El club de los poetas suicidas
ALFONSINA STORNI
Por Jenn Díaz
3 de marzo de 2013
“Nací al lado de la piedra junto a la montaña, en una madrugada de primavera, cuando la tierra, después de su largo sueño, se corona nuevamente de flores. Las primeras prendas que al nacer me pusieron las hizo mi madre cantando baladas antiguas, mientras el pan casero expandía en la antigua casa su familiar perfume y mis hermanos jugaban alegremente. Me llamaron Alfonsina, nombre árabe que quiere decir dispuesta a todo”.
Podría parecer la mezcla de los nombres de sus progenitores, Alfonso y Paulina, pero Alfonsina Storni le hizo más honor al significado árabe de su nombre, porque verdaderamente estaba dispuesta a todo. Sí, la niña que, en sus palabras, tenía un alma toda fantástica, viajera, estaba dispuesta a todo. A sus primeras mentiras, al amor, a la sensualidad, a la maternidad, a la soledad, a la poesía, al descaro, a la igualdad, a la lucha y también a la muerte. Las primeras veces que Alfonsina Storni empezó a parecerse a la Alfonsina Storni en la que se convertiría son muy tempranas. De niña, robó un libro. Sus padres, cuando no pasaban por una buena época porque Alfonso Storni sería, además de alcohólico, una persona deprimida y apartada de la vida, no tenían dinero, así que la niña que se convertiría en una gran poeta empezó robando un libro. No tenía dinero para comprarlo: pidió un libro escolar y, una vez en las manos, pidió otro. Aprovechando que unos jóvenes entraron al establecimiento y el encargado se fue a la trastienda, Alfonsina echó a correr con el libro. Después, y este es el segundo rasgo destacable, dijo, mintiendo, que había dejado el dinero encima del mostrador. Así lo recuerda ella:
“A los seis años robo con premeditación y alevosía el texto de lectura en que aprendí a leer. Mi madre está muy enferma en cama; mi padre, perdido en sus vapores. Pido un peso nacional para comprar el libro. Nadie me hace caso. Reprimendas de la maestra. Mis compañeras van a la carrera en su aprendizaje. Me decido. A una cuadra de la escuela normal a la que concurro, hay una librería; entro y pido: El nene. El dependiente me lo entrega; entonces solicito otro libro, cuyo nombre invento. Sorpresa. Le indico al vendedor que lo he visto en la trastienda. Entra a buscarlo y le grito: “Allí le dejo el peso”, y salgo volando hacia la escuela. A la media hora las sombras negras, en el corredor, de la directora y de aquél, encogen mi corazoncillo. Niego, lloro, digo que dejé el peso en el mostrador; recalco que había otros niños en el negocio. En mi casa nadie atiende reclamos y me quedo con lo pirateado”.