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sábado, 24 de junio de 2023

Robert Walser / Habla más bajo que no te oigo


ROBERT WALSER
Emmanuel Baccinelli


Habla más bajo que no te oigo

La tierra elegida

Juan Forn
Karl y Robert, los hermanos Walser, revelan dos rostros muy distintos de la vida del artista

El Malpensante

N° 124

Octubre de 2011


El pintor suizo Karl Walser invita a su hermanito menor Robert desde Berlín. “Ven a triunfar conmigo”, le dice. Karl es un pintor de éxito, se encarga de realizar los decorados de las celebradas puestas en escena de Max Reinhardt en los teatros de la ciudad, las mujeres lo adoran. Berlín es el centro de Europa y Karl ha hecho circular lo que escribe su hermanito entre varios editores, que han mostrado sumo interés. Todos los signos son auspiciosos. El hermanito menor llega a Berlín como un enfant terrible, aunque ya tiene 37 años. Lo primero que hace deja atónito al hermano mayor: se inscribe en una escuela de criados. Mientras Karl logra que se publiquen dos libros de su hermano (cuyas portadas él mismo ilustra), el menor de los Walser aprende a lustrar zapatos y platería, a servir la mesa y preparar la toilette vespertina de los grandes señores. Dura solo un mes en la escuela de criados y tres como ayuda de cámara en un castillo de la Alta Silesia. A su regreso, en otros tres meses, escribe una novela sobre el tema, titulada Jakob von Gunten, que el hermano Karl una vez más logra publicar. Hasta Praga llega la curiosidad por el extraño personaje. Franz Kafka le dice a su amigo Max Brod: “¿No has leído aún el Jakob von Gunten de Robert Walser?”. Los manuales de literatura dirán un siglo después: “En el año 1910, tres años antes de publicar por primera vez, Kafka lee a Walser”.

Robert Walser / Historias / Reseña

ROBERT WALSER

Historias, de Robert Walser



Esta obra, recientemente reeditada por Siruela, -yo he leído la de 1989 de Alfaguara integrada en un volumen junto con Vida de poeta- incluye prosas breves y pequeños relatos que Walser publica en 1914, pero que no son sino una recopilación de textos publicados en prensa desde 1899. Por tanto, no se trata de un libro concebido de manera unitaria, sino de una mera recopilación, lo cual se observa claramente por la diferencia entre unos textos y otros, diferencias más de contenido y de extensión que de estilo, puesto que Walser mantiene una prosa definida y singular, una voz propia, casi desde el principio, si bien la va depurando con el transcurso de los años.

Enrique Vila-Matas / Por qué Walser no es popular

Robert Walser
Ilustración de Christoph Mueller


Por qué Walser no es popular

Él puso un máximo empeño en autodisminuirse



ENRIQUE VILA-MATAS
13 NOV 2018 - 02:40 COT

Son inconfundibles y, al final de algún acto público, suelen aparecer para revelar, con marcado aire de confesión, que descubrir a Robert Walser mejoró su vida. Entonces yo, consciente del horror habitual en el que andamos sumidos, acabo agradeciendo que al menos todavía perduren en ciertas personas la sencillez y la bondad.

lunes, 22 de julio de 2019

Kafka y Walser / Vidas paralelas

Franz Kafka


Vidas paralelas

Kafka y Walser escritores discretos, por Federico Galende


Federico Galende
4 Agosto 2016


Sobre Robert Walser se han escrito con demora libros por montones, ninguno de los cuales deja de aludir a su temprano retiro en el manicomio cantonal de Appenzell, en Herisau, donde los días solía dividirlos entre largos paseos por la nieve, platos rebosantes de comida y cigarrillos que fumaba en el descanso. Las exiguas pruebas de reconocimiento que le llegaban como un rumor de otros lugares (se habían vuelto a imprimir sus obras, había aparecido en dos periódicos, circulaba en Viena un libro sobre su trabajo) no le interesaban: desayunaba en silencio, no hojeaba esa clase de periódicos ni consideraba que el hombre sobre el que escribían tuviera algo que ver con él.
Robert Walser

No le importaban siquiera sus enfermedades, que asumía como si fuesen de otros. Pero una vez sí le importó algo: en medio de la nieve de Degersheim, su amigo y tutor Carl Seelig le mencionó al pasar que el director de la Oficina de Seguros de Accidentes de Praga lo estaba leyendo: leía con devoción Los hermanos Tanner, Jacob von Gunten y sus delicados escritos sobre colinas y montañas. Lo que le importó no fue eso, en realidad, sino el hecho de que el director fuera aconsejado por un empleado que había muerto 20 años atrás. El empleado respiraba mal, como él, pero a diferencia suya no era aficionado al cigarrillo. 


Walser vendió 100 ejemplares de su primer libro, y a Kafka le fue un poco mejor: 102 ejemplares de Meditaciones. Ambos fueron publicados por el mismo editor y murieron internados: en un manicomio el primero y en un sanatorio para tuberculosos el segundo.

