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lunes, 30 de octubre de 2017

La última frontera de Joan Didion





Joan Didion, su marido y su hija en su casa de Los Ángeles en 1968.
Joan Didion, su marido y su hija en su casa de Los Ángeles en 1968. JULIAN WASSER / CORTESÍA DE NETFLIX


La última frontera de Joan Didion


El actor Griffin Dunne estrena un documental sobre su tía, la leyenda del Nuevo Periodismo y autora de 'El año del pensamiento mágico'


ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS
27 OCT 2017 - 04:17 COT
El documental Joan Didion: el centro cederá, dirigido por el sobrino de la escritora, el actor y cineasta Griffin Dunne, indaga en la vida de la mujer que en los sesenta aportó sensibilidad californiana al Nuevo Periodismo y que cuatro décadas después vio reverdecer su fama con una escalofriante disección del duelo: El año del pensamiento mágico (2005), que se centraba en la pérdida de su marido, el escritor John Gregory Dunne, y en la enfermedad de su hija, Quintana Roo Dunne, cuyo fatal desenlace inspiraría también Noches azules(2011).

sábado, 29 de agosto de 2015

Joan Didion / El año del pensamiento mágico / Sortilegio contra la pérdida

Joan Didion

Sortilegio contra la pérdida

La actriz Jeaninne Mestre se enfrenta al poderoso y dolorido texto de Joan Didion que en primera persona analiza y narra la muerte de su marido y su hija


Jeaninne Mestre, en un ensayo de 'El año del pensamiento mágico'. / SAMUEL SANCHEZ
Son tan sobrecogedores los silencios y las pausas como ese texto duro y directo, sin sentimentalismos ni autocompasión, en el que una mujer analiza casi de manera científica hechos reales para luego arrojar al público ese dolor que arrastra por la muerte de su marido y su hija.
En un corto espacio de tiempo, la ensayista estadounidense Joan Didion (Sacramento, 1935) sufrió la pérdida de su esposo, el también escritor John G. Dunne, y la de su hija Quintana. Fue tan obsesiva la experiencia del dolor después de que, la última noche de 2003, su marido cayese fulminado ante ella de un ataque al corazón que Didion se lanzó a escribir El año del pensamiento mágico, con el que ganó el Premio Nacional del Libro en Estados Unidos en la modalidad de no ficción.
A esa trágica pérdida se añadió meses más tarde la de su hija, víctima de una embolia pulmonar. Didion se lanzó entonces a realizar una adaptación teatral de ese libro autobiográfico, plagado de sufrimiento y angustia, pero también de ironía, junto al dramaturgo David Hare. Fue la actriz Vanessa Redgrave la encargada entonces de lanzar ese grito desesperado desde el escenario en un monólogo que representó en Nueva York y Londres.
Ahora, en la sala pequeña del Teatro Español de Madrid, la actriz Jeaninne Mestre se atreve a compartir ese grito, una mezcla de silencios y palabras que caminan y entremezclan la locura y la cordura.
A sus 68 años, Mestre, con una sólida carrera a sus espaldas en la escena teatral española, reconoce que, sin duda, está ante la experiencia profesional más difícil de su vida. “Es un texto complicado, en el que hay que trabajar mucho las emociones y sensaciones, en el que esta mujer narra unos hechos concretos, los retiene y los analiza casi de manera científica. Me he metido en la boca del lobo, pero estoy tan bien acompañada...”. El acompañante al que se refiere la actriz es Juan Pastor, el director de este montaje que se estrena en España y que permanecerá en el Teatro Español desde el próximo miércoles hasta el 14 de junio.
Sobre una tarima de madera y con el único acompañamiento de una butaca también de madera, Mestre se somete durante una hora larga a ese duelo por la pérdida en un ritmo absolutamente endiablado. “Es un texto muy poco psicológico; la realidad es contundente y clara. A mí me ha ayudado mucho el hecho de que Didion se aparte de manera radical de la autocompasión, con un texto que tiene mucho de prosa poética para enfrentarse a una dialéctica de manera analítica”, aseguraba ayer la actriz poco antes de acometer un ensayo de la obra producida por Guindalera Teatro, de Juan Pastor y Teresa Valentín.
No falta el humor, ácido claro, y la ironía de la confesión de esa mujer que contrasta el amor vivido con el colapso dramático al que se tiene que enfrentar.
Mestre, quien no ha querido ver la representación de Vanessa Redgrave, confiesa que tuvo una semana en la que se bloqueó por la dureza de El año del pensamiento mágico. Ahora sabe muchas cosas de Didion, ha leído varias obras suyas y proclama su admiración por esta mujer californiana, sofisticada y alegre. Una gran foto luminosa y soleada de un mar azul radiante acompañará a la actriz en esta conmovedora aventura.

