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miércoles, 25 de diciembre de 2024

“No escribir nada pesado ni largo”: la revolución literaria de Natalia Ginzburg


La escritora Natalia Ginzburg, en 1990.

La escritora Natalia Ginzburg, en 1990.

“No escribir nada pesado ni largo”: la revolución literaria de Natalia Ginzburg

Una nueva biografía de Maja Pflug rescata los primeros pasos y las influencias de la autora italiana, que construyó un lenguaje artístico con los materiales de lo cotidiano

Mar Padilla

Barcelona, 22 de diciembre de 2024

Uno de los superpoderes de la literatura es regalar voces de tiempos pasados que refrescan el aire del presente. Es el caso de Natalia Ginzburg, escritora con todas las letras —de novelas, relatos, ensayos, artículos y obras de teatro— que, desde el correoso siglo XX, agita aflicciones, invitando a afrontar con entereza el oficio de vivir. A Ginzburg (Palermo, 1916 - Turín, 1991) le pasó de todo. Sufrió el auge de Mussolini, la Segunda Guerra Mundial, la persecución a los judíos, el asesinato de su marido, las estrecheces de la posguerra, la muerte de un hijo pequeño y las magras perspectivas de ser una mujer convencional (de lo que huyó como de la peste).

sábado, 12 de diciembre de 2020

¿La escritura o los hijos?

 

Shirley Jackson con dos de sus cuatro hijo


¿La escritura o los hijos?

Desde Natalia Ginzburg hasta Zadie Smith, un buen número de autoras han reflexionado sobre las tensiones entre maternidad y creación literaria


Aloma Rodríguez
2 de mayo de 2019

Natalia Ginzburg (1916-1991) contó que, al principio, cuando fue madre, no entendía cómo se podía escribir teniendo hijos. “No entendía cómo conseguiría separarme de ellos para seguir al personaje de un cuento”, escribe en el ensayo ‘Mi oficio’, incluido en Las pequeñas virtudes (Acantilado). Ginzburg tuvo cinco hijos y publicó novelas, ensayos y obras de teatro, así que encontró la manera. Pero la ambivalencia en torno a la maternidad sigue siendo objeto de reflexiones, y la relación entre escribir y criar va ganando espacio en las librerías.

Es el motor de la crisis existencial que aborda en Maternidad (Lumen, 2019) Sheila Heti, quien trata de averiguar si quiere tener hijos. También en La mejor madre del mundo (Literatura Random House, 2019), de Nuria Labari, la narradora cree que no es posible ser madre y escritora. “Soy una madre amateur y ya estoy acabada: escribo a espaldas de mis hijas, como si ellas no fueran suficiente”, confiesa. Y un poco más adelante: “Las artistas con talento son hijas, siempre hijas de sus madres por mucho que tengan descendencia. Las buenas escritoras escriben sobre la hijidad o sobre cualquier asunto donde su punto de vista pueda ser el centro del mundo (…). En cambio, una madre es el satélite de otro ser más importante. Una madre es la antítesis del yo creador”.

viernes, 15 de mayo de 2020

El desorden de leer 5 / Richard Ford / Natalia Ginzburg / El retrato del escritor como amigo


EL DESORDEN DE LEER 5

Retrato del escritor como un amigo

Richard Ford y Natalia Ginzburg firmaron sendos textos que se dan la mano, dos semblanzas excepcionales de dos grandes escritores del siglo XX: Raymond Carver y Cesare Pavese


JUAN CRUZ
14 de abril de 2020

Hay libros que uno adopta como si fueran amigos huérfanos. Ellos nacen, crecen, se reproducen, crean otros libros u otras referencias, y así pasan a ser nuevos para cualquiera que los lea. Pero cuando los descubres son libros singulares que no necesitan nada de ti, irán volando por las estanterías y llegarán a las manos de gente que, muy probablemente, los querrá igual que tu, o aún más, y harán de ellos una mejor lectura, un regocijo mayor, pues leer es regocijarse, como cuando te sientes contento del hijo (o del nieto) que, cómo no, te salió sabio.

sábado, 20 de julio de 2019

Las grandes virtudes de Natalia Ginzburg


Natalia Ginzburg
Ilustración de Esteban Salas

Las grandes virtudes de Natalia Ginzburg


Rodrigo Hasbún 
20 Enero 2017

A 100 años de su nacimiento, la obra de la narradora italiana sigue siendo bastante desconocida: autora de 31 libros, menos de la mitad está traducida a nuestro idioma. Algo difícil de aceptar, si se piensa que transformó la autobiografía, liberándola de cualquier indulgencia o egoísmo, y que leyendo sus novelas y ensayos da la impresión de estar ante una inteligencia pura que se deshace de lo superfluo para discutir los temas más delicados: el aborto, la adopción, la existencia de Dios y, por sobre todo, los afectos al interior de la familia.

