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jueves, 12 de diciembre de 2024

Emancipation

En 1998 vi por primera y única vez en directo a Prince, que dio un concierto esplendoroso en Madrid ante un público enamorado de su música, sus movimientos y su mera presencia. Se le notaba feliz al de Mineápolis —pese a la desgracia pretérita, pero relativamente reciente debido a su naturaleza, a la que haré mención en el siguiente párrafo—, casado con Mayte desde 1996 (ambos saludaron al terminar el espectáculo) y liberado del contrato con Warner, cuya tiranía denunciaría ese mismo año con un Emancipation que es alivio y acusación al mismo tiempo y, en lo estrictamente artístico, incontinencia creativa que da lugar a un álbum de tres discos de una hora exacta y doce canciones cada uno, con cuatro versiones entre los treinta y seis temas, cuando el autor de Purple Rain no había incluido ninguna en sus trabajos previos. ¿Provocación?, ¿iluminación?, ¿genio?: de todo un poco, seguramente.


Como es de sobra conocido, quien a la sazón era símbolo y no Prince había perdido a su hijo recién nacido muy poco antes de que el trabajo fuera publicado, hecho que debió de dejarle destrozado pero que en nada puede atañer a lo que el oyente encuentra, pues ya había sido grabado y empaquetado para ser puesto a la venta cuando la tragedia hace su aparición. No hay elementos suficientes en los ciento ochenta minutos de Emancipation que permitan inferir una obra maestra de su creador, lejos aquí de sus cumbres de la década anterior. Pero sí que hay razones, sin embargo y a pesar de algún sobrante, para defender el álbum. En el primer disco, digamos, el jazz funk de Jam Of The Year, el dance funk de Get Yo Groove On, el swing feliz de Courtain Time, la lectura del Betcha By Golly Wow! que hicieran famosa los Stylistics, la pegadiza y frenética We Gets Up o el cruce de pop y mambo de Damned If I Do.

Sex In The Summer abre la segunda parte con una delicia de soft pop progresivo y (muy) principesco cuyo título original iba a ser Conception (dice el libreto, que contextualiza brevemente cada corte), utiliza para introducirnos en la canción el ritmo de batería de Good Old Music de Funkadelic y añade sutilmente los latidos del nonato en el vientre de su madre. Destaco asimismo la dulce balada Soul Sanctuary; el pop barroco de Curious Child; el viraje de Joint To Joint en su segundo cuarto, convirtiendo la pieza en un joya sorprendente de funk progresivo que no cede hasta finalizar sus ocho minutos; el emocionante pop de The Holy River, solo de guitarra de Prince incluido, y el pop sinfónico de Saviour, oda o loa a Mayte.

No hace falta ser un sabio o un erudito para saber de qué habla Slave, inicio del tercer y último movimiento de la función que me recuerda a Sign O' The Times sin que ello afecte a sus brillantes singularidades. Otros temas a señalar son Face Down, con su mezcla de rap, techno y funk; Style y su vacilona suma de funk y soul a lo Prince; Sleep Around, pop orquestal, progresivo y bailable; My Computer, hermoso híbrido de synht pop y funk; One Of Us, espléndida revisión cargada de emoción del exitoso original de Joan Osborne, parido solo un año atrás, en la que Prince se sale a las seis cuerdas; The Love We Make, sobrecogedora balada "escrita para un amigo perdido" o Jonathan Melvoin, músico muerto por sobredosis aquel mismo 1996, y la final y techno funk Emancipation. No podría haber otro cierre que el que da título a un larguísimo y notable trabajo donde celebrar —amén de su amor por Mayte y su futura y posteriormente frustrada paternidad— que Warner Records quedaba atrás y NPG ocupaba su lugar.