El empleado era Franz Kafka, para muchos el mejor escritor del siglo XX: se había enterado de que estaba enfermo mientras tomaba un descanso en la campiña bohemia de Zürau, hacia donde se había mudado en 1917 a pasar una temporada con su hermana. Walser simulaba, le comentaba a Seelig que en Praga seguramente había cosas más estimulantes que hacer que consultar aquellos libros suyos, pero saber que Kafka no solo lo había leído sino que era capaz de recitar fragmentos enteros de su prosa de la época de Berlín, no podía no conmoverlo. Había una letanía entre los personajes, una afinidad distraída, y de no ser porque en la minúscula aldea de Zürau sobraban los animales, como en Herisau los ancianos y los locos, la situación contaba con la misma pureza y la misma economía de elementos a la que por vocación ambos escritores aspiraban.
La idea de que escribieran así (desprovistos de intrigas amorosas, de acción, de decorados) evidentemente no había sido del editor, quien había perdido dinero publicando los primeros libros de ambos. Por casualidad Kafka y Walser lo habían contactado el mismo año: el primero se había presentado una tarde de 1912 en el despacho de Kurt Wolff –el editor–, en compañía de un empresario sospechoso que hablaba de él como si fuese una estrella de rock; el segundo había enviado una sucinta carta manuscrita en la que lucía una caligrafía a lápiz del siglo XVIII.
La estrella de rock no había abierto la boca en toda la tarde: era un muchachito tímido, que miraba hacia abajo y que apenas logró sobreponerse a la vergüenza que le hizo pasar Max Brod despidiéndose con esta frase: “Señor Wolff, siempre le quedaré más agradecido porque me devuelva mis manuscritos que por su publicación”. En sus Memorias, Wolff recuerda que nunca antes un escritor se había referido así a su obra, ni nunca más alguien lo haría, salvo Walser, quien en la carta que le enviaba ese mismo año exhibía un tono tan simple como profundamente singular: hablaba de un libro que había terminado y al que veía “como una obra modesta pero, también, grata quizá o acogedora”.
Los relatos de Walser fueron publicados en tres tomos al año siguiente y no vendió más de 100 copias, muy parecido a lo que logró Kafka, quien en 1917 rendía cuentas a Max Brod: “Liquidación de la editorial por 102 ejemplares de Meditaciones, asombrosamente mucho”.
Kafka había vendido esa cifra de ejemplares en cinco años y le parecía bastante; una década después el propio Wolff contaría una edición de La condena que iba por los 347 mil volúmenes. El único problema es que había pasado una década y el escritor de Praga agonizaba ahora en una clínica de Viena, donde dedicó sus últimos días a corregir un manuscrito.
El manuscrito que Kafka corregía era “Un artista del hambre”: la tuberculosis le había estropeado la garganta, no podía tragar y la inanición se lo llevaba mientras revisaba estas pruebas en las que un actor de circo se entregaba al ayuno profesional para morir tranquilo en una jaula.
En sus escenas finales, los escritores no se parecían: la Navidad de 1956 Walser almorzó un buen plato de choucroute con carne y salchichas de cerdo, que acompañó de un postre de merengue con nata montada. Después salió a dar un paseo, caminó un par de kilómetros por la nieve y sintió que le dolía el corazón: resbaló por una hondonada, su sombrero quedó a unos metros y Jürg Amann escribió que aquella tarde lo encontró primero un perro, después la gente de la granja próxima y finalmente el mundo entero. Kafka en cambio no comía: no había hallado en este mundo un solo plato que lo complaciera. La fama también le llegaría de manera póstuma.

Robert Walser / Un poeta dijo a su novia

Sylvain Coulombe

Robert Walser

Un poeta le dijo a su novia

Traducción de Juan de Sola Llovet


Un poeta le dijo a su novia
«Ya sabes que soy un genio
Y que por eso no puedo evitar
Vivir al día cual inútil.
Es lo que hacían todos
Quienes se sintieron llamados a algo superior.
Los de mi linaje no nos resignamos a
Ser aplicados y trabajadores,
Es algo que dejamos para los burgueses».
Acto seguido, la muchacha respondió:
«¿Acaso te crees más que el resto?
Deberías avergonzarte de un orgullo tan descarado.

Si eres un verdadero poeta
Léeme lo que has escrito.
El cuento de Nonosresignamos
Mejor se lo cuentas a otra
¡La arrogancia y las osadas frases hechas
No bastan para hacer un poeta!»
Él le mostró su último
Poema y dijo: «He tardado cuatro semanas
En escribirlo». «¿Qué?» exclamó ella. «¿Cuatro semanas?»
Lo leyó , y cuando hubo terminado,
Se rió en su cara y le tiró
El poema a los pies:

«Estos versos son horribles
Y el que los haya compuesto
Que se quite ahora mismo de mi vista».
El poeta estaba derrotado,
Se pasó la mano por el cabello
Y dijo: «No te lo tomes así»,
Y le dio un beso y recogió
El poema, se busco un buen
Oficio, y se convirtió en un hombre honrado
Y ambos fueron muy felices
Y se amaron, tuvieron hijos
Y no hicieron nada que no fuera sensato.