1. Cuando en septiembre de 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial, Natalia Ginzburg tenía 23 años, dos hijos pequeños y un matrimonio feliz con Leone Ginzburg, un todavía joven pero ya reconocido intelectual de origen judío. Meses más tarde debieron irse juntos a Pizzoli, un pueblo remoto en la región de los Abruzos al que él había sido desterrado por su activismo antifascista, que también lo había hecho perder el puesto como profesor. “Lo nuestro era un exilio”, escribiría ella años después en un bello texto dedicado a esa época, “nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros, los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia”. Eran tiempos difíciles pero, a pesar del silenciamiento intransigente y del invierno interminable y de Mussolini y los suyos, también eran tiempos solidarios y gratos (“fue la mejor época de mi vida, y solo ahora que ha pasado para siempre, solo ahora, lo sé”), bastante más que aquellos que estaban por venir.

Natalia Ginzburg / No podemos saberlo







Natalia Ginzburg
NO PODEMOS SABERLO
Traducción de Leopoldo Brizuela

No podemos saberlo. Nadie lo ha dicho.
Quizás allá no quede más que una red desfondada,
cuatro sillas de paja desflecadas y una galleta vieja
mordida de ratones. Es posible que Dios sea un ratón
y que corra a esconderse tan pronto nos vea entrar.
Y es posible que en cambio sea esa galleta vieja
mordisqueada y mohosa. No podemos saber.


Quizá Dios tiene miedo de nosotros y escape, y largamente
deberemos llamarlo y llamarlo con los nombres más dulces
para inducirlo a volver. Desde un punto lejano del cuarto
él nos mirará fijo, inmóvil.


Quizá Dios es pequeño como un grano de polvo,
y podremos verlo solamente al microscopio,
minúscula sombra azul detrás del cristalito, minúscula
ala negra perdida en la noche del microscopio,
y nosotros allí en pie, mudos, contemplándolo, en vilo.
Quizá Dios es grande como el mar, y lanza espuma y truena.


Quizá Dios es frío como el viento de invierno,
tal vez brama y retumba en un rumor que ensordece,
y deberemos llevar las manos a los oídos,
y agachados, temblando, replegarnos al suelo.
No podemos saber cómo es Dios. Y de todas las cosas
que quisiéramos saber, esta es la única verdaderamente esencial.


Quizá Dios es tedioso, tedioso como la lluvia
y aquel paraíso suyo es un tedio mortal.


Quizá Dios tiene anteojos negros, un echarpe de seda,
dos mastines a los flancos. Quizás use polainas
y está sentado en un rincón y no dice palabra.
Quizá tiene el pelo teñido, una radio a transistores
y se broncea las piernas en la terraza de un rascacielos.
No podemos saber. Ninguno sabe nada.
Quizá no bien lleguemos nos mandará al espacio
a comprarle pan, salame y una damajuana de vino.


Quizá Dios es tedioso, tedioso como la lluvia
y aquel paraíso suyo es la consabida música
un revolar de velos, de plumas, y de nubes
y un aroma de lirios y un tedio de muerte,
y cada tanto una media palabra para pasar el tiempo.
Quizá Dios es dos, una réplica de esposos
librados al sopor de una mesa de hotel.


Quizá Dios no tiene tiempo. Dirá que nos vayamos
y volvamos más tarde. Nosotros nos iremos de paseo,
nos sentaremos sobre un banco a contar trenes que pasan,
las hormigas, los pájaros, las naves. De aquella alta ventana
Dios se asomará a mirar las calles y la noche.


No podemos saber. Nadie lo sabe.
Es posible incluso que Dios tenga hambre y nos toque saciarlo,
quizás muere de hambre, y tiene frío, y tiembla de fiebre,
bajo una manta sucia, infestada de pulgas
y deberemos correr en busca de leche y de leña,
y telefonear a un médico, y quién sabe si a tiempo
encontraremos un teléfono, y la guía, y el número
en la noche demente, quién sabe si tenderemos suficiente dinero.