 

lunes, 16 de septiembre de 2019

Sign O' The Times


Discos como Dirty Mind, 1999 o Purple Rain eran completamente suficientes para saber que —sirviéndose de su estímulo para crear un mundo estético totalmente personal— el testigo de James Brown, George Clinton, Sly Stone, Curtis Mayfield, Marvin Gaye y Stevie Wonder lo había cogido Prince en la década de 1980. Era evidente y de sobra conocida su genialidad; su capacidad de trabajo e invención había dado con un sonido y una musicalidad originalísima plasmada en decenas de canciones extraordinarias. Sin embargo, con Sign O' The Times (1987) el autor de Parade iba a ir aún más lejos mediante un doble elepé extremadamente ambicioso que décadas después de su parto sigue provocándonos asombro. Prince adorna todas sus composiciones con una sutileza y una elegancia que eleva el esqueleto minimalista a corpulento edificio hecho de funk, de techno, de pop, de soul, de house y hasta de jazz. Podremos quedarnos con el tema homónimo que abre dibujando un escenario deprimente rayano con el apocalipsis; rendirnos al Slow Love de la balada perfecta; sentir cómo de la máxima desnudez surge una melodía y una canción en Forever In My Life; bailar como robots al ritmo de U Got The Look; entregarnos a la magia de Strange Relationship y I Could Never Take The Place Of Your Man —guardadas durante varios años en el cajón—, incluido el solo final de Prince en la segunda, cuyo aire a hard bop y blues rompe con la línea rock que llevaba el corte; abrazar el poderío de The Cross; o mascar lentamente otra balada soberbia, Adore, que completa los ochenta minutos del disco. Pero nos engañaremos agarrándonos a una sola de las ramas: es el árbol completo el que da la verdadera talla de Sign O' The Times. Cualquiera de los temas no nombrados tiene razones de sobra para codearse con los mencionados, completando un álbum que mira sin despeinarse a dobles históricos de la hermandad sonora afroamericana como Electric Ladyland, Bitches Brew o America Eats Its Young. No creo que pueda haber elogio mayor.


lunes, 5 de junio de 2017

Diamonds And Pearls


Que el mejor Prince es el de los años ochenta —donde asienta su canon a la vez que estiliza su obra en una serie de grabaciones que tiene su cumbre en el extraordinario y exuberante doble elepé Sign O' The Times— no creo que lo dude ni siquiera el más recalcitrante de sus fans. Sin embargo, dicha afirmación no puede cegarnos u ocultar que después de aquella década el genio de Minneapolis seguiría produciendo música de mucho nivel, como atestigua el sensacional Diamonds And Pearls (1991), el primer disco de los dos en los que Prince se hace acompañar por The New Power Generation.

Las maneras creativas del autor de Parade están a aquellas alturas más que trabajadas; su estilo es inconfundible; ha alcanzado la categoría de sus maestros, sean estos Miles Davis, Jimi Hendrix, Sly Stone o James Brown… Pero Prince aún tiene mucho que decir. Trece temas y sesenta y cinco minutos sirven a nuestro hombre para explayarse partiendo siempre de magníficas composiciones. Funk, techno, rap, soft jazz, cruces de bossa nova y gospel, pop, baladas, etc. son los estilos de los que Prince y su banda se sirven para construir un caleidoscopio sonoro excitante y juguetón del que se extrajeron singles tan exitosos como Diamonds And Pearls, Cream o Get Off, pero que cuenta con joyas del mismo calibre en su interior. El contraste que produce la yuxtaposición de —por ejemplo— Willing And Able y la mencionada Get Off o Jughead y Money Don't Matter 2 Night hablan de la variedad que defiende el álbum, variedad que asimismo alumbra la estructura y desarrollo de cada una de la propias canciones que lo conforman. Llenas éstas de arreglos y adornos instrumentales de primera y gozosa categoría, la totalidad de Diamonds And Pearls se erige como una de las mejores grabaciones (si no la mejor) que Prince hiciera en los noventa, capaz, además, de mirar cara a cara a hitos pretéritos llamados 1999 o Purple Rain. Cosa que tampoco creo niegue ninguno de los ciegos admiradores a quienes se ha aludido en el primer párrafo.