viernes, 11 de febrero de 2011

Robert Walser / Historias / Reseña de Rafael Narbona

Robert Walser
HISTORIAS

Por Rafael Narbona
El Cultural, 14 de enero de 2011


Robert Walser (Biel, Suiza, 1878-Herisau, 1956) aseguraba que debajo de un paraguas se sentía como en casa. Debajo de un paraguas, un escritor pierde cualquier rasgo de megalomanía. Walser detestaba la fantasía germánica de identificar al poeta con el genio. El verdadero poeta desprecia la gloria. Eso no significa que busque el fracaso. En sus paseos con Carl Seeling, Walser se compara con los campesinos. Su literatura sólo es una variación sobre la tarea milenaria de sembrar, segar, injertar y abonar. Walser intercambió palabras y silencios con Carl Seeling cuando ya había cumplido cincuenta años y su residencia era el sanatorio mental de Herisau, donde había ingresado voluntariamente. Walser era un gran paseante, pero no sentía ningún aprecio por viajar. Consideraba que el talento se desenvuelve mejor en un entorno pequeño, donde surge la posibilidad de apreciar la poesía de lo ínfimo e insignificante. Por eso, no se adaptaba al largo recorrido de una novela. Un crítico literario afirmó que Los hermanos Tanner sólo era una colección de notas. No es una mala forma de describir la obra de Walser. 

Robert Walser pertenece al linaje de los artistas infortunados. Al igual que Van Gogh, nunca logró adaptarse a la servidumbre de un oficio y la responsabilidad de la vida familiar. Al igual que Hölderlin, perdió la razón, pero nunca se lamentó de sus años de reclusión en un hospital psiquiátrico. No era el molino donde Hölderlin pasó las últimas décadas de su vida, pero sí un buen lugar para un hombre sin grandes ambiciones materiales. Walser no escogió un destino trágico. No es un poeta maldito, pese a su notoria afición a la bebida. Simplemente, comprendió que “la dicha no es un buen material para el escritor”. La felicidad es autosuficiente, como un erizo, y no necesita expresarse. La desgracia es una mecha que produce una explosión interior. Walser se limitó a observar su propio dolor. Hostil a cualquier forma de énfasis, anotó los estragos que le devoraban hasta el extremo de apagar el impulso de escribir. Sin embargo, nos dejó un amplio legado de manuscritos inéditos. Sus “microgramas” son fogonazos de claridad, que nos enseñan a observar lo minúsculo e irrisorio. Una caligrafía diminuta, casi indescifrable, se concierta con una sensibilidad poética que desprecia las grandes revelaciones. No hay que descifrar los secretos. Un muro de hiedra tiene “un encanto indecible”. Si miramos lo que hay detrás, desaparecerá el misterio, lo incierto. 


Historias apareció por primera vez en 1914, pero hasta ahora no se había traducido a nuestro idioma. Siruela nos regala una edición exquisita, con una traducción impecable de Juan José del Solar. No cabe sorprenderse, pues Siruela ha llevado a cabo una tarea admirable con la obra de Walser, acercándola al lector español en versiones de extraordinaria calidad. Eso sí, es curioso que haya escogido una frase de Hermann Hesse para la contraportada. Hesse afirma que “el mundo sería mejor si Walser tuviera cien mil lectores”, pero Walser se quejaba de que los editores le empujaban a imitar el estilo de Hesse para triunfar. Amante de lo modesto y pueril, Walser no simpatizaba con Hesse, que se paseaba por el mundo con “un nimbo de heroísmo y santidad”. Walser se consideraba un escritor de la llanura y lo periférico. No le atraían las cimas ni pretendía ser el centro de nada. El escritor debe ser modesto, no tener hijos y morir solo. Si hace mucho caso a su yo, acabará extraviándose en la retórica y el narcisismo. La reserva no es un gesto de prudencia, sino la esencia del trabajo literario. El escritor se hace invisible para que el mundo salga a la luz. 


La locura de Walser no se parece a la de Nietzsche. La filosofía de Nietzsche es la de un verdugo. Walser no esconde su amor a las cosas y a sus semejantes. No es un escritor de grandes declaraciones, sino un observador tranquilo, un pensador que sólo confraterniza con la belleza cuando se le ofrece amistosamente. Historias contiene algunos de los cuentos más hermosos de Walser, donde se reúnen todos los elementos de su poética y de su peculiar visión del mundo y el ser humano. Historias es un libro de formato pequeño, que apenas excede las 100 páginas. Se cita a Kafka cada vez que se recuerda a Walser, pero yo no puedo evitar pensar en Edmond Jabès. Jabès creció en unas circunstancias totalmente diferentes. Judío de origen egipcio que escribe en francés, Jabès es un exiliado incapaz de reconocer otra patria que el libro. En Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato (1989) Jabès manifiesta ese afinidad por la despersonalización tan cercana a la sensibilidad de Walser. Ambos autores reivindican la aniquilación del yo para ocupar un espacio marginal. 