EL PAÍS




FICCIONES

DE OTROS MUNDOS

Joan Didion / The Year of Magical Thinking / Vanessa Redgrave


THE YEAR OF MAGIC 

Vanessa Redgrave

La actriz británica monologa en un escenario de Londres durante una hora y tres cuartos como un torero que se encierra con seis toros: jugándoselo todo. Su genio convierte la obra en algo mágico

MARIO VARGAS LLOSA 2 NOV 2008


Qué extraordinaria actriz es Vanessa Redgrave! Durante una hora y tres cuartos mantiene al público que repleta los asientos del Lyttelton Theatre, de Londres, en estado de trance, mientras, transformada en Joan Didion, evoca El año del pensamiento mágico, es decir, el año en el que la escritora y periodista norteamericana perdió a su marido de manera súbita el mismo día que su hija entraba en coma en un hospital neoyorquino víctima de una infección cerebral.
Nadie diría, oyendo su perfecto acento californiano, que es inglesa ni que es ya una actriz septuagenaria porque en el escenario su alta, imponente figura es la de una mujer sin edad, o, más bien, que tiene vivas en ella todas las edades por las que ha pasado, arreglándoselas siempre para ser en todas bellísima, edades que reaparecen en su persona cada vez que vuelve a ellas con la memoria para resucitar episodios, anécdotas, imágenes que compartió con aquellos dos seres queridos de los que ha sido privada de manera tan violenta. No hay en lo que dice, y sobre todo en la manera en que lo dice, asomo de autocompasión ni sentimentalismo, más bien una helada objetividad. Sin embargo, o acaso tal vez por eso mismo, el escenario se va poco a poco cargando de un dolor animal, de un desgarramiento desesperado e impotente que los espectadores sienten como propio porque es algo que, todos, alguna vez hemos padecido o intuido que padeceríamos, ya que forma parte de lo que somos como seres humanos el anticipar la muerte propia en la de los seres queridos que se nos adelantan en el viaje sin retorno.



La obra es una adaptación teatral del libro autobiográfico de la escritora Joan Didion

La actriz, activa contra la guerra de Vietnam, tuvo el buen gusto de no ser nunca estalinista
No puedo imaginar a nadie capaz de hacer una interpretación más perfecta del personaje ni de sacarle más provecho dramático. El actor o la actriz que monologa por una hora y tres cuartos en un escenario hace algo parecido al torero que se encierra con los seis toros de la corrida: se la juega entero. Su exposición será extrema porque nadie más estará allí, para apoyarlo o contrarrestar sus fallas: por eso, su fracaso o su éxito serán también supremos. El de Vanessa Redgrave es un éxito superlativo. Ya lo fue, cuando estrenó la obra en Broadway, en marzo de este año, y lo ha sido luego en Salzburgo, Cheltenham, Bath, Dublín y lo es ahora en Londres donde encontrar entradas para verla en el Lyttelton es una especie de milagro.