 

jueves, 13 de marzo de 2014

Purple Rain


Artistas que dibujen una época de tal manera que quede exactamente plasmada sin perder ellos un ápice de su personalidad —superponiéndose a su tiempo, absorbiéndolo y haciéndolo cicatrizar en una obra particular e intransferible pero que no se desligue del presente que les ha tocado vivir—, los hay en un número escaso, pues no es fácil que tan absoluta permeabilidad vaya acompañada de un criterio radicalmente propio que en el paso de la teoría a la práctica, además, tenga la coherencia y la capacidad de una puesta en escena acorde y acertada. Uno de esos genios —sin duda alguna— es Prince, en concreto el Prince de los años ochenta, el que bien metidos como estamos ya en el siglo XXI sigue diciéndonos cómo eran aquellos años mientras su creatividad desbordante y extraordinaria nos sorprende cada vez que volvemos a escuchar los espléndidos trabajos que a la sazón dejó grabados. Purple Rain (1984), banda sonora de la película del mismo nombre, es uno de ellos, aparte del elepé con el que el de Mineápolis alcanza la fama universal, y uno de los más vendidos de todos los tiempos. Huyendo de cualquier estereotipo a pesar de que —como indicábamos arriba— sea imposible desligar sus sonidos del momento en que son registrados, el cruce de funk, pop, soul y música electrónica que Prince convierte en un ser vivo e independiente alcanza aquí las cotas máximas de belleza, intensidad e ingenio de su carrera, solo comparables con las logradas, en mi opinión y sin restar valor a otros álbumes también muy notables (Diamonds And Pearls o Love Symbol Album, por cambiar de década e irnos a la siguiente), en Dirty Mind, 1999 y Sign 'O' The Times. Tan comercial como oscuro, tan atractivo como chocante, Purple Rain es una constante fuente de hallazgos que se impone al oyente en su mágica perfección, sometiéndole a una alucinación sensorial que culminan los casi nueve, y emocionantes en grado sumo, minutos de la inmortal balada en directo que da título a canción, disco y película por igual. Orgía desatada de teclados, guitarras y percusiones, Purple Rain (el álbum) deja en su punto final sitio a la introspección y el clasicismo mediante la introducción de una pequeña orquestación de violín, viola y violonchelo que corona en solitario (junto con el piano de Prince) un elepé sencillamente sublime cuya segunda cara, excepto When Doves Cry, proviene de un concierto de 1983 retocado por el autor de Parade en el estudio; detalle éste que no señalo por capricho o erudición, sino, como servidor pudo comprobar hace ya mucho en Madrid (Larry Graham como telonero de excepción, a propósito), para constatar que no solo manejando consolas y produciendo músicas a plastificar es un superdotado el príncipe del rock, también interpretándolas sobre las tablas su categoría es incontestable. Exactamente la misma que la de los nueve cortes que hoy —saludados con el mismo entusiasmo de siempre, admirados con la misma contundencia— se han paseado por Ragged Glory.

jueves, 30 de junio de 2011

Lovesexy

Comprensible. Cuando se habla de Lovesexy (1988) saltan a la palestra The Black Album y Sign 'O' The Times —especialmente este magistral y doble elepé— para advertirnos de que Prince había puesto el listón tan alto que cualquier cosa que viniera después iba a estar por debajo. Compresible hasta ahí, pues Lovesexy tiene la suficiente categoría como para defender su idiosincrasia con o sin comparaciones, y en él se respira el talento de uno de los artistas más refinados que ha conocido la música pop.

Lovesexy abunda en el sonido que desde 1999 y Purple Rain desarrolla el autor de Mineápolis y que le eleva a su privilegiada posición. Aunque es cierto que el álbum es más suave que sus predecesores, nadie más que Prince podría haberlo hecho. El funk clintoniano pasado por el tamiz principesco de No y la espléndida Alphabet St., los dos primeros cortes, no invita a confusión alguna, guiados por su gozoso falsete, que igual pasa por sexual que por delicado. Glam Slam es el típico material que en manos de otro sería una horterada, pero que Prince sublima con su habitual aptitud, llenando de matices una canción que tiene un hermoso final instrumental. Siguen la emotiva Anna Stesia y Dance On, haciendo honor a su nombre el tema más cercano al synth pop del disco. Los casi seis minutos de Lovesexy, la balada When 2 R In Love, la concisión y contención de la bellísima I Wish You Heaven y Positivity completan un álbum que no es el mejor del príncipe del rock, pero del que es fácil disfrutar si nos olvidamos de los precedentes que le hicieron referencia indispensable de la música de los años ochenta.