Al leer el prodigioso “Extraña ciudad” de Walser, la ensoñación se confunde con la banalidad. Walser sólo necesita tres páginas para urdir una utopía. Habla de una ciudad que ya no precisa de poetas, pues sus habitantes poseen “una sensibilidad fina, fluida, alerta y brillante”. Nadie sabe cómo, pero todos se expresan de una forma delicada, profunda, armónica. Walser disipa enseguida la ilusión. Esa ciudad no existe. Sólo es real el paisaje de las afueras, un parque donde el sol del mediodía salpica de manchas la hierba y el rostro de los paseantes, pero ni siquiera eso es perdurable. La lluvia lo borra todo y no queda nada. Sólo es real el manicomio de Herisau. Para Jabès, sólo es real el desierto, “una ruptura salvadora en las proximidades mismas de la ciudad”. Walser y Jabès elaboran una poética donde el hombre vive como un Extranjero en un mundo que lo repudia. 


Sólo hay espacio para comentar los cuentos más notables. “Kleist en Tun” recoge un pasaje de la vida de uno de los precursores del Romanticismo alemán, que acabaría suicidándose a orillas del lago Wansee, acompañado de su amante. Walser nos lo presenta urdiendo planes, escribiendo, planteándose el sentido de la literatura. Al igual que Walser, añora la vida sencilla del campesino. Es una nueva embestida contra el yo. En “Paganini. Variación”, surge otra vez la figura del artista que sólo logra la perfección formal al perder la conciencia de su propio existir. En “Teatro de gatos”, se interna en el enigmático mundo de los felinos, sin caer en la enseñanza ejemplarizante. Walser no es un moralista. Su escritura se conforma con captar el silencio mágico de un gato dormido o la semejanza entre los gemidos humanos y los maullidos de esas misteriosas criaturas que toleran la compañía del hombre. 


En “Una mañana”, se acerca a Kafka -al que apenas leyó- describiendo el trabajo en un banco como una dolorosa experiencia de tedio y enajenación. Su forma de describir la sucursal recuerda la oficina interminable de El apartamento, pero sin intrigas para medrar. El protagonista del relato se conformaría con pasar la mañana en la montaña, pues no concibe nada más bello que la luz resbalando por una ladera arbolada.

En "Seis historias breves" aparece la pasión por la música. Walser consideraba inaceptable que la música se convirtiera en un telón de fondo. La música no debe inmiscuirse en el silencio. El piano o el laúd no son instrumentos, sino seres vivos que nos escuchan. El poeta no se diferencia de ellos, pues sus palabras son el eco de nuestros lamentos y anhelos. Al hablar el poeta, hablamos nosotros. El poeta no es un yo, sino un nosotros. 


Walser no conoció el éxito, pero según Hesse el mundo se justifica por su obra. Murió mientras paseaba. Su cadáver quedó tendido en mitad de la nieve. Es imposible rehuir la tentación de pensar que en el último momento pasó por su mente una de sus frases más emotivas: “Sin amor, el ser humano está perdido”. Probablemente no fue así. 

EL CULTURAL


Robert Walser
Historias
Traducción de Juan José del Solar
Madrid, Siruela, 2010




jueves, 11 de junio de 2009

Así comienza / Jacob von Gunten / Robert Walser


Robert Walser
JACOB VON GUNTEN



Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada; es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores? A mí me encantaría ser rico, pasear en berlina y malgastar dinero. Una vez comenté esto con mi condiscípulo Kraus, pero él se limitó a encogerse de hombros despectivamente, sin concederme una sola palabra. Kraus tiene principios, va bien sujeto a su silla, montado sobre la satisfacción, y es éste un rocín al que los amantes del galope prefieren no subirse. Desde que estoy aquí, en el Instituto Benjamenta, he conseguido volverme un enigma para mí mismo. También me he visto contagiado por un extraño sentimiento de satisfacción, desconocido hasta ahora. Soy bastante obediente; no tanto como Kraus, que es un maestro en ejecutar celosamente cualquier tipo de órdenes. Hay un punto en el que nosotros, los alumnos (Kraus, Schacht, Schilinski, Fuchs, Peter el larguirucho, yo, etc.), nos parecemos todos: el de nuestra pobreza y dependencia absolutas. Somos humildes, humildes hasta la indignidad total. Quien recibe un marco de propina pasa por ser un príncipe privilegiado. Quien, como yo, fuma cigarrillos, despierta preocupación por sus hábitos de despilfarro. Vamos uniformados. Pues bien, este hecho de llevar uniforme nos humilla y nos encumbra al mismo tiempo: tenemos aspecto de gente no libre, lo que posiblemente sea una ignominia, pero también nos vemos bonitos, y eso nos ahorra la profunda vergüenza de quienes se pasean en ropas personalísimas y, sin embargo, sucias y ajadas. A mí, por ejemplo, vestir el uniforme me resulta bastante agradable, pues nunca he sabido muy bien qué ropa ponerme. Pero incluso a este respecto sigo siendo un enigma para mí mismo. Acaso en mi interior resida un ser vulgar, totalmente vulgar. O tal vez por mis venas corra sangre azul. No lo sé. Pero de algo estoy seguro: el día de mañana seré un encantador cero a la izquierda, redondo como una bola. De viejo me veré obligado a servir a jóvenes palurdos jactanciosos y maleducados, o bien pediré limosna, o sucumbiré.

