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viernes, 1 de septiembre de 2017

La infancia, el racismo y la dignidad


Tenido por el más hermoso de los trabajos de Robert Mulligan, la adaptación que el director
hizo de Matar a un ruiseñor —la mítica novela de Harper Lee— sigue emocionando décadas después de su estreno al convertir en universalmente reconocibles un relato y unos hechos sucedidos en la década de 1930 en el sur de los Estados Unidos durante un periodo muy específico de su historia. Estrenada en 1962, la película narra con nostalgia y ternura los recuerdos de una mujer cuando era niña, tal y como deja claro desde el principio la voz en off de la protagonista. La dureza del argumento desarrollado —un negro acusado de violar a una blanca con deficiencias mentales en un contexto geográfico y moral radicalmente racista— y la miseria vivida durante la Gran Depresión no son escamoteadas por el autor de El otro (1972), pero tampoco hacen que se arrastre por la pura negatividad —siempre subyace una decisión, o inclinación, ética en el arte, por mucho que Nabokov y Wilde lo nieguen— en la elección de las escenas y en su propio tratamiento.


Si bien la puesta en escena de Mulligan, la fotografía de Russell Harlan, la música de Elmer Bernstein y el guión de Horton Foote son excelentes, es la composición que Gregory Peck hace de Atticus Finch —uno de los personajes más recordados de la historia del cine— lo que le da la impronta definitiva a la película. El hombre bueno, justo y honrado frente a la masa filofascista y contrarooseveltiana que busca razones espurias que justifiquen y aplaquen su empobrecimiento es interpretado por Peck de manera magistral, sirviéndose de toda una serie de matices gestuales y corporales que, potenciados por la cámara del director, dan una verdad al abogado defensor y padre viudo de dos hijos que traspasa la pantalla. También los dos niños son muy creíbles, condición imprescindible pues es la infancia parte importantísima del film (e interés general de la obra de Robert Mulligan). El contraste entre el inocente descubrimiento de la vida de los pequeños y la sordidez y desazón del mundo de los adultos recorre de arriba abajo los fotogramas de la cinta, aislando en su ejemplaridad la sobria dignidad de Atticus Finch, plasmación icónica de la mejor tradición liberal y democrática norteamericana en un tiempo y un espacio muy difíciles para ser ambas cosas —liberal y demócrata— con coherencia e incluso rigor.




Dada a conocer en un momento álgido de las luchas por los derechos civiles lideradas —con discursos y métodos diferentes— por Martin Luther King y Malcolm X, Matar a un ruiseñor es una de las siete películas de Robert Mulligan que produjo Alan J. Pakula antes de convertirse en el director de largometrajes tan afamados como Klute (1971) o Todos los hombres del presidente (1976). En cuanto a Mulligan, proseguiría una carrera de la que quiero nombrar el nostálgico acercamiento a la adolescencia y los primeros amores que es Verano del 42 (1971), cuyas bondades no están a la altura de las detalladas aquí sobre su obra maestra, pero merecen ser catadas por el buen aficionado. Y si a Gregory Peck —finalizamos— le habían dado papeles llenos de interés Henry King o John Huston y todavía se los darían John Frankenheimer o Richard Donner, para muchos el actor de California siempre será Atticus Finch. Y viceversa.