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| Inger Christensen |
Siri Hustvedt
MI INGER CHRISTENSEN
Inger Christensen ha muerto. Una gran escritora ha muerto. Ya sé que gran es a menudo una palabra que usamos para adornar a una figura venerable de la cultura y después arrumbarla en el estante más alto junto a otros grandes ya rancios, pero ésa no es mi intención. Los grandes libros son aquellos que te sobrevienen con urgencia, que te cambian la vida, aquellos que le parten el corazón y el cráneo al lector. Yo tenía poco más de veinte años cuando leí Det por primera vez y sentí que acababa de recibir una revelación. Era una obra como ninguna otra que hubiera leído antes (sus ritmos y repeticiones sincronizaban con los de mi cuerpo, con mis latidos, mi aliento, con el movimiento de mis piernas y de mis brazos al andar). Mientras lo leía, me mecía con su música. Pero de un modo inseparable de esa música corporal e incrustada en sus cadencias había una mente tan rigurosa, tan dura y tan acerada como la de cualquier filósofo. Christensen no hacía concesiones. Acumulaba paradoja tras paradoja en un juego de pensamientos originales. La lógica, los sistemas, los números cobraban vida y danzaban delante de mí, pero lo hacían con las cosas cotidianas que la voz de la escritora hechizaba y volvía extrañas. Ella hizo que yo lo mirara todo de un modo diferente. Me hizo sentir de nuevo el poder de un encantamiento. Desde entonces leí más obras suyas. En especial me encanta su poesía.