The Year of Magical Thinking es una adaptación teatral, hecha por la propia Joan Didion de su libro autobiográfico del mismo nombre, con la ayuda del director de la puesta en escena, el dramaturgo y director inglés David Hare. El libro tuvo un enorme éxito en los Estados Unidos, lo que es sorprendente, pues, aunque Joan Didion es muy conocida por sus reportajes políticos y sociales, y sus novelas han sido bien consideradas por la crítica, esta memoria sobre la muerte de su esposo, el escritor John Gregory Dunne, con quien escribió algunos guiones de películas como The Panic in Neddle Park y A Star is born, y la de la hija de ambos, Quintana, está tan impregnada de sufrimiento, enfermedad, angustia y muerte que, se diría, se halla en las antípodas de esos libros fáciles, entretenidos e inocuos que suelen ser los best sellers. Sin embargo, millones de personas lo han leído, con avidez y cierto masoquismo. Sin ser una reflexión notable ni contar una historia extraordinaria, esta confesión hace vivir a los lectores de manera directa, creíble y lacerante, esa experiencia para la que ningún argumento lógico es suficiente ni religión alguna consuela del todo: la de la muerte de los seres queridos y la conciencia de la inevitable muerte propia.
Salí del teatro sobrecogido y esa misma noche leí de un tirón el texto adaptado por Joan Didion. Me llevé una sorpresa notable. En comparación con el espectáculo, no valía gran cosa, era repetitivo, previsible, con debilidades melodramáticas. Y, sin embargo, Vanessa Redgrave no había añadido ni quitado una coma a ese libreto al que su fulgurante interpretación había transformado, convirtiéndolo en una tragedia moderna, en una inmolación catártica en la que los grandes temas, la vida, la muerte, el amor, el conocimiento, el dolor aparecían en su desnudez máxima, encarnados en una pobre mujer desamparada que se defiende contra la desintegración contando al mundo lo que le ha ocurrido y como aquellas muertes de su marido y su hija también la están matando.
Sobriedad, austeridad, despojamiento, son las palabras que me vienen a la memoria cuando trato de resumir mi impresión sobre la puesta en escena de David Hare y la actuación de Vanesa Redgrave. Sólo hay una silla común y corriente sobre las tablas y un telón de fondo gris que, por dos veces en el curso de la obra -en dos momentos particularmente fronterizos de la evocación de aquellas muertes- cae de golpe y es sustituido por otros dos lienzos con matices de gris más oscuro que el primero. La luz es casi siempre mortecina, salvo en breves momentos en que el personaje, abandonándose a un recuerdo tierno o risueño, parece vivir paréntesis de paz en su convulso monólogo.

En verdad todo lo que ocurre tiene lugar en las manos, los ojos, la boca, el cuerpo y los movimientos -casi siempre mínimos y a menudo al borde de lo imperceptible de la actriz. Las pocas veces que se levanta de la silla y los segundos que permanece de pie es como si un viento huracanado sacudiera la sala y fuera a arrastrar el teatro entero en un torbellino infernal. Pero, al instante, con un simple ademán silente y lento, la tempestad se calma y subsume en la voz de la mujer que prosigue, incansable, dando vueltas en ese remolino de desesperación del que, lo sabemos tan bien como ella, nunca más saldrá.
No sólo las palabras hablan por su boca; también las sílabas, las letras, los puntos y las comas. Y, sobre todo, los silencios son de una locuacidad extraordinaria y acaso cuando ella calla y clava su mirada en el vacío es cuando los espectadores se sienten más desamparados y nulos, convertidos ellos también en vacío.
Siempre me pareció Vanessa Redgrave una actriz fuera de serie, incluso en aquellas películas de segundo orden que hacía a veces, me imagino, más por razones alimenticias que vocacionales. Pero, a diferencia de otras actrices, es para mí imposible recordar una película u obra de teatro en que su actuación fuera mala o aun deficiente. Siempre enriqueció lo que hacía añadiendo con su actuación una hondura y verdad a personajes que eran anodinos y superficiales. En los años sesenta, la vi muy de cerca, en las manifestaciones contra la guerra de Vietnam que ella siempre encabezaba, con Tariq Alí, en el swinging Londres, embutida en unos pantalones vaqueros y con una cola de caballo que el viento mecía. Dentro de los grupos y grupúsculos de izquierda, ella tuvo el buen gusto de no ser nunca estalinista. Si no recuerdo mal, militaba en una secta trotskista que lideraba su hermano y tenía apenas un puñadito de militantes. Y en todos estos años ha seguido siendo fiel a sus convicciones de juventud, lo que le deparó a veces problemas, como su solidaridad con los palestinos, por los que alguna vez fue objeto de boicot en los Estados Unidos.


