Debajo de mi alfombra no cabe más angustia
y encima de ella tropiezo al caminar
(Si apareces, El Desván)
El comienzo desesperanzador de su carrera no hacía presagiar un cine tan hermoso y poético como el que Wim Wenders nos ofrecería desde mediados de los años setenta hasta finales de los ochenta. Abonadas por igual al aburrimiento y a la ridiculez, El miedo del portero ante el penalti (1971) o La letra escarlata (1972) son películas con las que el tiempo no ha tenido piedad; no obstante la dureza de esta afirmación, la redención que traerá En el curso del tiempo (1975) quita hierro a los precedentes de un joven cineasta más preocupado en su despertar por aparentar que por ser. El amigo americano (1977) y Relámpago sobre el agua (1980) confirmarán un talento para reflejar la emoción que Paris, Texas (1984) sublimará hasta dar con la obra maestra del director alemán, solo igualada tres años después por El cielo sobre Berlín.
Levantada sobre un guión de Sam Sheppard que pone al día el más tradicional melodrama, Paris, Texas sirve para que Wim Wenders despliegue su fascinación (europea) por la iconografía estadounidense mientras nos narra la historia de un hombre (soberbiamente interpretado por Harry Dean Stanton) destrozado por el amor y ayudado por su hermano (Dean Stockwell) a salir del agujero y recuperar la dignidad. Los amplios espacios, las carreteras, los moteles, las señales de tráfico, los carteles publicitarios, las vías y sus trenes, etc. son bellísimamente retratados por Wenders y su director de fotografía, Robby Müller, y —lejos de ser un mero telón de fondo— se conjugan con la historia que se nos cuenta de manera perfecta. En el plano puramente cinematográfico, la influencia de Antonioni, Ozu, Bresson o Hitchcock es patente, pero es la pintura de Edward Hopper (ya presente en la obra del autor de Alicia en las ciudades, 1974) la que vemos constantemente reflejada en las imágenes del film. No en vano dijo el propio Wenders: "Hay sitios de los Estados Unidos donde pones la cámara y te sale un cuadro de Hopper".
Según la película va desarrollándose conocemos que Travis, el personaje de Stanton, lleva cuatro años perdido y sin ver al hijo que tuvo con su compañera Jane (una guapísima y excelente Natassja Kinski), hijo que vive con su hermano y su cuñada. Al instalarse en la casa de su familia en Los Ángeles, Travis vuelve a adquirir poco a poco la cordura, sin perder un punto infantil y alucinado, hasta que una confesión de su cuñada le hace marchar a Houston con su hijo en busca de Jane, quien trabaja en un peepshow. Una conmovedora y larga escena en una de las cabinas sirve para que (en boca de Travis y Jane) sepamos por qué la pareja se resquebrajó y anticipa el reencuentro de la madre con el pequeño Hunter. Momento álgido de una película que mantiene el equilibrio a la largo de sus dos horas y media, pero que tiene en la conversación entre Kinski y Stanton su cima emocional, si bien la escena en la que éste visiona en casa de su hermano una filmación en Super-8 previa a la ruptura —iniciándose en ella la recuperación del afecto de un hijo al principio reluctante— hace que las lágrimas pidan paso.
Largometraje de culto y ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes, Paris, Texas es un canto noble y triste a los sentimientos perdidos e irrecuperables, pero también a los eternos e insustituibles lazos paternofiliales, nunca esa "banal consideración sobre la pareja" de la que injusta y superficialmente hablaba Augusto M. Torres; y es, además, una radiografía de Estados Unidos desde el punto de vista europeo magníficamente puesta en escena, fotografiada y —no nos hemos olvidado— musicada, gracias a la sobria, impactante e inmortal banda sonora de Ry Cooder. O lo que, en definitiva, garantiza su alto, altísimo estatus entre las realizaciones de los años ochenta del siglo pasado.