Robert Walser
Jacob von Gunten






lunes, 20 de abril de 2009

Giorgio Agamben / El paseo filosófico de Robert Walser


Robert Walser


  Giorgio Agamben

El paseo filosófico de Robert Walser

Traducción de Gerardo Muñoz

Originalmente en Mikrogramme

Cartier+Bresson.jpg¿Por qué ha sido y sigue siendo Roberto Walser tan importante para mí? Creo ver en su obra algo similar a un experimento, un experimento muy especial, es decir, no simplemente un experimento común. No solo en la ciencia, sino también en la literatura y en la filosofía existen experimentos. Por supuesto que estos experimentos poco tienen que ver con experimentos científicos, en tanto a la factibilidad o exactitud de probar una hipótesis, sino en poner en entredicho la propia condición humana.
El asunto radica en hacer de la existencia humana una transformación antropológica. Y aquel que lleva a cabo estos experimentos arriesga no solo la verdad de sus enunciados, sino la forma misma de su existencia. Esto exige una especie mutación antropológica, a la manera de los primates o la transformación de los reptiles, antes de transformarse en pájaros. ¿Qué tipo de transformación es la que ocurre en Walser?
Walser describe de la misma manera en que Kafka da forma a aquellos que han dejado de ser humanos, aunque continuasen perteneciendo al mundo divino o animal. El experimento que ejerce Walser es tan importante y novedoso como el experimento que Heidegger lleva a cabo en Ser y Tiempo, en tanto la esfera psicosomática es remplazada por un vacío insustancial del ser. Esto no difiere del intento de representar al ser como posibilidad a través de aquello que es imposible. De esta manera, Walser, como Kafka, es un teólogo, si entendemos la teología como lugar en el cual las nuevas figuras serán puestas a prueba.
En mi libro, La Comunidad que viene, comparé las figuras de Walser con las criaturas que habitan en el limbo. Según los teólogos, el castigo de los niños sin bautizo que perecen sin culpa alguna, no recibirán el castigo doloroso del infierno, sino la privación de la gracia de Dios. Como estas criaturas no tendrán acceso al saber supernatural, nunca sabrán que han sido privados del Sumo Bien. El peor de los castigos, o sea la retracción ante la gracia de Dios, es la forma del mal que habita entre aquellos cuyo estado natural de felicidad es el limbo.
La felicidad del limbo es el secreto de las criaturas de Walser. Éstas viven fuera de la maldición y de la salvación. Ignoran a Dios y al hombre, a la ley y al destino. Permanecen para siempre perdidos bajo el abandono de Dios. Aunque quiero apuntar otro ejemplo: pensemos en los personajes de Walser en su novela El Asistente (1907). En Kafka, los asistentes son seres mediadores entre Ángeles y burócratas. La angeología y la burocracia en Kafka son una y la misma cosa. En Walser, en cambio, estos agentes cobran un papel mesiánico.
El gran pensador Sufí Ibn al-Arab recoge figuras análogas que el llama agentes del Mesías o del "Wazara", nombre árabe, plural de Wazir. El Wuzara son aquellos agentes que habitan el tiempo-ahora, característica secular de la era mesiánica que forma parte del día que resta. De esta forma, son traductores del lenguaje divino a la lengua de los humanos. Extrañas criaturas que pasan por desapercibidas entre los árabes.
La idea de que el reino esté presente en el tiempo profano, sólo en formas discretas, evidencia que el estado final se esconde en lo que ahora solo parece usual y risible. Este profundo tema mesiánico es lo que atraviesa las enseñanzas teológicas de Walser.
Los burócratas de Walser parecen ser insuficientes: empleados que realizan un trabajo innecesario. Si se dedican al estudio, lo hacen para aprender absolutamente nada. ¿Y por que deben participar en un mundo sensato, si en realidad es en la locura donde encuentran la verdad?
Mejor dar un paseo.
En las obras de Spinoza hay solo un lugar donde se hace uso del sefardí. Trata de un pasaje donde Spinoza explica la importancia de la causa inmanente, es decir, de una acción propia del mismo agente, donde lo activo y lo pasivo coinciden en una misma persona. Para ilustrar este importante concepto Spinoza se obliga a hacer uso de la lengua materna. Caminar, en el idioma judeoespañol, pasearse es el paseo que el ser indeterminado de Robert Walser logra situar entre la acción y la inacción, entre la pasividad y la actividad, entre el ser y la nada. Este paseo es el paradigma mesiánico que las criaturas de Walser han legado a la humanidad.