Hacía años que no la veía en un escenario y es notable lo joven que parece todavía, quiero decir lo insegura, vulnerable, vacilante que por momentos finge ser con tanta veracidad y fuerza contagiosa, para, unos instantes después, en función de los grandes vaivenes temporales y de ánimo a que la obliga su personaje, revelar su larga experiencia, su sabiduría, su seguridad, su dominio tan absoluto de ese espacio al que su genio, antes que el texto, vuelve mágico.
La literatura, la música, una exposición pueden enriquecer la vida, intensificándola y sensibilizándola de manera profunda, transportando a lectores, oyentes o espectadores a unos niveles de percepción y comprensión del mundo, de las relaciones humanas, de los sentimientos, que, además de hacerlos gozar, los vuelven más lúcidos respecto a las insuficiencias e imperfecciones de que están rodeados. Pero probablemente ninguna otra experiencia artística tenga un efecto tan poderoso sobre el ánimo y la conciencia del ser humano como una gran representación teatral. Porque éste es el mejor simulacro que existe de la vida, el que se le parece más, pues está hecho de seres de carne y hueso que, por el tiempo que dura esa otra vida que transcurre en el escenario, viven de verdad aquello que hacen y dicen, y lo viven, si tienen el talento y la destreza debidas, de una manera que nos fuerza a nosotros, los espectadores, a vivirlo con ellos, saliendo de nosotros mismos, para ser otros, también mágicamente, que es la mejor manera que se ha inventado para vernos mejor y saber cómo somos. Gracias, Vanessa Redgrave.






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DE OTROS MUNDOS



viernes, 30 de marzo de 2012

Redgrave, un linaje dramático

Vanessa Redgrave, a la izquierda, y su hija Joely RichardsonAP


Redgrave, un linaje dramático

El apellido Redgrave es lo más parecido a una dinastía real en el mundo del cine y el teatro Vanessa, un mito, y su hija Joely descubren algunas de las verdades de esta familia Un clan marcado por el éxito y la tragedia en los últimos años


Rocío Ayuso
29 de marzo de 2012

Siempre es divertido observar las dinámicas familiares. Por ejemplo, el juego que se da entre madres e hijas, cómplices y rivales. Una relación donde se cruzan la veneración a la madurez deseada y la fascinación por la juventud perdida. Todo eso intercambian Vanessa Redgrave y su hija Joely Richardson cuando están juntas. No les importa mi presencia. Ni la entrevista. Es un momento de amor y arte aunados en la misma conversación y también en la misma película, Anonymous, donde ambas han interpretado a la reina Elizabeth, más conocida como la Reina Virgen. Dos ramas de un mismo árbol. Más joven y cimbreante en el caso de Joely (46 años) y más sólida y venerable en el de Vanessa (74). Pero ambas, fruto de un mismo tronco que lleva grabado el nombre de esta dinastía.


El apellido Redgrave es lo más cercano que existe a la realeza en el campo de las artes dramáticas. Pero, a menos que quieras comenzar una discusión pasional, nunca menciones la idea de que lo llevan en la sangre. “Yo vengo de familia naval”, afirma Vanessa sorprendiendo a todos. “Eso es nuevo, Vanessa. ¿Se me escapa algo de mi familia?”, le rebate divertida Joely sin querer llamarla mamá en público. “Crecí en una familia naval durante la guerra”, aclara Redgrave . “Sería entonces, porque, por lo que yo sé, te criaste en una familia de artistas”, le replica Joely sin arredrarse.


