, de Django Reinhardt.


En La pirueta de Eduardo Halfon (un escritor guatemalteco de origen judío, que descubrimos con Monasterio hace poco y lo seguiremos en El boxeador polaco dentro de nada) leo esta vida breve del gran guitarrista:
Django Reinhardt nació en Bélgica, pero igual pudo haber nacido en cualquier otro país de la ruta en que transitaba su caravana de gitanos manouche. Su padre era músico y su madre una cantante. De niño, Django tuvo las siguientes destrezas: robar gallinas; encontrar y limpiar cartuchos de las balas de la primera guerra mundial que su madre luego transformaba y vendía como joyas y chinchines de latón; pescar truchas metiendo la mano en el río y haciéndoles cosquillitas hasta que éstas, aleladas y contentas, se dejaban simplemente atrapar; y por último, claro, la guitarra. A los doce años, con su familia viviendo en un campamento gitano justo a las afueras de París, Django tocaba ya la guitarra banjo en todos los bals musettes de la ciudad. A los dieciocho años, un fuego instigado accidentalmente por su esposa Bella le dejó la mano izquierda atrofiada, hecha casi un garfio, pero de alguna manera él cambió su técnica musical (usaría ya sólo dos dedos) y continuó tocando hasta convertirse en el guitarrista de jazz más grande del mundo. Pero siempre, en el fondo, un guitarrista gitano. Andrés Segovia lo escuchó tocar alguna vez y quedó tan impresionado que quiso ver la partitura, pero Django, riéndose, le dijo que no había, que era una simple improvisación. De Django dijo Jean Cocteau: Él vive como uno sueña vivir, en una caravana. Y aun cuando ya no era una caravana, de algún modo lo era.  Aunque su nombre legal era Jean Reinhardt, desde niño lo apodaron Django. Django en gitano quiere decir despierto o más bien yo despierto. Es un verbo en primera persona. Yo despierto. 
Django Reinhardt con su hijo y su madre 
en Le Bourget, a las afueras de París, en 1949.

Cuando era un chaval, los carros de los gitanos pasaban cada tanto por delante de casa con su zarabanda de cachivaches y el silencio de los perros amarrados por un cordel. Más de una vez escuché contar en la aldea historias de gitanos ladrones de niños. En cuanto divisaba en la carretera los carros de gitanos, me apostaba en la cuneta, viéndolos acercarse, creciendo el fragor de los cacharros, hasta llegar donde los esperaba. Y la caravana pasaba de largo, carretera adelante. Y los perdía de vista en el lungo drom (el largo camino). Hasta que los gitanos dejaron de pasar. Y dejé de esperarlos. Tardaron años en volver. Con Lorca. Y Cien años de soledad. Y las películas de Kusturica. Y ahí van estas Nubes del gran Django Reinhardt, en caravana, en busca de los gitanos en la infancia.