Este texto fue una ponencia en la Academia de las Artes de Berlín en torno a la obra de Robert Walser en abril del 2005.
Gerardo Muñoz es estudiante de Literatura y Estética en la University of Florida. Lleva un blog sobre arte contemporáneo Puente Ecfratico. 


domingo, 12 de abril de 2009

Así comienza / Los hermanos Tanner / Robert Walser




Robert Walser
LOS HERMANOS TANNER


Una mañana, un joven de aspecto adolescente entró en una librería y pidió ser presentado al dueño. Hicieron lo que deseaba. El librero clavó una penetrante mirada en el personaje algo tímido que tenía delante y lo invitó a que hablase. "Quiero ser librero -dijo el juvenil principiante-, es un deseo muy intenso y no sé qué podría impedirme llevar acabo mi propósito".

Robert Walser
Los hermanos Tanner, 1907








viernes, 10 de abril de 2009

Robert Walser / Microgramas

Escrito a lápiz
Microgramas I
(1924 - 1945)

Escritos entre 1924 y 1932, los microgramas son el testamento literario de Robert Walser. Se trata de una colección de 526 hojas y papeles de distinto formato densamente cubiertos de una letra minúscula, escritos a lápiz e ilegibles a primera vista. La minuciosa labor de Werner Morlang y Bernhard Echte, que dedicaron más de quince años a descifrarlos letra a letra, puso fin al desconcierto y reveló como una colección de textos breves, poemas y dramas en verso de incalculable valor literario lo que en un principio parecía fruto de la locura del autor suizo. El propio Walser reconoció en una carta fechada en 1927 que había empezado a utilizar el lápiz para librarse del «tedio de la pluma», que lo había sumido en un «decaimiento que, por así decir, se reflejaba en la escritura a mano, en la disolución de la misma». En los microgramas, de los que Siruela publicará una edición en tres volúmenes con todos los textos en prosa, aparecen los grandes pequeños temas de Walser: el gusto por el paseo y la divagación, la pasión por los detalles y lo efímero, la dificultad de no ser nadie o la absurdidad del amor. Una nueva muestra del talento de uno de los escritores más irrepetibles del siglo xx.

Robert Walser
MICROGRAMAS
Técnica, mirada y asombro
Por Joaquín Peón Iniguez



Se necesitaron diez años de trabajo, usando lentes de aumento, para descifrar los más de quinientos microgramas que Robert Walser heredó a la literatura. El ejercicio de esta técnica resultó en un testimonio polifónico de un hombre tan maravillado que se fue poblando de voces.
¿Me contradigo?
Pues muy bien: me contradigo.
(Soy vasto, contengo multitudes.)
Walt Whitman


Robert Walser, muerto

Conocí a cierto hombre que tenía el poder de iluminar con su mirada los enigmas que se ocultan en la umbra de los días ordinarios. Primero caminamos colina cuesta arriba, íbamos en busca de y orientados por el árbol que emitía carcajadas. Cuando llegamos se había puesto más serio que un roble, no le quedó ni la melancolía de los sauces, y no hallamos forma de arrebatarle gesto alguno o expresión cualquiera. Luego hubo un río espléndido y rumoroso, poco antes de arribar ahí dónde la bárbara africana sometió a todo un pueblo y cocinó escrupulosamente a sus niños en brochetas. También presenciamos cuando Fergo se adentró en el bosque y dio con un padre que odiaba a su esposa, “hecha de Dios sabe qué sustancia asquerosa”, y a sus tres hijos, “gusanos que deben ser aplastados y triturados”, motivo por el cual le disparó a cada uno antes de matarse él. Pero eso se olvida comiendo un asado de buey o estudiando aquel documento inédito en que las mujeres alemanas declaran la guerra a las francesas al acusarlas, entre otras, de ser unas “busconas”. Y vaya subnormal el caballero que sólo tenía ojos para sí mismo. El sujeto al que acompañé era un esteta de la insignificancia, un ostentoso de la posesión a través del intelecto, un acaudalado de lo inmaterial.

Leer los Microgramas de Robert Walser (Biel, 1878 – Herisau, 1956) es hacerse su sombra y aprovechar menuda posición para verle las piernas a Marie, la huérfana de mitológica belleza; es recibir las llaves para una caja fuerte en Zúrich, abrirla y hallar el tesoro artificial de Herr Wägel, ilustre falsificador de billetes, o seguir los pasos del sonámbulo asesino o ser presentado al joven botarate que se niega a aceptarse como tal. Es también subirse a la balsa que lleva a Eulalia y Cicatriz a viajar por el lago Grecfensee, o conocer Múnich, “la rosa de mil pétalos”, o llegar a París, que nunca es el mismo y siempre se reinventa en la ilusión de alguien más. Me refiero a uno de esos libros que te hacen regresar al mundo, al otro, al falso, más alerta, con flamantes ojos de mosca y los sentidos más hondos.