Por mucho que se empeñen los Redgrave en huir de la genética o del linaje, a simple vista no hay otra explicación para este árbol genealógico que se remonta a los tiempos de Roger Redgrave, abuelo de Vanessa, casado con Margaret Scudamore, ambos actores. De ese matrimonio nació Michael Redgrave, quien llegó a ser uno de los intérpretes dramáticos más respetados del West End londinense de entreguerras. De su unión con Rachel Kempson, también actriz, nacieron Corin, Lynn y Vanessa. Los tres fueron actores. Corin se casó con Kika Markham, actriz. Igual le pasó a Lynn cuando se casó con John Clark, actor y director. Y en el caso de Vanessa, el linaje continuó junto a Tony Richardson, el realizador que consiguió resucitar el cine británico de los sesenta y con quien tuvo dos hijas, Natasha, mujer del actor Liam Neeson y fallecida hace tres años, y Joely, quien contrajo matrimonio con el productor Tim Beavan. Vanessa Redgrave comparte ahora su vida junto a Franco Nero, actor y padre de su hijo Carlo Nero, también director.


Genes o tradición familiar. Educación o medios. Todo influye en esta carrera, aunque madre e hija dan una razón mucho más sencilla y visceral a la hora de explicar la epidemia actoral entre los Redgrave. “No es vanidad”, elimina Joely de la ecuación. “Nos mueve lo maravilloso que es este trabajo celestial”, afirma Vanessa. “Cada día disfruto más de lo que hago. Es como un deporte donde toda tu atención está en lo que haces y disfrutas con la intensidad”. Vanessa se queda con “la maravillosa aventura” que significa meterse en la piel de un nuevo personaje. “Varía cada día, pero lo sientes desde el momento en que llegas al set”.


A Vanessa Redgrave parecía no quedarle otra que ser actriz, después de que Laurence Olivier, amigo de la familia, proclamase desde el escenario del Old Vic londinense: “Señoras y señores, esta noche ha nacido una gran actriz”. Joely se resistió un poco más. Aunque su padre la incluyó en La carga de la brigada ligera cuando solo tenía tres años, la joven Richardson se interesó más por el mundo del deporte, especialmente la gimnasia y el tenis, hasta que su trabajo en El hotel de New Hampshire, de nuevo a las órdenes de su padre, la convenció de su futuro. Una carrera en cine, teatro y televisión donde la serie Nip/Tuck le dio el reconocimiento gracias al papel de Julie McNamara, que interpretó durante siete años.


Joely admira de su madre “la dedicación, su concentración en el trabajo; tiene una rutina clara con la que consigue esas joyas”, afirma en referencia a la carrera materna, una filmografía que incluye filmes como Blow up, Camelot, Isadora o Julia, con la que ganó un Oscar en 1978, o más recientemente, Expiación, Cartas a Julieta o la misma serie Nip/Tuck, interpretando, claro está, a la madre de Julie.


“Nunca sé cómo definir la palabra icónico”, se enzarzan de nuevo madre e hija en un diálogo pasional como todos los que empieza Vanessa. Hablan de la figura de la reina Elizabeth I que ambas han interpretado. Todos los calificativos que utilizan pueden ser aplicados a Vanessa Redgrave, a quien David Thompson define en su Diccionario biográfico del cine como “la mejor leyenda viva” del cine, y otros comparan con un Marlon Brando hecho mujer. Con humildad y compostura, la actriz solo tiene una cosa que añadir: “No soy nadie, créeme. Es mi nombre el que se gana toda la atención”.


No toda la atención es buena, y Redgrave es tan recordada por su trabajo artístico como por sus cruzadas políticas y sociales. Como dijo en su día no sin sarcasmo su hermana Lynn, “Vanessa siempre ha tenido un punto de Juana de Arco”. Durante años fue miembro activo del Partido Revolucionario de los Trabajadores, movimiento troskista en defensa de la disolución del capitalismo y de la monarquía; Redgrave fue detenida en manifestaciones contra la guerra de Vietnam, contra la proliferación de las armas nucleares o a favor de la causa palestina, financiando con su carrera artística un partido que supuestamente contó con el apoyo de Gadafi o de Saddam Hussein, y se ganó a pulso la fama de antisemita en una industria como Hollywood. Su activismo quedó muy claro durante la ceremonia de los Oscar en 1978 cuando recibió su estatuilla con un peculiar discurso de agradecimiento en el que se negaba a doblegarse ante los “mafiosos sionistas” que tanto la criticaban. Un comentario que la cerró numerosas puertas.