Junio, 1965




Natalia Ginzburg / “Las mujeres son una estirpe desgraciada e infeliz”


NATALIA GINZBURG
Ilustración de David Levine

Natalia Ginzburg
“Las mujeres son una estirpe desgraciada e infeliz”
Kevin Arias



09/07/2018
Nataliza Ginzburg escribió sobre el silencio, la mentira, el desengaño, el amor, el desamor y la melancolía. 

De su prosa se dice que emana una tristeza corrosiva y un humor desconcertante. Pero más importante que todo lo anterior resulta decir que la autora italiana escribió sobre su familia, sobre sí misma y sobre su vida como mujer. En alguna oportunidad lanzó una frase tan contundente como polémica: “No soy escritora, soy escritor”.

Había en ella una especie de desgarramiento al que nunca se le encontró origen ni remedio. Supo desde muy pequeña que su destino se iba a consumar dentro de la simbiosis de la pluma y el papel. Y entendió que la Literatura iba a ser su camino; o, como ella prefería llamarlo: “mi oficio”.

sábado, 25 de agosto de 2018

Natalia Ginzburg / Memoria




Natalia Ginzburg
MEMORIA
Traducción de José Luis García Martín


La gente va y viene por las calles,
hace sus compras, camina a sus asuntos
con los rostros vulgares y felices,
con el grato bullicio de costumbre.
Levantaste el lienzo para mirar su rostro,
te inclinaste a besarlo con el gesto de siempre.
Y era el rostro de siempre, pero era la última vez,
quizá tan solo un poco más cansado.
Su ropa también era la de siempre.
Y los zapatos eran los de siempre. Y las manos
eran las manos que partían el pan,
vertían el vino y la alegría.
Todavía hoy cada minuto que pasa
vuelves a levantar el lienzo,
a mirar su rostro por última vez.
Si caminas por las calles, no hay nadie junto a ti.
Si tienes miedo, nadie te coje la mano.
Y no es tuya la calle, no es tuya la ciudad
alegre y confiada y de los otros,
de los hombres que van y vienen
comprando el pan, la fruta y el periódico.
Puedes asomarte a la ventana
contemplar en silencio el oscuro jardín:
nadie vendrá a tu lado,
nadie te dará fuerzas para entrar en la noche.
Antes cuando llorabas había una voz serena,
antes cuando reías alguien reía contigo.
Pero una puerta se ha cerrado para siempre,
para siempre se ha apagado un fuego,
tu juventud es ya una casa vacía
para siempre.