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De Basilea a Berlín, Walser radicó en una decena de ciudades y ejerció oficios tan dispares como ayudante de oficinista, banquero o actor; tan sólo en Berna tuvo quince domicilios distintos en seis años y ni siquiera un mueble que le perteneciera; viajaba con “un traje bueno y uno menos bueno”, jamás se le conoció pareja, era dueño absoluto de su inteligencia y eso en alguien con su genio puede ser más hospitalario, inclusive más espacioso que cualquier hogar.
Poeta y narrador, excursionista, aventurero de las escarpas, fue descrito como “el más solitario de los escritores solitarios”, engendró una veintena de libros en alemán e inmediatamente obtuvo el reconocimiento de apellidos que no necesitan nombre: Kafka, Hesse, Canetti, Musil y Benjamin. Pronto se unirían a su séquito otros autores como Sontag o Coetzee; para Sebald, más que un guía, fue una especie de alma gemela, una presencia que siempre anduvo a su lado y a la cual le dedicó un libro, El paseante solitario. “Siempre he procurado mostrar en mi trabajo mi respeto hacia aquellos por los que me siento atraído, en cierto modo quitarme el sombrero ante ellos, tomando prestada alguna bella imagen o algunas palabras especiales, pero una cosa es cuando, para recordar a un colega caído, se hace un signo, y otra cuando uno no se puede deshacer de la sensación de que alguien le está haciendo guiños desde el otro lado”.

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Microgramas
Transcurría el año 1924 y el suizo, a pesar de sobrevivir en precarias circunstancias, ya era un escritor de culto cuando comenzó a ejercer la técnica del lápiz, como él mismo la llamaría. Entiendo técnica como la estrategia que le da forma a la intuición.
Puedo asegurarle que usando la pluma (y eso empezó en Berlín) asistí al auténtico colapso de mi mano, a una suerte de crispación de cuyas garras me fui liberando a duras penas y con lentitud. La impotencia, la apatía, son siempre algo físico y mental a la vez. Pasé, pues, por un periodo de decaimiento que, por así decir, se reflejaba en la escritura a mano, en la disolución de ésta, y fue copiando lo que había escrito a lápiz cuando, como un niño, aprendí de nuevo a escribir.
Habría que ponerlo en práctica para entender: el trazo del grafito es de carácter blandengue y para colmo depende del sacapuntas y el borrador. Francamente, el portaminas es un instrumento mucho más apto para la escritura —no así para la ilustración y el garabateo en general. Pero no bastándole lidiar con las inclemencias del lápiz, Robert ejerció una caligrafía gótica que oscilaba entre uno y dos milímetros de tamaño. “¿No parecerán estas líneas escritas por una camarera?”, se pregunta en alguna ocasión. Para él una moleskine hubiera sido un capricho, prefirió redactar en recibos de honorarios, hojas de almanaque, sobres o tarjetas de presentación. Mayormente son de un solo párrafo —monobloques los llama un amigo— que comienzan y terminan exactamente en los vértices de cada plana. Algo hay también de la literatura portátil de Vila-Matas, quien hizo a Walser protagonista de su novela Doctor Pasavento,“miniaturizar es hacer portátil, y ésta es la forma ideal de poseer cosas para un vagabundo o un exiliado”. A Werner Morlang y Bernharnd Echte, sus estudiosos, les tomó una década descifrar, con la ayuda de lentes de aumento, más de quinientos textos repartidos originalmente en seis delirantes y polimorfos tomos.