Alta, serena y muy firme, Redgrave mantiene el mismo espíritu luchador. Son los tiempos los que han cambiado. Ahora prefiere no hablar de política y lleva 16 años volcada en su labor como embajadora de Unicef. “Mantengo la firme creencia de que la música, el teatro y el cine son tan importantes o más que la comida porque alimentan el alma y hacen más resistente al ser humano”, declara a favor de proyectos como el de Daniel Barenboim, que agrupa graduados árabes y palestinos en una misma orquesta, o sobre películas como Miral, de Julian Schnabel, y fruto artístico de este mismo espíritu de conciliación. “Aquí es donde puedo aportar mi grano de arena y donde pertenezco”, insiste la intérprete sobre su última cruzada.


Otros escándalos han acompañado el apellido Redgrave durante toda su dinastía. Todos recogidos en el libro La casa de los Redgrave: las vidas secretas de una dinastía teatral. La familia amenazó con tomar acciones legales contra un volumen que incluye pasajes (falsos, según su versión) como ese que asegura que, en su día, Vanessa sorprendió a su marido y a su padre en la cama. Como dijo Joely en The Sunday Telegraph, respondiendo a las acusaciones del libro de Tim Adler, el cliché de reducir a su familia a meras caricaturas, “madre marxista”, “padre bisexual”, es, cuando menos, de “miopes que no quieren ver más allá”.


Al igual que el activismo de su madre, la homosexualidad de su abuelo o la bisexualidad de su padre, que murió en 1991 a consecuencia del sida, son parte de ese peculiar libro de familia. Una saga que también incluye a los compañeros sentimentales de Vanessa (entre ellos la larga relación que mantuvo con Timothy Dalton y que supuestamente concluyó cuando la actriz insistió en participar en una manifestación) o de su hija, cuyo matrimonio con Bevan vino seguido de diferentes relaciones amorosas con hombres sensiblemente más jóvenes, incluido el multimillonario ruso Eugeney Lepedey o su compañero de la serie Nip/Tuck John Hensley. Pero, como dijo Joely: “¿Por qué hay que recordarle a una mujer que ha perdido en un mismo año a su hija, a su hermana y a su hermano los errores que pudo haber cometido hace 30 años? La amas o la odias, pero Vanessa es, sin duda, una de las mejores actrices de todos los tiempos”.


El ‘Annus Horribilis’ de los Redgrave supera con creces el de la casa real británica. Natasha Richardson, Tasha para su familia, falleció en 2009 tras un accidente de esquí que le causó la muerte cerebral. Toda su familia estuvo a su lado en Nueva York cuando su cuerpo fue desconectado de las máquinas que la mantenían con vida. Tenía 46 años. No hacía dos que Vanessa se había disculpado públicamente por no ser la mejor de las madres. Redgrave respira y deja que hable la serenidad. “He sido todas las madres. La mala, la loca, la buena, la protectora. La que se olvida y la que perdona. Pero, a pesar de lo hecho, de lo que falte, de lo que desearía que fuera diferente, lo maravilloso es que he gozado de unos hijos increíbles”.


Tras Tasha vino su hermano Corin, que falleció de cáncer a los 71 cuando apenas se cumplía el año de la tragedia. Un mes después, Lynn perdía una larga batalla contra el cáncer de mama a los 67 años. “Hay algo de increíble belleza y que parte el corazón en las tribulaciones que todos atravesamos en nuestras vidas. Cosas maravillosa, otras terribles y todas ellas capaces de sobrevivir el paso del tiempo en compañía de nuestros amigos y junto a nuestro arte”, filosofa Joely. Su madre, como siempre, va más lejos. “Uno siempre está acompañado del recuerdo del pasado. Pero hoy es hoy, y demos las gracias por ello porque donde quiera que nos encontremos, siempre hay un nuevo día y con cada uno la vida cambia. Algunos son horribles. Otros, maravillosos. Pero incluso en los más terribles uno debe tener presente que siempre habrá otro día”.


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