martes, 14 de junio de 2016

Natalia Ginzburg / Léxico familiar


Javier Aparicio Maydéu
LÉXICO FAMILIAR,
de Natalia Ginzburg

En Léxico familiar (1963), su obra más admirable, leída hasta la saciedad en varios idiomas desde su aparición, se reúnen las razones de la narrativa entendida como catarsis y las pequeñas virtudes del narrador de raza que no necesita de alardes técnicos o laberínticas intrigas para ganarse a un lector que ella convierte párrafo a párrafo en su compañero de viaje, en su amigo invisible. La vasta cultura de Natalia Levi, de otro lado –nacida del entorno familiar, de su esposo Leone Ginzburg, incansable antifascista turinés, y de Cesare Pavese y sus amigos de la editorial Einaudi, en la que trabajó tantos años– no la condujo a la hojarasca retórica, sino al esmero de querer narrar acariciando los detalles y haciendo de su entorno cotidiano y de su universo emocional un lugar que el lector, sin saber muy bien cómo, hace suyo. Pertrechada con infinitas lecturas de Proust, heredadas de su mamá, que le dieron el tono intimista y los mecanismos de la memoria afectiva, Ginzburg relata aquí su infancia envuelta en la vida cotidiana de una familia judía y antifascista en los tiempos revueltos de Mussolini y la tiranía nazi en que la ideología pudo con la vida humana. Luminosa en algunas páginas llenas de griterío y de color, esa infancia se oscurece en otras por la rigidez con la que Beppo Levi, su padre agridulce, ateo y librepensador, conduce su educación y la de sus hermanos. Y llegado el momento de los sombríos episodios del destierro a los Abruzzos con Leone y sus niños pequeños, la muerte del marido en la cárcel de Roma o el suicidio de su amigo Pavese (“Había hablado durante años de suicidarse. Jamás le creyó nadie. Cuando los alemanes invadieron Francia y venía a vernos a Leone y a mí comiendo cerezas, ya hablaba de ello”) la obra podría adquirir unos tintes melodramáticos que Ginzburg evita siempre desde la contención narrativa. Léxico familiar teje con palabras un tapiz sentimental que en ocasiones avanza parsimonioso porque conviene elegir adecuadamente la palabra que mejor convenga en cada encrucijada del recuerdo. Se diría que las palabras de Ginzburg saben que están ahí, en las líneas de la página, cumpliendo a rajatabla con su papel trascendente y testimonial. En las palabras que un día se escucharon o se pronunciaron, como en las imágenes o en los olores, se agazapa nuestro pasado, y ellas parecen determinar el paso del tiempo y nuestra propia identidad. Así, en “Las relaciones humanas”, uno de los ensayos recogidos en su célebre Las pequeñas virtudes (1962), que habría que entender como un texto a todas luces precursor de su novela Léxico familiar, la autora de Nuestros ayeres (1952) escribe que “entramos en la adolescencia cuando las palabras que se intercambian los adultos entre sí nos resultan inteligibles”. El tejido verbal de las palabras sustenta el tejido social de las relaciones personales (“en el centro de nuestra vida está el problema de nuestras relaciones humanas”, señala en su ensayito de Las pequeñas virtudes), y es en la infancia cuando se aprende esta lección que Ginzburg ilustra en Léxico familiar, un ejercicio narrativo de autobiografía que su autora, sabedora de las traiciones de la memoria y de aquella máxima que Gabo no se cansa de repetir –a saber, que la vida no es como la vivimos sino como la recordamos, y el recuerdo bebe del mismo venero que la imaginación– arrima a la ficción subrayando que “sólo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica, encontrará grandes lagunas. Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad, debe leerse como se lee una novela”. Las anécdotas y vicisitudes aquí narradas de sus hermanos, de los Balbo, de las charlas en el Café Platti de Turín, frente a Einaudi, de su amiga Lisetta (que “no había cambiado demasiado desde la época en que montábamos en bicicleta y me contaba las novelas de Salgari”), de sus hermanos Gino o Mario con trajes nuevos del sastre Maccheroni, de su tío Silvio musicando poemas de Verlaine, se dan la mano con las de Madame Verdurin, Odette o monsieur Swann. Ginzburg, esa voz atormentada y sutil que atesora buena parte de la grandeza narrativa de la literatura italiana contemporánea, aprendió de sus inicios neorrealistas y se convirtió en una retratista excepcional que fotografía con palabras con tal precisión que llegamos a pensar que formamos parte de la imagen que leemos, y que también nosotros recordamos haber visto cómo “a medianoche, Pavese cogía su bufanda del perchero, se la echaba rápidamente al cuello y cogía el abrigo. Se iba por la avenida Francia, alto, pálido, con las solapas levantadas, la pipa apagada entre sus dientes blancos, su paso largo y su huraña espalda”. Léxico familiar, novela de poderoso magnetismo, resulta una amalgama de fraseos simples, palabras justas, irónicas sutilezas y proustianas banalidades aparentes que en realidad recrean la psicología de todo un mundo, costumbrismo en el más alto sentido de la palabra, terrores personales que menguan cuando se narran, la música callada de un debate insinuado entre el valor de la acción y el valor de la palabra (estás páginas son también las memorias de una mujer de acción y de palabra) o una reflexión no confesada acerca de la soledad y del diálogo con uno mismo a través del acto de escribir.
Más allá de su posición central en la cultura italiana de la segunda mitad del XX, leyendo manuscritos de Calvino, Primo Levi o Elsa Morante, coetánea de Bassani y actriz en El Evangelio según San Mateo de Pasolini, no existe duda de que las musas del arte le concedieron el don de la palabra, que ella supo enseguida aplicar con esmero a la tarea de escribir para sentirse viva, en realidad para confesar que ha vivido, y confesárnoslo de la mano del discreto encanto de la autobiografía que siempre acompañó su obra, desgarradora, porque vivió un infierno, y a un tiempo entrañable, porque escogió contárnoslo con una afectividad redentora, con las palabras convertidas en un cielo protector.