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Resulta curioso que se hable de la fragmentación y la fusión de géneros como características distintivas de la narrativa de este milenio y no como parte de la naturaleza expansiva del pensamiento literario. Los microgramas se nutren de cierta intimidad digna de la diarística a pesar de ser discontinuos; divagan desde y hacia el yo como el ensayo, se valen de la brevedad del cuento y la perspicacia de la crónica, son un vaivén del testimonio a la ficción; a veces se despapiran en verso y otras se dan el lujo de ser reseñas. Su estilo es conversacional, un paseo costumbrista y, como la vida misma, se inflama de recuerdos, lecturas, música, sabores, deseo… Llevó al límite una de los principios fundacionales de la literatura: no existe mal tema, sólo malos tratamientos.
Asombrarse es razonar con el olfato, recordar con la punta de la lengua; Aristóteles lo menciona en la primera línea de su Metafísica como el origen del pensamiento filosófico. Esto lo ubica como una virtud de la mente que, como se ha dicho hasta la bastedad, es inseparable de las emociones, y es así que el microgramista, decantando el lenguaje en sentido, dotó a la cotidianidad de una quinta dimensión: el goce de la conciencia estética, verbal.
“Me parecía, entre otras cosas, que con el lápiz podía trabajar de una manera más soñadora, más sosegada, más placentera, más profunda; creí que esta forma de trabajar crecía hasta convertirse para mí en una dicha singular”. Y es aquí a donde quería llegar, a cómo la técnica condiciona la mirada y cómo la mirada es la luz, la lu, la lubidulia, la lu tan luz que encielabisma y descentratelura. Lo extraordinario no es un accidente de la naturaleza, se cultiva en el mirar. Y allá voy: el espacio del papel, el tamaño de la caligrafía, el lápiz como herramienta y como óptica, son dogmas autoimpuestos que fijan el enfoque del autor.
Recuerdo que hace un par de meses discutíamos en un taller de ensayo si en verdad existe el aburrimiento, si puede ser inherente a un momento determinado o radica sólo en los ojos que cada quien se ponga a la hora de aproximarse a la experiencia. Asombrarse es razonar con el olfato, recordar con la punta de la lengua; Aristóteles lo menciona en la primera línea de su Metafísica como el origen del pensamiento filosófico. Esto lo ubica como una virtud de la mente que, como se ha dicho hasta la bastedad, es inseparable de las emociones, y es así que el microgramista, decantando el lenguaje en sentido, dotó a la cotidianidad de una quinta dimensión: el goce de la conciencia estética, verbal.
…llegué corriendo a la ciudad por un camino sin asfaltar que recorrí de una manera que merece ser llamada acompasada. ¿Qué hice luego? Me las di de madre severa con un mozalbete y le cogí de los pelos. Desgreñado, el muchacho asumió el papel que yo le había asignado. Dejé que las cosas fluyeran por sí solas. ¡Si alguien nos hubiera visto! Estábamos los dos tan graciosos. Exclamó que iba a darme una paliza, pero fue indulgente y se conformó con la mera exclamación. Al salir de la casa me aguardaba una multitud; blandían sus bastones, sus puños y demás, pero el asunto se resolvió pacíficamente y lo despaché con un par de gestos. Lo cierto es que tengo mucha mano izquierda cuando de apaciguar los ánimos se trata. Tampoco fallé en esta ocasión. Pero menuda parisina me encontré entonces. Iba envuelta en abundantes pieles y en el más cautivador de los perfumes. Alguien —gracias a Dios que fui yo— se comió y alabó como es debido un escalope a la milanesa. Damos fe de ello.
Romántico como para hospitalizarlo, Robert se enamoraba compulsivamente, siempre por primera vez; contemplaba a las mujeres como si fuera un pintor que pasa semanas mezclando y hundiéndose en sus óleos alucinógenos en busca del color preciso, la alquimia que provea de vida a un retrato inanimado. Por otra parte, también se paraliza y admira a los niños jugar. Además me presentó a Ernst, un virtuoso del tamborileo con cuchara y tenedor. Walser desarrolló una sensibilidad inocente y receptiva que le permitió abordar la simpleza y al sinfondo como un observador conmovido, un testigo hiperestésico. No es casualidad que la hamaca sea el gran invento de la astroingeniería y quizás por eso reconozco cierta moraleja cifrada en sus apuntes: hay que sacar la ventana a pasear, o en su defecto, declamarle sonetos a las cortinas cerradas.

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La realidad percibida a través del micrograma, la práctica obsesiva del mismo, puede resultar en un trance tan intenso que, cuando se rompe el encanto, la caída inmóvil podría ser fatal. Es como una droga cuyo efecto va decreciendo y un yonqui que sufre un ataque de pánico porque la lucidez, la belleza que parecía tan cercana aquella noche, era artificial. Walser nació genéticamente predispuesto a la locura, su madre sufrió severos trastornos emocionales, tuvo dos hermanos esquizofrénicos, uno de ellos suicida. A pesar de que los psiquiatras no lograron ponerse de acuerdo en su diagnóstico, pareciera que Robert se fue autoinduciendo a la misma enfermedad que conquistó a sus hermanos. A partir de su soledad se fue ensanchando en voces, disolviéndose en cada página hasta que se volvió imposible distinguir su ser literario de su ser social. Para aquel entonces bebía en exceso, se mudaba de una cueva a otra, padecía insomnio, pesadillas en la piel, alucinaciones sonoras y ataques de ansiedad. Sospecho la sensación de ir cediendo el control de nuestra vida a un narrador que habla desde ningún lugar. De tan maravillado pasó las últimos décadas de su vida en el manicomio de Herisau. “Me he internado no para escribir, sino para enloquecer”, sentenció, y a los cincuenta soltó para siempre el lápiz, a pesar de que Carl Seelig, su amigo más cercano desde la juventud, el único que siguió acompañándolo en sus habituales caminatas, aseguró que fueron los años más lúcidos de Robert, hasta que llegó la muerte y lo sorprendió paseando en la nieve, azarosa, porque no conoce otra forma de llegar.

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Sísifo, levántate y anda, pero esta vez detente a estallar las flores caídas de las jacarandas, tómate una pausa para espiar a los jardineros trabajar. Desde que terminé el libro me han acontecido episodios extraños; por ejemplo, la otra noche deambulaba por la misma calle de siempre, la que me lleva a los cigarros, el tiempo proseguía su marcha militar hacia el amanecer y ahí estaban las mismas fachadas del lunes, los mismos letreros del jueves, el mismo graffiti y los mismos autos estacionados, cuando fui a dar con el más curioso de los hallazgos. Me dio por voltear hacia el farol tintineante de la esquina y vi un par de botas puntiagudas colgando de una antena abandonada, proyectándose contra la inmensidad del instante: en plenitud.

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